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  • París en llamas: cuando la revolución anarcosocialista gobernó la ciudad por sesenta días y la semana con casi 30.000 fusilados

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/03/2025 04:42

    Los comuneros, en plena defensa de una de sus barricadas Una revolución puede empezar en una esquina. O, al menos, terminar de empezar en una esquina. El 18 de marzo de 1871 la esquina en la que terminó de empezar una revolución fue en Montmartre, una de las zonas más elevadas de París. Fue apenas después del amanecer y tras meses convulsionados para Francia y para la Ciudad Luz. Pero el escenario estaba a punto de radicalizarse: esa mañana empezó la Comuna de París, un movimiento que el mismo Karl Marx iba a definir como “la primera dictadura del proletariado” mientras que Mijaíl Bakunin, uno de los grandes pensadores del primer anarquismo, aseguró que en realidad se trataba de un sistema mucho más cercano a la filosofía que él promovía. La Comuna iba a terminar apenas dos meses después de aquella mañana, con miles de muertos en las calles, en una ciudad que se había ensangrentado calle por calle. Pero para que ocurriera, la capital francesa tenía que estar en medio de una crisis de las grandes. Francia había perdido la guerra contra las fuerzas prusianas, una guerra que había empezado el gobierno imperial de Napoleón III, el sobrino del gran emperador. La derrota había sido arrasadora: Napoleón III tuvo que dimitir y se instaló en el país galo la Tercera República, cuya máxima autoridad sería Adolphe Tiers desde comienzos de 1871. Los comuneros tenían unos 400 cañones que habían usado durante la guerra franco-prusiana La victoria prusiana le había valido a ese imperio un tratado de paz firmado en Versalles demasiado desventajoso para Francia. O al menos así lo interpretaron los parisinos, que se habían armado incluso más allá de las fuerzas armadas formales para defender la ciudad: se había construido la Guardia Nacional, que para los primeros meses de 1871 contaba con 200.000 hombres en una ciudad habitada por 2 millones de personas. El canciller alemán, Otto Von Bismarck, custodiaba desde el mismísimo Palacio de Versalles que Francia cumpliera con todas las condiciones que había aceptado en su rendición. Una de ellas, la más simbólica, era que el ejército prusiano entraría a París para darla por ocupada. Ni los integrantes de la Guardia Nacional, ni miles de obreros que también habían defendido la ciudad durante los bombardeos de la guerra, ni sus familias estaban dispuestos a que París cayera, pero decidieron que no saldrían a resistir esa ocupación simbólica. Iban a recuperar la ciudad inmediatamente después de ese paso silencioso de los prusianos. Los integrantes de la Guardia Nacional no lo dudaron: iban a ponerse al frente de una ciudad a la que el gobierno francés, consideraban, había “renunciado” demasiado rápido. E iban a hacerlo aunque eso los enfrentara abiertamente con las autoridades nacionales, que se habían instalado en Versalles, dejando a la Ciudad Luz más lejos de su control. La Guardia Nacional empezó a dar muestras concretas de que se estaba organizando para formar un autogobierno y, desde Versalles, el gobierno de Thiers decidió interceder. En las primeras horas del 18 de marzo, el jefe del Poder Ejecutivo galo ordenó a sus tropas que secuestraran los cañones que la Guardia tenía en distintos depósitos de las zonas más altas de París. Se trataba, en muchos casos, de armas que los integrantes de esas fuerzas habían comprado con sus ingresos y la ayuda de otros ciudadanos que apoyaban la resistencia ante los prusianos. La rebelión de los soldados del Estado dio pie a la instalación de la Comuna, que se organizó barrio por barrio El tintineo de distintas campanas alertó a los parisinos. Con las mujeres al frente, los ciudadanos se interpusieron entre los soldados que respondían al gobierno nacional y los depósitos en los que almacenaban su armamento. La revolución terminó de empezar apenas después, cuando esos soldados desobedecieron a su general, que les había ordenado disparar a la multitud. Bajaron al general de su caballo y se unieron a la Guardia Nacional: la Comuna de París acababa de empezar. Dos meses cerca de la revolución La desobediencia de los soldados al gobierno central y su apoyo a la Guardia Nacional confirmó que era ese organismo el que ejercía el poder real en la capital francesa. Thiers ordenó a todos los empleados de la administración nacional que evacuaran la ciudad, y esa administración se trasladó a Versalles, ese centro neurálgico del poder francés en el que gobernaron reyes absolutos y también gobiernos no tan monárquicos, aunque siempre conservadores. Según estimó Thiers en sus memorias, unos 100.000 parisinos se trasladaron en esos días a la localidad en las afueras de la Ciudad Luz. La Guardia convocó inmediatamente a elecciones en las que participaron no sólo sus integrantes sino obreros y otros referentes de las ideas republicanas, socialistas e incluso hasta jacobinas de París. El nuevo gobierno estaba en marcha, conformado por obreros, integrantes de la Guardia, médicos, pequeños comerciantes, periodistas y políticos de las vertientes más radicales. El anuncio de medidas no tardaría en llegar. A través de “decretos revolucionarios”, la Comuna anunció que las fábricas que hubieran sido abandonadas por sus dueños podían ser gestionadas por sus trabajadores y que esos obreros pasarían a ser dueños de sus herramientas. Abolió la guillotina, creó guarderías para los hijos de las obreras, otorgó una pensión a las viudas y los hijos de los integrantes de la Guardia Nacional que hubieran muerto en combate, abolió el trabajo infantil, retrotrajo un aumento altísimo de los alquileres, canceló los intereses de las deudas y suspendió el trabajo durante toda la madrugada en las numerosas panaderías parisinas. Las iglesias debían prestar sus espacios para reuniones políticas. En la foto, la Catedral de Notre-Dame. REUTERS/Sarah Meyssonnier Fue por más: dispuso que las iglesias debían autorizar que durante las tardes se llevaran a cabo reuniones vinculadas al funcionamiento de la comuna y propuso la separación entre la Iglesia y el Estado, especialmente en relación a la educación de la población infantil. Dispuso que los niños recibieran los materiales necesarios para estudiar, creó orfanatos y otorgó ropa a los chicos que la necesitaran. El espíritu anticlerical era la amalgama que unía a ciudadanos de distinto grado de radicalización y de diferentes ideologías, todas en contra de la monarquía y de una república demasiado conservadora. La Comuna llegó a ejecutar al arzobispo de París, Georges Darboy, y entre sus rehenes los sacerdotes eran muy frecuentes. En medio de eso, las mujeres que participaban de la Comuna también jugaban un rol central. A veces, como enfermeras de los heridos de un enfrentamiento que crecería semana a semana. A veces, organizando y protagonizando barricadas. Y a veces, aunque de forma minoritaria, como ideólogas. Estas últimas fueron las que hicieron saber que querían una París más igualitaria, con mayor participación política, acceso a trabajos de mejor calidad y una infraestructura comunal que les otorgara más apoyo en las tareas de las que se ocupaban cotidianamente en sus casas. Apenas unos días después de que la Comuna tomara el poder, el 2 de abril, el gobierno central empezó a intentar recuperar la autoridad en París. Empezaron los bombardeos, que los comuneros resistían. Esos ataques no cesaron nunca, y se sumaron otros aún más agresivos. Hacia fines de mayo, la escalada de violencia sería imparable. Era el principio del fin de la Comuna de París, de la mano de la “semaine sanglante” (“semana sangrienta”). Una ciudad regada de sangre El gobierno encabezado por Thiers estaba decidido a poner fin a ese movimiento entre el socialismo y el anarquismo que había tomado por asalto la capital francesa. Desde principios de abril peleaban hombre a hombre para volver a ser la autoridad imperante en París. Pero el 21 de mayo las fuerzas del Poder Ejecutivo lograron forzar uno de los ingresos de la muralla que protegía a París y empezó la “semana sangrienta”. Durante la "Semana Sangrienta", el ejército fusilaba de a diez personas a la vez La resistencia de la Comuna peleaba contra ese oficialismo nacional calle a calle, pero la avanzada era feroz. Para ese entonces, a través de bombardeos, las fuerzas del ejército habían amedrentado y asesinado a muchos militantes del autogobierno. No accedían a ningún tipo de negociación porque sabían que su posición era más fuerte que la de la resistencia parisina. Sin embargo, la Comuna sacaba fuerza de donde parecía no tenerla y combatía. Tomaban a los soldados oficialistas como rehenes y, cada vez que el Gobierno ejecutaba a uno de los suyos, los comuneros fusilaban a tres de esos rehenes. La “semana sangrienta” fue sangrienta por la cantidad de muertos -se apilaban de a cientos en las calles- pero también por el daño feroz que sufrió la ciudad. Bajo la premisa de que, si se terminaba la Comuna, no se le debía dejar una París “sana” al gobierno tan resistido, los comuneros incendiaron edificios públicos de a decenas. También lo hicieron los soldados bajo el mando de Thiers, algunos mientras avanzaban en su reconquista y otros, incluso, para endilgarle esa destrucción a los integrantes de la Comuna. El daño fue gravísimo. El Palacio de las Tullerías, la residencia parisina de los monarcas, estuvo en llamas durante 48 horas después de que lo rociaran con combustible y aguarrás, además de la pólvora tirada en su patio. Conectada a ese palacio, la biblioteca Richelieu del Museo del Louvre quedó completamente destruida. El patrimonio del museo fue defendido por sus curadores y por brigadas de bomberos. Ardieron unos 200 edificios públicos Fue destrozado el Palacio de Justicia pero se salvó la Sainte Chapelle, una iglesia tan pequeña como hermosa, destinada también a los monarcas. Habían llegado a cubrirla con combustible pero no a encenderla. El Palacio d’Orsay, donde hoy funciona el museo homónimo y en ese momento estaba el Consejo de Estado, ardió. Casi arde Notre-Dame, que finalmente se salvó del fuego como la Sainte Chapelle, y ardieron también las oficinas en las que se atesoraba la documentación del Registro Civil de la ciudad. Por eso hasta el día de hoy puede ser difícil reconstruir ciertas genealogías de los habitantes parisinos. Los comuneros habían demolido también la columna de la Plaza Vendôme, coronada por una estatua de Napoleón. Ni la monarquía, ni el imperio, ni la república conservadora se salvaban del fuego y la destrucción. En total, según denunció el gobierno de Thiers tras recuperar la ciudad, unos 200 edificios públicos fueron destruidos en los incendios, que ocurrieron geográficamente en el mismo orden en el que el Estado nacional llevaba adelante su reconquista. Antes de que la Comuna tuviera que rendirse, una de las mujeres más activas en su funcionamiento político arengó a la multitud con una frase que quedó registrada por un corresponsal: “¡París será nuestro o no existirá jamás!”, dijo la anarquista Louise Michel. Era una batalla cuerpo a cuerpo, calle a calle, y a todo o nada. La estatua de Napoleón fue derribada por los comuneros El último foco de resistencia era defendido por un solo comunero. Cayó el 27 de mayo, y la Ciudad Luz fue enteramente reconquistada por el Poder Ejecutivo galo. Según las estimaciones oficiales, se produjeron unas 20.000 muertes de militantes de la Comuna durante la “semana sangrienta”, aunque las reconstrucciones posteriores de historiadores que se ocuparon del tema se acercaron a las 30.000 ejecuciones. Hubo 1.000 soldados del ejército muertos durante los enfrentamientos. París estaba destruida. Sus calles estaban bañadas en sangre. Hubo alrededor de 40.000 arrestos en los meses siguientes a la recuperación del poder por parte de Thiers y su gobierno. Algunos de esos detenidos fueron trasladados a campos de trabajo forzado, otros, deportados a Nueva Caledonia, un conjunto de islas francesas en Oceanía. En la ciudad se aplicó inmediatamente la Ley Marcial, que estuvo instaurada por cinco años. Thiers no dudó: había que exhibir los cadáveres de los rebeldes para “aleccionar” a quienes intentaran algo parecido a lo que habían hecho los comuneros durante dos meses. Las tropas habían fusilado de a diez ciudadanos a la vez, contra un paredón del Cementerio de Père-Lachaise que hasta hoy se conoce como “El Muro de los Comuneros”. “A los habitantes de París. El ejército francés ha venido a salvarlos. ¡París está liberada!”, hizo saber el mariscal que ejecutó al último comunero en pie. Ese programa laico, más centrado en los trabajadores, con mayor injerencia de las mujeres y una organización mucho más horizontal que la idea de que al rey lo designa algún dios había llegado a su fin con esas palabras que se difundieron enseguida en la Ciudad Luz. Pero la Comuna de París le había mostrado al mundo los primeros atisbos de esa forma de organizarse y convivir. Y eso no tendría vuelta atrás.

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