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Usuhahia » Diario Prensa
Fecha: 18/03/2025 05:07
A mediados del siglo XIX, los hospitales no gozaban de la mejor fama. Eran tantos los muertos en sus instalaciones que la gente los llamaba Casas de la Peste o Casas de la Muerte. Uno de los médicos más prestigiosos de los Estados Unidos en esos años, Louis Grossman, les enseñaba a sus alumnos algunas normas de antisepsia, pero aclaraba que, para él, todas esas cosas no servían para nada. Los cirujanos de ese tiempo solían, antes de entrar a los precarios quirófanos, afilar sus bisturíes contra la suela de sus zapatos, práctica que imitaban de los peluqueros. En esa época, las mujeres que daban a luz tenían una alta tasa de mortalidad. Esa tasa se triplicaba si el parto tenía lugar en un hospital y no en la casa. La causa era lo que los facultativos llamaban fiebres puerperales. Un médico de Budapest que trabajaba en Viena observó esa circunstancia y, luego de estudiar el ambiente durante meses, llegó a la conclusión de que eso se debía a que los médicos y estudiantes de medicina pasaban de analizar las tripas de los cadáveres a la mesa de partos, y que la causa de la muerte se encontraba en las partículas de tejidos necrosados que llevaban con ellos. No lo escucharon las primeras veces que insistió con el tema, hasta que uno de sus colegas, en medio de una autopsia, se cortó accidentalmente con el bisturí y, al poco tiempo, murió con un cuadro muy similar al de las parturientas. Así, el médico húngaro Ignaz Semmelweis obligó a instalar fuera de la sala un receptáculo con agua y jabón para que se lavaran las manos. También indicó ponerle al agua una sustancia clorada. Al principio, Semmelweis fue tratado como un loco, un excéntrico que quería hacerse notar, pero casi de inmediato empezaron a verse los resultados. Los números se invirtieron y, para 1860, en Budapest, era más seguro tener un hijo en un hospital. Casi el 20 % de las parturientas no podía superar el parto hasta que la intervención de Semmelweis bajó ese número a un 2 %. Sin embargo, Semmelweis, que con solo la incorporación del agua y del jabón pudo haber revolucionado la medicina moderna, no fue reconocido en su tiempo, y su hallazgo fue abandonado con demasiada velocidad. Uno de los pilares de su teoría era que los pacientes que recibían más visitas de médicos y estudiantes tenían más riesgo. Y eso, naturalmente, no cayó nada bien entre sus colegas. Lo que el húngaro hizo fue ir contra el pensamiento de su época, y eso fue demasiado para su descubrimiento, simple pero a la vez revolucionario. Los escasos conocimientos y las creencias sostenían que las infecciones luego del parto se debían a las miasmas, un conglomerado de circunstancias ambientales, médicas y hasta cósmicas. Y no a que existían microorganismos microscópicos causantes de enfermedades, y mucho menos que los médicos eran sucios y los transmitían por intermedio de sus propias manos. La mención de esa posibilidad resultó insultante para sus colegas. El pobre médico húngaro murió al poco tiempo a raíz de sus investigaciones. Ya había sido raleado por la comunidad científica. En medio de un experimento, se inyectó tejido de una necropsia tratando de demostrar su teoría. Una infección generalizada lo terminó matando. Aunque hay otra versión: debido a la falta de reconocimiento, el doctor enloqueció y, una mañana, enajenado, ingresó en medio de una autopsia y escarbó con sus manos en el cadáver que estaba siendo estudiado, lo que llevó a que terminara en un manicomio. En ambas historias el final es el mismo: semanas después, una infección generalizada ponía fin a su vida. Este hombre, reconocido por la comunidad científica en forma póstuma, tuvo mala suerte hasta con quien se dedicó a enaltecer su figura. Un joven médico francés, cerca de 1925, lo eligió como tema de su tesis doctoral. Ese material se convirtió en el primer libro de Louis Ferdinand Céline, escritor genial, autor de Viaje al fin de la noche y consumado nazi, que fue denostado durante décadas. Pero, en simultáneo a Semmelweis, un médico tuvo una intuición similar en Estados Unidos. Oliver Wendell Holmes, sin conocer al húngaro, propició la importancia de la higiene en el ámbito sanitario. Sin embargo, su prédica no tuvo demasiados seguidores. Wendell Holmes se convirtió, con los años, en un reconocido poeta. Poco después de estos pioneros, un inglés, John Lister, en 1877, hizo la primera intervención irrigando con unos aspersores la zona quirúrgica. Pero también obligaba a lavarse las manos con dedicación a todos los que ingresaban al quirófano. De esta manera, quedó instalado como el introductor de la asepsia en la medicina moderna. La revolución llegó con el agua y el jabón. La higiene no era un valor que la medicina de fines del siglo XIX tuviera demasiado en cuenta. En una famosa conferencia en la Academia de Medicina de Francia, Louis Pasteur abogó por el lavado de manos. “Lo que mata a las mujeres de fiebre de parto son ustedes, los doctores, que llevan microbios mortales de una mujer enferma a otra sana. Si yo tuviera el honor de ser un cirujano, me lavaría mis manos con el mayor cuidado”, dijo Pasteur. Todavía había muchos que no estaban convencidos. Aunque los principios científicos evolucionaban y se hacían más precisos y sofisticados, existían quienes no podían entender cómo la muerte podía habitar en las manos de los médicos, aquellos que se dedicaban a combatirla. Pero no era una cuestión de creencias ni de buena voluntad, sino de falta de agua y jabón. Existía también una razón práctica para esa resistencia al lavado de manos: los hospitales no tenían lavatorios cerca de los quirófanos o salas de internación. Había que trasladarse mucho para acceder a un lugar con agua. Esa misión, en invierno, se convertía en una especie de odisea. Otra figura que contribuyó decididamente a que el lavado de manos y la higiene se instalaran como una necesidad fue Florence Nightingale, la precursora de la enfermería moderna, con decisiva participación en la atención de los heridos en la Guerra de Crimea. Robert Koch descubrió el bacilo de la tuberculosis y el del cólera. A partir de ese momento, la ciencia conoció los gérmenes y las bacterias, y la necesidad de imponer normas de higiene se convirtió en una ley. De esa manera, se fundó la bacteriología moderna. A partir de entonces, la ciencia comprendió los gérmenes y las bacterias, y la necesidad de imponer normas de higiene y parámetros sanitarios se convirtió en una ley para el mundo de la medicina, que iba dejando atrás creencias y supersticiones. La necesidad de lavarse las manos se instaló en la medicina y, de ahí, fue pasando a la vida cotidiana. En las primeras décadas del siglo XX, esa convicción —la necesidad de la higiene— también se instaló en la gente. De la medicina se derramó hacia la sociedad. En algún momento, la conciencia de la existencia de gérmenes hizo que la comida se vendiera envasada y que en los procesos alimentarios se tuviera en cuenta la higiene. Luego de la Segunda Guerra Mundial, con la aparición del estado de confort, los antibióticos y la proliferación de vacunas, se dejó de prestar atención al tema, y el hábito se fue perdiendo. Pero, paradójicamente, los avances científicos consiguieron hacer involucionar estas costumbres que ya estaban instaladas. La sociedad comenzó a sentirse invulnerable. Así que, a no olvidarse: ¡hay que lavarse las manos!
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