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  • Violencia discursiva: intimidad, medios y política

    Gualeguay » Debate Pregon

    Fecha: 09/03/2025 16:00

    Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha comprendido su poder. Los discursos han levantado imperios y los han derribado, han provocado injusticias y han devuelto esperanzas. Hoy, en una era donde la palabra se multiplica en pantallas y ecos digitales, su impacto es inmediato, avasallante. ¿Qué sucede cuando la palabra se vuelve un arma? ¿Cuándo un discurso se transforma en violencia? El lenguaje como alfarero de la realidad. Judith Butler, en su libro “Lenguaje, poder e identidad” (1997), sostiene que las palabras no solo describen el mundo, sino que lo moldean. No son neutrales ni estériles. Son actos en sí mismas. Un insulto no es solo una palabra: es una herida abierta, un golpe invisible que cala en la piel de quien lo recibe. Una difamación no es solo una opinión: es un peso que se adhiere a la identidad de la víctima y la redefine ante los ojos del mundo. Deborah Tannen, en “Tú no me entiendes” (1990), nos recuerda que el lenguaje no solo comunica, sino que organiza nuestras relaciones. En cada frase, en cada entonación, se filtra una forma de ver el mundo, una manera de distribuir poder. Los discursos no solo expresan, también imponen jerarquías, silencian voces o, por el contrario, abren senderos de diálogo. Las palabras son, entonces, territorio de disputa. Y en esa batalla diaria por el sentido, algunos eligen usarlas para construir, mientras otros las afilan hasta volverlas dagas. El discurso como herramienta de violencia. En la era digital, donde cada opinión se amplifica con la fuerza de un torrente, el poder de la palabra ha alcanzado un nuevo umbral. Un streamer, desde la comodidad de su programa, puede exponer la intimidad de otra persona con la impunidad que otorga una pantalla. Un periodista amarillista puede modelar la realidad a su antojo, vistiendo de verdad lo que no es más que espectáculo. Un político puede reducir el debate a la burla y convertir la discrepancia en una sentencia de ostracismo. Pierre Bourdieu, en “Sobre la televisión” (1996), advertía que el lenguaje mediático no es un reflejo del mundo, sino un dispositivo que lo ordena y lo manipula. Cuando los medios abrazan el sensacionalismo, la verdad se vuelve un artificio maleable. La agresión se normaliza, la desinformación se convierte en moneda corriente y la violencia simbólica deja de ser invisible para volverse parte del paisaje cotidiano. A nivel político, la degradación del discurso público no es un accidente: es una estrategia. Funciona como un mecanismo de disciplinamiento, un modo de señalar enemigos y dividir la sociedad en trincheras irreconciliables. La filósofa argentina Leonor Arfuch, en “El espacio biográfico” (2002), plantea que el relato que se impone sobre una persona o un grupo puede convertirse en una prisión discursiva. Quien es etiquetado desde el poder difícilmente escape de esa narrativa, porque el lenguaje tiene la capacidad de fijar destinos, de convertir una acusación en un estigma imborrable. Las heridas que deja la palabra. Pero las palabras no mueren en el instante en que se pronuncian. Se adhieren a la piel, se instalan en la memoria, perforan la autoestima de quien las recibe. Un discurso agresivo no se disuelve con el paso del tiempo: se acumula, se multiplica, se convierte en una carga que la víctima lleva consigo, incluso cuando la conversación ha cambiado de tema. La violencia verbal precede y alimenta otras formas de violencia. La historia ha demostrado que antes de cada genocidio hubo discursos que deshumanizaron al enemigo. Antes de cada acto de represión hubo palabras que justificaron el atropello. Antes de cada linchamiento mediático hubo voces que señalaron a la víctima y le negaron el derecho a defenderse. Sin embargo, así como la palabra puede ser filo, también puede ser abrigo. Puede reparar, puede restaurar. Un discurso puede oprimir, pero también puede liberar. La clave está en la responsabilidad con la que la usamos, en la conciencia de su alcance y en la ética de su empleo. El desafío de una palabra responsable. No podemos escapar del lenguaje, pero sí podemos decidir cómo lo habitamos. En un mundo donde la comunicación se ha vuelto instantánea y omnipresente, la reflexión sobre la palabra es más urgente que nunca. ¿Cómo dialogamos? ¿Cómo argumentamos? ¿Cómo nos enfrentamos al disenso sin convertirlo en guerra? Butler nos recuerda que las palabras pueden abrir nuevas posibilidades de existencia. Elegirlas con cuidado, utilizarlas con respeto, implica un acto de resistencia contra la lógica del odio y la manipulación. En tiempos donde el ruido es ensordecedor, la palabra pensada, pausada y ética es un gesto de valentía. Porque al final, la historia no la escriben solo los hechos. La escriben, sobre todo, las palabras con las que los narramos. Julián Lazo Stegeman

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