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» Diario Cordoba
Fecha: 09/03/2025 15:24
Desde mediados del siglo XIX los textos de John Muir o los de Henry David Thoreau fueron moldeando el creciente sentimiento de que la naturaleza es hermosa por sí misma, y que esa hermosura debe ser conservada como patrimonio de todos. Al mismo tiempo fueron grandes defensores de la soledad como una manera contemplativa de insertarse en la naturaleza, tal como la entienden hoy día muchos naturalistas. Lejos de Norteamérica, en la sierra de Córdoba y en pleno siglo XVI, un fraile también se extasiaba en la contemplación de los seres vivos, enfatizando la naturaleza como señal inequívoca de la existencia de Dios. En el monasterio de Santo Domingo de Scala Coeli, entre 1534 y 1545, vivió Fray Luis de Granada, el más significado escritor naturalista de toda la literatura española, por sus sensibles y atinadas descripciones de las más diversas manifestaciones de la naturaleza, que nada tienen que envidiar a los textos de los dos naturalistas anteriormente mencionados. Es precisamente en ese santuario donde escribe su obra Libro de la oración y meditación. Unos años después de abandonar el monasterio de Santo Domingo, concretamente entre 1583 y 1585, y seguramente influido por lo que allí vivió y sintió, Fray Luis de Granada escribió Introducción al símbolo de la Fe, donde describe plantas, flores, frutas y animales con amor, ternura y regocijo, demorándose en las peculiaridades de las distintas formas de vida. La tradición cuenta que el fraile naturalista se retiraba a meditar a la vera de un arroyo cerca del monasterio, en soledad, como hacía Thoreau en el lago Walden, y su sensibilidad exquisita le llevaría a escribir delicados versos: «¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido!»; «Despiértenme las aves con su cantar sabroso no aprendido, no los cuidados graves de que es siempre seguido el que al ajeno arbitrio está atenido»; o «Del monte en la ladera por mi mano plantado tengo un huerto, que con la primavera de bella flor cubierto ya muestra en esperanza el fruto cierto». Un documento excepcional Poco antes de llegar al santuario de Santo Domingo, a la derecha de una curva de la carretera de acceso, cerca de un restaurante, se encuentra el monumento a fray Luis de Granada, que consiste en una columna cuadrangular de ladrillo que sostiene un poste cilíndrico, rematado por una cruz de hierro. En uno de los azulejos que adornan los laterales se puede leer: «En esta solana el R.P. Maestro Fray Luis de Granada de la Orden de los Predicadores se retiraba para orar y escribir». Es difícil saber cómo era ese lugar en el siglo XVI, pero una imagen aproximada - al menos todavía el monasterio no estaba cercado por urbanizaciones como hoy día- la podemos encontrar en un documento excepcional: Rafael Romero Barros, padre de Julio Romero de Torres, pintó ese paraje en 1872, donde se aprecia el monumento, el viejo camino que llevaba al monasterio y, al fondo, el Valle del Guadalquivir y la Campiña. El pintor introduce algún motivo adicional, como un pastor con sus ovejas. Este cuadro se custodia en el Museo de Bellas Artes de nuestra ciudad, aunque actualmente no está expuesto al público. Sentado en una de las piedras que rodean el monumento de Fray Luis de Granada trato de imaginar que vería, escucharía u olería el religioso cuando allí meditaba. «¡Cuántas músicas de aves para el sentido de oír! ¡Cuántas especies aromáticas para el del oler! ¡Cuánta infinidad de sabores para el de gustar!»… «¿Qué retablo más grande, más vistoso y más hermoso que este mundo? ¿Qué colores más vivos y agradables que los de los prados y árboles de la primavera? ¿Qué figuras más primas que las de las flores, y aves, y rosas?» Golondrinas en el fondo de los lagos A mi alrededor hay acebuches, adelfas, aulagas, gamones, lentiscos, esparragueras y jaras pringosas. Pasan volando las primeras golondrinas del año, a las que tanta devoción mostró Fray Luis en sus escritos. Hasta fechas relativamente recientes se pensaba que las golondrinas pasaban el invierno hibernando en el fondo de los lagos, así lo afirmaba Aristóteles y erróneamente corroboró nada menos que el gran científico y naturalista sueco Carlos Linneo en su obra Migrationes Avium, escrita es 1757. Es evidente que «el padre de la taxonomía» no había leído a Fray Luis de Granada, que casi dos siglos antes había escrito: «Las golondrinas y otras muchas aves van a tener los inviernos en África, por ser tierra caliente, y los veranos en España, que es más templada». El biólogo Miguel Delibes de Castro nos cuenta en su libro Gracias a la vida que en 1887 el botánico alemán Albert B. Frank acuñó el término simbiosis al referirse a los líquenes como una asociación entre un alga y un hongo, y que estos organismos, y con ellos la mera idea de cooperación entre seres distintos, constituyeron toda una revolución en el pensamiento biológico y social en los albores del siglo XX; pero trescientos años antes Fray Luis ya nos había hablado de las relaciones de cooperación entre especies, poniendo como ejemplo el caso del chorlito egipcio que limpia los dientes al cocodrilo del Nilo sin que peligre su vida; y también de otras relaciones interespecíficas donde el beneficio de una especie conlleva el perjuicio de la otra, como es el caso del nidoparasitismo del cuco. Lo pequeño es hermoso Fray Luis sentía predilección por los pequeños seres que pueblan nuestros campos y casas: «¿Qué diré de las habilidades de las hormigas, y de la sutileza de las redes y telas que tejen las arañas y de la república de las abejas con su rey, tan bien ordenada, y de la habilidad de los gusanos que crían seda, que es todo el ornamento del mundo?»: En su citada obra Introducción al símbolo de la fe, dedica capítulos enteros a las arañas, las hormigas y las abejas, sin dejar de lado a los piojos y mosquitos. En esto se adelantó al Premio Nobel Karl von Frisch, que en 1986 escribió su famoso libro Doce pequeños huéspedes: la vida secreta de las incómodas criaturas que se cuelan en nuestros hogares; pero para Fray Luis, antes que incómodas son dignas de admiración, como deja claro en el capítulo XVIII titulado Cómo resplandece más la sabiduría y providencia del criador en las cosas pequeñas que en las grandes. Oigo el zumbido de las abejas prestas a polinizar las flores que ya se dejan ver en esta incipiente primavera, escena que Fray Luis contemplaría miles de veces y le llevaría a preguntarse... «¿Quién enseñó a este animal hacer esta alquimia, que es convertir una sustancia en otra tan diferente? Júntense cuantos conserveros hay, con toda su arte y herramienta y con todos sus cocimientos, y conviértanse las flores en miel. No sólo no ha llegado aquí el ingenio humano, mas ni aun ha podido alcanzar cómo se haga esta tan extraña mudanza….Ni tampoco carece de admiración ver cómo, de aquella carga que traen en pies y manos, una parte gastan en hacer cera, y otra en miel. ¿Cómo hacen cosas tan diferentes de una misma materia, como son miel y cera?». Suscríbete para seguir leyendo
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