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» El litoral Corrientes
Fecha: 10/03/2025 05:15
Que sucedió, sucedió, en mi barrio de arrabales, zanjas, sapos, calles de tierra, casas de pobres facturas con pocas excepciones. Un hombre trabajador venido de la lejana Italia después de la Primera Guerra Mundial, herido en una pierna que lo dejó rengo, se instaló en calle Brasil entre Rivadavia y Moreno a cincuenta metros de Villa Basura. La casa de alto desentonaba en la perspectiva de casas bajas, enanas diría yo, era constructor de profesión el inmigrante trabajador. Por el costado dejó un pasillo lateral con los terrenos vecinos y se conectaba con el pulmón de manzana, en ella existía una laguna, entre yuyos, arbustos y árboles se salía a la calle Moreno, extenso inmueble que a veces albergaba una huerta de verduras. Tuvo dos hijas de su matrimonio, una morocha la otra rubia, ambas hermosas mujeres. La primera tuvo dos hijos un varón y una mujer Carlos y Nena, la segunda soltera, temeraria, primera aviadora correntina, estudió medicina obteniendo su título, dulce mujer, risueña y bondadosa. Comenzó a trabajar en el Hospital Santa Rita de la ciudad de Corrientes, donación de doña Juana Francisca Cabral como es sabido. Hacia el lado Oeste se levanta la Iglesia de Santa Rita de Casia. En el nosocomio las monjas católicas llevaban la batuta, los directores salvo excepciones dejaban en manos de ellas la responsabilidad que le cabía a ellos. En la iglesia apareció un sacerdote alto, de rostro adusto, serio absoluto. Que el hombre era culto lo probaron después los hechos, doctor en Filosofía, Psicología además de los obligatorios cánones cristianos. El clérigo acompañado por las servidoras de Dios recorría el hospital, no sabemos si para confortar o asustar a las internadas, nunca lo sabremos. El caso es que Ida, así se llamaba la hija del inmigrante, rubia como el sol, de ojos claros brillantes como el cielo, se cruzaba con el presbítero en muchas ocasiones, como quien no quiere la cosa, ya sea en los pasillos, salas o consultorios. El sacerdote se llamaba Alarcón no sé cuánto, las monjas pronto advirtieron que la nueva médico se confesaba más frecuentemente que los demás, sumado a ello las conversaciones con el ministro de Dios en público, asiduamente. El caso es que un buen día la médica enfermó y debió guardar cama en su casa de la calle Brasil varios días. Nosotros, los chicos y chicas del barrio, en vacaciones, desde diciembre a marzo ocupábamos la platea, palcos más otros lugares disponibles de observación, aun jugando al fútbol en el potrero de la esquina de Brasil y Rivadavia; el infaltable era un muchacho mayor llamado Tono, hombre asiduo al tinto como ninguno. En el barrio, el paso erguido, solemne, serio y formal del cura hacia la casa de nuestra vecina, pronto llamó la atención. Tono, con su gracia irrespetuosa le chantaba, -Adiós padre-. El hombre sorprendido saludaba sacándose el sombrero negro como sus pensamientos, hacía un gesto de bendición al grupo de herejes esquineros de barro y bosta. Mi padre, un hombre experto en sabiduría antigua, fue en varias oportunidades a tomarle la medida al dueño de la casa, el italiano, coincidiendo con la presencia del ilustre visitante, al cual observaba con suspicacia. El dignísimo prelado tomaba la mano de la enferma como un acto de confortación. Al volver a casa para la cena el Negro, mi padre, de pronto expresó: -vamos a tener escándalo en el barrio Matilde. Mi madre sabia lectora de circunstancias interrogó: -¿por qué? Mi padre contestó: -demasiada piedad tiene el padrecito, no va a aguantar la visión de los senos expuestos del médico, se va ir al carajo su celibato-. Nosotros reímos porque sabíamos a qué se refería, pues sus enseñanzas eran laicas profundas, poco roce con los hombres de Dios o del Diablo, mantener la distancia. Mi madre en tono jocoso le respondió: -sos mal pensado, emitiendo una risita cómplice. Pasaron solo dos meses, cuando a la mañana apareció de pronto doña Esperanza en la portada de nuestra casa, -doña Matilde-, gritó: -voy- contestó mamá. -¿Se enteró comadre?- expresó la visitante. -¿Qué?- preguntó Matilde. -El escándalo comadre, le pillaron a nuestra doctora en plena iglesia Santa Irrita (Rita), haciendo el amor con el cura Alarcón… Al volver papá a casa, mamá corrió a darle la noticia. Papá sonriendo con cariño, como siempre se dirigía a mi madre, le relató que él sabía de la relación por sus amigos Romilio y Armando, médicos jefes del nosocomio, correligionarios de boina blanca. Al poco tiempo boda a las apuradas en el barrio, por supuesto sin participación alguna de los herejes y crotos (pobres, porihajú). Ida y Alarcón se casaban previa colgadura de sotana, había que apagar el fuego que se desató en la ciudad toda, especialmente los del centro que no perdonaban tamaña osadía, a nosotros nos daba igual. A partir de entonces el ex clérigo se dirigía a su casa y el caú de Tono le gritaba -adiós padre-, el aludido montado en un cólera mayor, sin perder la compostura contestaba -ex cura, ex cura, ahora doctor en filosofía-. Tono, no claudicando, asentía, -si padre, doctor en filosofía-. Como ocurre en estos casos, afirmaba mi padre, demasiado premio para quien no tiene arte, la médico Ida se cansó del circunspecto marido que pretendía mantener prudencia en el sexo, para no caer en concupiscencia ndayé. Así que en menos de un año el cura perdió la sotana y la dama. Se volvió más osco, delirante, extático no se rendía, volvía reiteradamente a mendigar amor a su amada, ella,liberada de la oscuridad eterna de su candidato, con delicadeza lo despachaba a vender tortas fritas, chipacueritos (torta correntina de harina y grasa frita) él se retiraba farfullando cosas ininteligibles. Yo crecí, me recibí de abogado, quedé en el barrio; en la humilde pared de mi casa lucía la placa de bronce que mis padres me regalaron con mucho esfuerzo, la mantengo en mi despacho actual. Al ex sacerdote lo veía con frecuencia, me saludaba con un -hola Enrique-. Una vez me paró en la vereda de tribunales de Salta y Pellegrini, descargó su pena profunda, broncas y centellas, maldiciones impropias, fruto de una mente extraviada, invocación de santos, diablos a cada rato. Me despedí aduciendo que tenía una audiencia urgente. Sus escritos en los diarios revelaban un problema psicológico notable, algún palo comí de paso por defender a mi vecina, era cruel buscando chivos expiatorios por su destino infeliz, sólo y únicamente él fue el constructor de su destino, ni cura ni marido, nada. Pasaron los años, la muerte se llevó a los protagonistas de esta narración, quedó el barrio sólo con mejoras como el asfalto, cloacas, etc. Se preguntarán qué fue de este hombre marcado por el infortunio de su inconducta, yo también lo hice. Los viejos vecinos y algunos nuevos que no saben la historia de la desdicha, dicen que un hombre alto, adusto con sombrero negro, pasa y se para frente a la antigua casa de la médica, se arrodilla ante ella en posición de rezar para luego desaparece en la nada. Es el espectro del sacerdote que colgó la sotana por el sortilegio del amor, pero no pudo colgar la formación anacrónica que lo mutiló, su espíritu nunca tuvo paz porque murió mal y deseó el mal a muchos. Es probable dice un conocido curandero que conozco,que posiblemente entregara su alma al diablo, con el fin de reconquistar su amor, por eso no puede pasar al otro portal o barrio de los difuntos en paz. Todo puede ser en el mundo de lo desconocido.
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