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Concordia » El Heraldo
Fecha: 16/03/2025 11:42
En casa de don David se reúne la peonada para recibir “la paga” correspondiente a la recolección de la cosecha de lino terminada el día anterior, con todas las bolsas acarreadas al galpón, desde donde habrá que llevarlas al pueblo, distante dos leguas, con el carro, y entregarlas al recibidor de la cooperativa para su posterior venta por intermedio de la misma. Los comentarios se suceden jocosos y el buen humor impera en esa reunión, luego de la tarea cumplida, bajo las casuarinas del patio del patrón, y cada uno de los peones comenta sus proyectos para el futuro. Uno se va a amansar un bagual, otro a arar para forrajes, un tercero tomará el acarreo de la leche de la colonia, así sucesivamente. El patrón les ofrece para refrescarse un poco de dulce casero, que su señora hiciera con frutas de su quinta, y agua fresca del molino, mientras ellos bajan la vista con timidez. Al cabo de varios desprecios, uno, el más corajudo, se manifiesta diciendo: “¿No tendría algo juerte, patrón?”, por lo que don David se puso a rebuscar en el aparador hasta que dió con una botella de coñac, por la mitad de contenido, sobrante sin duda de alguna reunión de invierno, de la que en su casa muy rara vez se hace uso, entregándosela con un: “¡Solamente tengo esto muchachos!” Grande fue el júbilo al divisar la botella y entre pullas y chanzas se fué terminando el rojizo líquido. “El dulce es pa´ las mujeres... Nos confundió con gurises el patrón... Se la tenía escondidita don Davi´...” Y así, con ese buen humor tan clásico de nuestro hombre de campo en esas ocasiones, se efectuó el pago por los distintos trabajos realizados. En eso llegó hasta allí un vecino de la colonia, don Jacobo, a pedir, por favor, que le “levanten” el lino del campo, pues la cosechadora contratada le avisó que no podía venir existiendo el temor de perderlo todo pues estaba muy maduro y por la radio se anunciaba “tiempo inestable”. Ofrecía sus caballos, si hiciera falta, pero... ¡Por favor! que fueran. Allí mismo se ofreció a la peonada la nueva changa y se convino en que al otro día bien temprano se iría con la cosechadora, una pesada Massey Harris Nº 9, tirada por dos hileras de seis caballos a su chacra distante 8 kilómetros de la casa de don David. A todo esto, el mayorcito de los dos hijos del dueño de la cosechadora, que a la sazón contaba con 11 años de edad -la segunda era una nena- miraba con gran expectación todo lo que sucedía, deseando intervenir apasionadamente, siendo su mayor aspiración ser bolsero algún día en una cosechadora, disfrutaba subir a la plataforma a dar una vuelta y ver cómo salían a chorros los granos cosechados, más limpios, menos limpios, sucios, de las bocas del cernidor que parecía el cuerno de la fortuna, vomitando lo que a través de tantos sacrificios y desvelos, inquietudes y miradas anhelantes al cielo, se obtenía, y el hábil bolsero recogía. Esa noche, antes de cenar, don David le propone a su “hombrecito”, que con insistencia le pide lo lleve también al otro día, una tarea, a efectos de que su viaje no carezca de responsabilidades. “Si tanto querés ir, te llevo, pero tendrás que hacer de cocinero”. La propuesta era tentadora, aunque no muy digna de un “hombre”, además, nunca lo había hecho, por lo que, luego de mucho cavilar durante la cena, al final se decide y se pronuncia: “Bueno papá, acepto, voy a ir”. Don David, con su paciencia tan personal y su bohonomía, le explica que él cuando era chico lo hizo con su padre, al igual que preparar el mate cocido para la tarde, que, si bien no es difícil, hay que saber hacerlo. Quedó pues todo concertado, y doña Raquel, su mamá, le preparó todos los elementos para llevar: olla de aluminio, platos, cucharas, tenedores, cuchillos, galletas, además de la carne, papas y demás verduras. Su hijo, que tomó tan tremenda responsabilidad que era cocinar para seis personas, le pide, muy nervioso, que le dé anotado en un papelito como proceder y las distintas horas en que debe echarse en la olla, la carne primero, las papas, el zapallo y demás. Doña Raquel encuentra los ojos de su esposo y sonríen, y tomando lápiz y papel anota: A las diez echar la carne a la olla previo lavado, pelar las papas y a las once echarlas también, etc. Muy satisfecho con su papelito y muy serio, va dejando todas juntas sus herramientas para el día siguiente; esa noche casi no pudo dormir por la “responsabilidad” del otro día. A primera hora estaba levantado, vistiendo sus bombachas y alpargatas fue a agarrar su petiza malacara para emprender el camino, lo que luego de tomar la leche se hizo, con la cosechadora, antes de que amanezca, por el aire fresco de esa hora, y se inició la marcha, cortando campos a fin de acortar camino, para lo que hubo que abrir algunos alambrados, y se llegó en lenta marcha al campo de don Jacobo para comenzar la trilla justo cuando el sol comenzaba a calentar y “levantaba” el rocío. Nuestro jovencito se acercó a la casa del dueño del campo, y debajo de un paraisal, detrás del galpón grande, se instaló con sus bagajes, dando comienzo a la tarea de prender el fuego para preparar su puchero. Segunda tarea fue la de buscar tres piedras grandes -recomendación de su papá- más o menos parejas, sobre las cuales apoyar la olla para cocinar. Una vez acomodadas, juntó agua en la olla de la bomba del patio y la colocó sobre el fuego con toda parsimonia calculando el equilibrio y arrimando unos marlos que encontró al fuego, yendo luego a preguntar la hora a la señora de don Jacobo, doña Berta, pues según la anotación de su mamá, rezaba que a las 10 debía poner la carne. Eran las nueve. A los 20 minutos más o menos fue nuevamente a preguntar la hora, temiendo excederse en el plan establecido, y ante la mirada inquisidoramente risueña de su anfitriona, le explicó con mucha seriedad que era por el puchero y que no debía excederse de las l0 horas. La señora le prometió avisarle a tiempo, por lo que regresó tranquilo. Pero al poco rato comenzó a ponerse nervioso. ¿Cómo es que no le avisaba? ¿Y si se hubiere olvidado? Además, si se iba a preguntarle nuevamente, tenía miedo por un perro que pareciera hubiese olfateado la comida y comenzaba a rondar su campamento, echándose a mirarlo desde un par de metros muy fijamente apoyando su cabeza sobre sus manos estiradas. Por fin oye un grito: “¡Son las diez!” De inmediato va a colocar la carne, pero comprueba que media olla de agua se evaporó de tanto hervir y la olla de negra que está y el vapor casi ni se distingue y como está muy caliente la manija hay que traer agua en otro recipiente para agregar, cosa que hace. Igual proceder para las once horas: las idas y venidas a lo de doña Berta hasta que llegó el momento de poner las papas que había pelado y demás verduras. Con una espumadera medio cachada en su enlozado saca muy seriamente la espuma que se forma al hervir y prueba con un tenedor si de “ablandan” los ingredientes, comprobando que sí y piensa que se parece “igual al que hace mamá”... Llegada la hora del almuerzo, acuden sudorosos los trabajadores entre los que está su papá, al que mira muy orgulloso, diciéndole: “Mirá... ¿qué te parece?, obteniendo como respuesta: “Vamos a ver... cuando lo probemos, te digo” Luego de lavarse y refrescarse en la bomba, dejando derramarse el agua sobre sus cabezas mojadas de transpiración, todos se sientan en rueda. En sus platos el cocinero, ceremoniosamente, va depositando trozos de carne, papa, zapallo, los que reciben comentarios muy elogiosos, pues ofrecen un aspecto muy prometedor al gusto. Y parece que su vanidad y su orgullo lo van a ahogar, pues de satisfacción se le hace un nudo en la garganta y su corazoncito acelera sus latidos. ¡Su primer puchero y todo un éxito! Luego se sirve su porción y se sienta a la rueda, comprobando que todos se miran unos a otros, alguno menea la cabeza, otro frunce la nariz, otro lo huele a ese “su primer puchero”, hasta que, comprobando su palidez y con una sonrisa contenida, don David le pregunta: “Decime... ¿le echaste sal a esto?” ¿Sal?... ¿Había que echarle sal? No... Mamá no me anotó nada de la sal.... Y ante un par de inocentes y defraudados ojos cuajados de lagrimones que no pudieron ser contenidos, don David fue a pedirle un poco de sal a doña Berta para poder comer el puchero.
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