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  • La justicia del rey

    » Comercio y Justicia

    Fecha: 20/03/2025 06:48

    Por Patricia Coppola (*) Por Patricia Coppola (*) No deja de ser motivo de asombro la capacidad que tenemos los seres humanos de producir sufrimientos para nosotros mismos. Práctica que se convierte en tragedia cuando es llevada a cabo –como generalmente sucede- por los poderosos, por quienes acceden a las armas o a otros medios utilizados para someter a sus semejantes a gran escala. El antídoto que hemos inventado los seres humanos para neutralizar esta fuente de desgracias es la idea de los Derechos Humanos. Esta idea expresa básicamente que la mera voluntad de los fuertes no justifica acciones que comprometen intereses vitales de los individuos, y que la sola cualidad de ser humano constituye título suficiente para gozar de ciertos bienes que son indispensables para que cada uno elija su propio destino con independencia del arbitrio de otros. Posiblemente sea el miedo, sensación fabricada e impulsada desde el poder, el fenómeno que más afecta las ideas de ciudadanía y de democracia y conlleva, como irracional mecanismo defensivo, a la violación sistemática de los Derechos Humanos. En nuestro país, la sociedad tiende a defenderse a cualquier precio y cambia el eje de sus preocupaciones: el hambre y la desocupación salen del centro de la escena para dar lugar al miedo a los “enemigos de la sociedad”: subversivos, zurdos, mapuches, morochos con gorra, degenerados, piqueteros, kirchneristas, son declarados peligrosos, y ahora se suman los militantes a la lista. La idea de fabricar e instalar a los enemigos de la sociedad reconoce remotos antecedentes: en el siglo XVI, el teólogo de Salamanca Juan Ginés de Sepúlveda, intentaba justificar los métodos de la Conquista degradando a los indios a la categoría de simios. La Inquisición tenía sus enemigos (las brujas y el Diablo). A finales del siglo XIX, en nuestro país la llamada “Campaña del Desierto” con Julio A Roca a la cabeza y la generación del “80” como ideóloga, se protagonizó uno de los genocidios más feroces de la historia argentina, donde los enemigos de la civilización eran también los indios. En el siglo XX, la barbarie nazi introdujo la expresión “Unmensch” (“no-humano”) para designar a los judíos y justificar su exterminio. En Argentina, los subversivos fueron los enemigos de la última dictadura cívico-militar, lo que justificó la tortura, la desaparición y el asesinato de más de 30.000 personas. En nuestro mundo autoritario todas las semanas se fabrica un enemigo distinto: por estos días resulta que ser militante, esto es, tener compromiso y trabajar en pos de ideas políticas, justifica que la policía detenga y golpee a manifestantes. Al respecto, la hipótesis general o básica desarrollada por Raúl Zaffaroni (2006), también recientemente declarado enemigo de la sociedad y amigo de los delincuentes por el Presidente Milei, consiste en que el poder punitivo siempre discriminó a seres humanos y les deparó un trato que no correspondía a la condición de personas, dado que sólo los consideraba como entes peligrosos o dañinos. Se trata de seres humanos a los que se señala como enemigos de la sociedad y, por ende, se les niega el derecho a que sus infracciones sean sancionadas dentro de las garantías que hoy establece -universal y regionalmente- el derecho internacional de los Derechos Humanos. Si hay una promesa que instala el sistema democrático es la de la legalidad, la confianza en la ley y las instituciones y el respeto a los Derechos Humanos que la mayoría de las constituciones democráticas modernas consagran. Dotar de significado y de sentido profundo a las palabras “democracia” o “ley”, no es fácil cuando ellas conviven tranquilamente -y a veces sin inmutarse siquiera- con situaciones de desigualdad, exclusión y pobreza que poco tienen que ver con la pretensión de generalidad y de igualdad ante la ley. Así, el Estado de Derecho se vacía de contenido político y pasa a ser, en el mejor de los casos, un ideal ético que a casi nadie moviliza. ¿Cómo confiar en la ley cuando los derechos más elementales son desconocidos? La contracara de este problema es la debilidad de nuestros sistemas judiciales, que son los encargados de hacer que se cumplan las leyes. Es que los sistemas judiciales de América Latina, que responden históricamente a la “justicia del rey” trasladada por españoles, portugueses y franceses y ratificada por centurias, funcional a los intereses coloniales y a la concentración del poder, no fue pensada para que hiciera cumplir la ley. Así, a lo largo de nuestra historia, los jueces fueron manipulados por el caudillo de turno y los tribunales superiores se cansaron de avalar dictaduras militares. Ocurrieron matanzas, golpes de estado, alzamientos, se entregaron nuestras riquezas a empresas extranjeras, se usurparon tierras, se desaparecieron ciudadanos y el Poder Judicial, en general, se mantuvo al margen, entretenido en tramitar expedientes, en una crueldad convertida en rutina que mantuvo siempre a los pobres en la cárcel. Hoy, ya entrado el siglo XXI, nos encontramos todavía con una administración de justicia débil, poco dispuesta a construir su fortaleza y, como siempre, preocupada en defender sus privilegios. La histórica injusticia de las sociedades latinoamericanas nos lleva a ser impacientes a la hora de pretender disolver la tensión entre la proclama de los Derechos Humanos y el sistema democrático, por un lado, y la realidad de la exclusión social que desampara a grandes segmentos de nuestras sociedades, por el otro. Pero no siempre debemos hacer una lectura negativa de esa impaciencia porque ella es el resultado de la solidaridad y la sensibilidad por el dolor ajeno. Una política que no se nutre de esa impaciencia se convierte en mera administración de lo que existe, le falta la capacidad de transformar la realidad. Definir la política como “el arte de lo posible” es descalificarla por conservadora. La política es el arte de imaginar sociedades mejores y volverlas posibles. La profundización de la democracia nos da la oportunidad de no ser violentos en la tarea. Nos da la oportunidad de administrar la impaciencia. Se ha vuelto muy cómodo ser demócrata y eso es un signo de superficialización de la democracia. Quizá comience una época en la que ser demócrata en América Latina no sea cómodo. Quizá sea hora de recordarle a la democracia sus promesas elementales y que ello irrite y moleste al “poder del rey”. (*) Abogada. Miembro de la comisión directiva de Inecip

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