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» Diario Cordoba
Fecha: 19/03/2025 10:11
Ilustración / Elisa Martínez Convertir la vida de un ser humano en el campo de batalla de una guerra que no es la suya. Pienso en Noelia, la joven catalana de 24 años que quedó parapléjica completa tras un intento de suicidio fallido. Se le concedió la eutanasia porque cumplía con los condicionantes que establece la ley española. Pero luego ha tenido que volver a pelear ante un tribunal por mantener la determinación autónoma de morir que expresó y sigue expresando, contra el criterio de su padre que la recurrió, respaldado por una asociación ultraconservadora que persigue su propio interés: imponer una determinada ideología a costa de quien sea. La justicia ha vuelto a dar la razón a Noelia. Aunque creo que se ha equivocado, puedo entender al progenitor. No resulta nada fácil acatar la voluntad de un ser querido que desea irse. Hacerlo representa el mayor acto de amor que quepa imaginar. Conocí a una de las primeras personas que se acogieron a la ley de la muerte digna que entró en vigor en nuestro país en junio de 2021. Adorada madre, abuela, tía, amiga. Llevaba años postrada con una enfermedad incurable, un tormento físico y mental para una mujer que era una fuerza de la naturaleza. Una matriarca sabia que jamás eludió tomar decisiones, que vivió siguiendo su propia brújula, doblegándose lo justo a las estrechas normas de la época que le tocó. Elegante en la forma y en el fondo. Cercana, cariñosa, disfrutona, luminosa. Una jefa y un puntal de su familia. Tan poderosa que su cuerpo le proporcionó un tiempo de descuento que ella no había pedido; un tiempo con dolor, no precisamente el horizonte tranquilo que merecía. Meses antes de que se aprobase la norma comunicó a sus hijos la decisión que había tomado, muy meditada. Iba a solicitar la eutanasia, no deseaba seguir viviendo así. Había tenido una existencia maravillosa, pero ya no. Estaba agotada. Ni permiso, ni perdón, pidió compañía. Qué difícil les resultó aceptar su voluntad por encima de la propia, entender que se trataba de ella y no de ellos. Tenían que dejarla ir, le debían respeto hasta el final. Con dolor de corazón, se conformaron. Como una piña, la familia la escoltó en los trámites necesarios para acogerse al derecho a morir dignamente, que no son pocos ni triviales. Fueron meses de entrevistas, diagnósticos, informes. Le explicaron punto por punto todo lo que vendría si mantenía su decisión hasta el final. Cuando el comité médico que evalúa cada expediente le concedió el sí estuvo contenta por divisar la línea de meta tal y como había deseado. Pactó una fecha con los facultativos. Y se dio el tiempo necesario para despedirse de todos los que la querían, sin dramas pero con toda la emoción y el dolor, deseándoles salud y una vida tan buena como la que ella agotaba. Largas conversaciones, tiempo de calidad. Compartió con los suyos sus platos favoritos y las sobremesas que le permitía la salud. Repasó su biografía, puso todos sus asuntos en orden, sonriendo y mirando a lo ojos a los que iban a quedarse. Dijo todo lo que tenía que decir. Fue duro, fue bello, hizo falta valentía. El día elegido para su marcha no quiso ningún tipo de rito, ni ceremonia, prefirió que el final fuese un acto médico sencillo, íntimo y rápido, cerca de los suyos. Dueña de sí misma hasta el momento de colocar el punto final. Sus últimas palabras en esta tierra fueron «gracias, doctor».
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