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» Diario Cordoba
Fecha: 17/03/2025 16:29
Sabe lo que va a pasar y sabe lo que tiene que hacer. Confirmada la hora, le da un beso a su hermana, otro a su sobrino, y se va sin mirar atrás. Recrearse en las despedidas es un fallo de principiantes, y ellas son veteranas. Pero el niño ni siquiera conoce el juego. Se inicia el distanciamiento y las mira alternativamente. Frustrado, empieza a gritar, a enrabietarse; sus ojos azules redondísimos se llenan de lágrimas gigantes, piden explicaciones. Si todo eran risas y diversión, ¿por qué ponerle punto final? No le entra en la cabeza. Le resulta inconcebible. Afortunadamente, se le pasará pronto el sofocón: su curiosidad en ebullición todavía eclipsa los contratiempos cotidianos. Aun así, tardará en acostumbrarse a esas escenas, que se repiten y se repetirán siempre. Todas las estaciones se parecen; las despedidas, también. Los adioses se encaran de otra manera a medida que se cumplen años. Con la adolescencia, aún se mantiene la esperanza del contacto; se piensa que es posible cargar con la mochila de todas las personas a las que queremos. Termina el campamento y llegan las promesas, los pactos; se acaba el amor de verano y se apura hasta el último segundo, se aguanta hasta el amanecer: se aprende entonces, con el rumor de las olas de fondo, lo que significan cinco minutos más. Pero el adiós vuelve a imponerse, insensible a tantas plegarias, a pesar de que uno se revuelva ante lo que considera una norma injusta. Con la madurez, las despedidas completan su proceso de doma. Se afronta con resignación lo inevitable. Este es el meollo de la vida: cómo desenvolverse ante la certeza del paso del tiempo, ante la sucesión de desapariciones. Y empieza a ejercitarse la contención; rebelarse ante la ruptura, ante lo lógico, se antoja irracional, indecoroso. El resquebrajamiento interior sigue siendo el mismo, pero nos abonamos al silencio. Al final, llega un momento en el que la muerte reviste inminencia. Algunos olvidan entonces los formalismos: se castiga con mal humor al que se va, se premian con dinero las visitas, y vuelven las lágrimas gigantes. El último adiós suele ser inesperado. Estaría bien congregar a todos los que un día formaron parte de nuestra vida y asentir satisfecho ante la disparidad, ante la evidencia de vida vivida; después, a la caja con una sonrisa irónica. Pero esos imposibles se circunscriben a la imaginación. Ante la incertidumbre, lo mejor es anticiparse, garantizarse un «que nos quiten lo bailao». Dentro de poco cambiaré de puesto de trabajo. Nos quedaremos con las risas. *Escritor
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