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  • El legado de Hebe Uhart: textos donde “el deseo y la imaginación brillan en cada página”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 09/03/2025 04:54

    Hebe Uhart 1936-2018 (Foto: Martín Rosenzveig) Una pequeña parte del universo. Así se titula el nuevo libro de Hebe Uhart post mortem. Allí aparece eso que reconocemos como la voz de Uhart, su manera inconfundible de ubicarse en el mundo, su asombro y su atención, y su pasión por el detalle. Son escritos inéditos y algunos muy poco conocidos, la mayoría son de mediados de los años ochenta en adelante. Fueron compilados por Pía Bouzas y Eduardo Muslip. Hay textos sobre escritores que le gustaban mucho, como Felisberto Hernández, Enrique Wernicke o Juan José Morosoli; o sus filósofos favoritos, como Simone Weil y David Hume; también sobre cultura griega (Prometeo, La Ilíada) y reflexiones sobre la escritura y el rol del escritor. Hay una miscelánea: facetas menos conocidas que dialogan con su ficción y sus crónicas. Nacida en 1936, estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó como docente –primaria, secundaria y universitaria– y colaboró con el suplemento cultural del diario El País de Montevideo. Escribió notas de viajes, crónicas de personajes y situaciones. Publicó libros como La luz de un nuevo día, Guiando la hiedra, Camilo asciende y Mudanzas. Hebe Uhart murió 2018. A continuación, el prólogo de Bouzas y Muslip: "Una pequeña parte del universo" (Adriana Hidalgo Editora) de Hebe Uhart “No es contrario a la razón preferir un bien pequeño a uno grande”. David Hume Para Simone Weil, habría que “considerarse simple y exclusivamente (en tanto que ser fenoménico) como una pequeña parte del universo”. Esta es una de las muchas frases que encontramos subrayadas por Hebe Uhart en su ejemplar de los Cuadernos de Weil, y que tomamos para titular este libro. Convergen aquí la voluntad de análisis, una expresión muy personal y un tono especulativo que no le escapa a la afirmación contundente; los textos son escenarios “donde la verdad surge de improviso”, como diría Hume. Está siempre la tensión que la frase de Weil sugiere entre lo singular y lo múltiple, entre lo que nos individualiza y lo que nos conecta con el mundo; están los límites del yo y las fronteras que se abren hacia los otros, vínculos que Weil explica con la idea de atención. Como subrayó también Uhart, el sujeto atento es aquel que pone distancia para la observación o la escucha del otro, y a la vez no deja de reconocer que ambos son, en alguna instancia, partes de un todo. La “atención”, ese “salirse de uno mismo”, toma la forma de una preceptiva vital y estética, razón de ser del arte tanto para Weil como para Uhart. Observar hasta que el objeto se muestre, se revele; escribir sin preconcebir ni juzgar, solo mostrar; escribir “como si se tradujera” o “se rezara” son propuestas que aparecen una y otra vez en los ensayos. Escribir es así el resultado de “un transporte del yo hacia el otro”, al que se observa intentando no encorsetarlo en categorías que lo muestren solo en una parcialidad, o que puedan volverlo invisible. En los textos que presentamos, la atención se dirige hacia un abanico muy amplio de escritores, poetas anónimos, pensadores de la tradición filosófica europea o argentinos del siglo XIX. Y esa atención se dirige también al propio sujeto, al que fue en diferentes momentos de la vida; el yo presente o pasado es un escenario en el que se dramatiza el encuentro de múltiples voces. Y esa atención se dirige, por supuesto, hacia nosotros, sus lectores. En sus ficciones, Uhart suele ironizar sobre el fracaso de la comunicación cuando alguien habla sobre algún asunto ignorando a su audiencia. El destinatario de los textos de este libro, como veremos, es variado; lo integran alumnos de sus clases universitarias o de sus talleres literarios, colegas del ámbito de la filosofía o lectores de intereses más generales; en todos los textos se manifiesta siempre la voluntad docente combinada con la fidelidad a las ideas y los autores que Uhart hizo suyos desde muy temprano. La voluntad de transparencia –que no excluye la capacidad de sugerencia– en lo que escribe sobre Morosoli, Fray Mocho o sobre el programa de televisión de Roberto Galán la podemos encontrar también en las explicaciones de las categorías de San Agustín o de Spinoza. La consigna de la atención hacia el autor que analiza, hacia las resonancias internas de una frase, hacia los lectores posibles, funciona como un pacto que nunca defrauda: el modo en que nos acerca a Hume o a la forma de entender el mundo de la Grecia clásica tiene como premio para el lector también atento el acceso a una voz a la que de otro modo difícilmente llegaría quien no proviene del campo de la filosofía. Uhart hace suya la que llama la “democrática regla cartesiana” de que “cualquier persona dotada con armas corrientes, pero entrenada, puede dirigir su espíritu para lograr frutos extraordinarios”, un principio que rigió su actividad docente de más de seis décadas, desde su ingreso a la enseñanza primaria a los veinte años hasta sus últimos talleres literarios ¿Cómo consigue Uhart en su lector ese efecto de cercanía con temas que en principio podrían parecer ajenos o reservados a especialistas? Nos hace escuchar las voces concretas de las personas cuyas ideas nos está explicando o cuya literatura nos está acercando. Uhart escribe muy cerca de la letra de los autores: de cita en cita, de ejemplo en ejemplo, su manera de argumentar parece un recorrido por las frases o ideas que la deslumbraron, que llamaron su atención en su propio ejercicio de lectora, antes que mojones en un proceso deductivo. Y, en ese devenir, van apareciendo las ideas de esos sujetos junto con sus caprichos, sus pasiones, sus fobias, que sirven también para explicar las ideas mismas. Nos expone el pensamiento de Sarmiento, Spinoza, Platón, y también nos suenan las voces individuales de esos sujetos, siempre en interacción con otros. Así, le gusta explicarnos las charlas amistosas, los diálogos epistolares, las polémicas públicas en las que entran los autores. Se suele indicar que en la literatura de Uhart aparecen las voces de sujetos que normalmente no alcanzarían la representación literaria, desde lo que escucha al pasar en un diálogo en un pequeño comercio a lo que cuenta una pasajera con quien comparte un viaje en tren. Le atraen a su vez autores que saben tener también ese interés por lo dialogal: disfruta en señalar cómo Morosoli rescata la voz del muchacho que, ante la pregunta de por qué está en un velatorio, dice que el fallecido “no estaba lejos de ser mi padre”. De la misma manera, le interesan las voces individuales de Sarmiento y Alberdi cuando se trenzan en una disputa pública con una esgrima verbal insólita, o los modos en que Spinoza se defiende o ironiza en la correspondencia con un religioso afligido al ver que se pone en duda la idea de inmortalidad, o las respuestas inmoderadas de Áyax, uno de los héroes en la lucha de los griegos contra Troya, cuando le advierten que no debe desdeñar la ayuda de los dioses, advertencia a la que el muchacho responde con la lógica arrogancia de un joven guerrero. Hasta en el apretado perfil sobre Simone Weil se permite dejar registro de rasgos de oralidad. La continuidad de la vida, en Uhart, se puede observar en la trama de voces en la que entran un filósofo de hace dos siglos, un escritor rural del Uruguay, la descendiente de indígenas que vive en Carmen de Patagones, los asistentes que debaten en un encuentro literario y el poeta épico anónimo que veinticinco siglos atrás versificó los exabruptos o lamentos de Aquiles o Helena. Se puede observar en la dimensión dialógica en que se manifiestan nuestras existencias y a la que debemos atender, la dimensión que nos define “en tanto seres fenoménicos”, para usar las palabras de Weil. Esa “pequeña parte del universo” que somos se construye con la participación en ese diálogo; el universo mismo es algo que deberíamos pensar como el resultado de esa trama global de voces. Hebe Uhart "nos hace escuchar las voces concretas de las personas cuyas ideas nos está explicando", dicen los autores de este texto (Foto: Nora Lezano) * * * La mayoría de los textos aquí reunidos* fueron escritos desde mediados de los años ochenta en adelante. Hasta 1983, la actividad docente de Uhart (a pesar de ser egresada de Filosofía) se limitó a la enseñanza primaria y en los años de la última dictadura dio clases en la secundaria. El retorno a la democracia, el espacio expandido de las universidades públicas argentinas, implicó para ella un cambio importante en su vida profesional: empezó a trabajar en 1985 en la Universidad de Buenos Aires (en la cátedra de Filosofía de Tomás Abraham, para los alumnos ingresantes) y en la Universidad de Lomas de Zamora, hasta su jubilación, a principios de los años 2000. A lo largo de estos años, además, desarrolló una actividad creciente en el dictado de talleres literarios particulares, en los que trabajaría hasta su muerte. Tomás Abraham fue creador de espacios de formación y divulgación en los que Uhart participó durante muchos años, como los “seminarios de los jueves”, un ámbito de lecturas y discusiones que dio lugar a publicaciones colectivas anuales en las que colaboraba la mayoría de los asistentes al seminario. Además, ella y sus colegas publicaron materiales de estudio para los estudiantes. Uhart supo conciliar, en esta producción, los intereses intelectuales de toda su vida con las necesidades de su práctica docente y con las líneas teóricas que privilegió Abraham. La interacción con sus pares, que contrastaría con el aislamiento que sufrió durante la dictadura, del que hay registros muy claros en su ficción, tiene resultados que se observan en muchos momentos de este libro; por ejemplo, la conferencia que dio en el CAF (Colegio Argentino de Filosofía) sobre Prometeo tiene un brillo que se explica por la manifiesta felicidad del encuentro con sus colegas. Así también puede explicarse la insistencia en marcar en los textos sobre los griegos la importancia de la socialización en la vida de la Polis o, entre varias observaciones similares, el comentario de que para Hume “deben ser considerados vicios el celibato, el ayuno y la penitencia porque no nos hacen aptos para la compañía”. Las lecturas teóricas y críticas que efectuó Uhart a lo largo de su vida (las cercanas a la teología –que le acercó en su primera juventud su hermano sacerdote–, las que hizo en el magisterio, las que descubrió en sus estudios en la carrera de Filosofía, las que sumó en el contexto de la docencia universitaria) encontraron un espacio de desarrollo que daría lugar al grueso de lo que presentamos en este libro. Los destinatarios de estos textos son entonces los alumnos de los cursos introductorios de filosofía, los lectores de los libros de divulgación filosófica, los oyentes de los eventos en los que expuso. También los alumnos de sus talleres literarios particulares: algunos de sus textos críticos, como los que escribió sobre Felisberto Hernández o sus notas sobre la Ilíada, circularon al comienzo entre ellos. Respecto de la fecha exacta de producción de esos materiales, a veces resulta difícil de determinar; en ocasiones solo encontramos archivos de sus primeras computadoras o de disquetes de principios de los años 2000, que es el momento en que decide encargar la digitalización de algunos de los textos presumiblemente escritos, sobre todo, desde mediados de los años 80 a fines de los 90. La afirmación de Hebe como escritora y el reconocimiento que recibió su obra en las últimas décadas la llevó a participar con más frecuencia de eventos (ferias, festivales, etc.) sobre literatura, para los que efectuó presentaciones en que las reflexiones filosóficas siguen apareciendo pero que tienen como eje principal cuestiones más vinculadas con la práctica específicamente literaria, sumadas a sus nuevas lecturas, como las referidas al comportamiento animal o todas las que hizo en relación con los temas de sus crónicas. Tal vez estos textos sean los que le resulten más familiares al lector que accedió a la voz pública de Uhart de los últimos años, la de las entrevistas, la de su participación en diversos encuentros literarios, la de los registros de sus clases. El conjunto de este libro, creemos, permite enriquecer lo que se sabe sobre la formación de la escritora. Recurrencias de ciertos textos a lo largo del tiempo, lecturas que no se agotaron ni “superaron”, sedimentarias, un río de curso lento y sinuoso. Aquello que reconocemos como la voz de Uhart, su manera inconfundible de ubicarse en el mundo, su asombro y su atención, su pasión por el detalle y el símil se entrelaza y se nutre, echa raíces en estas lecturas, se funde en ellas. Más que detectar o construir una genealogía de huellas, lo que se destaca es el tramado fuerte en la escritura de Uhart de sus lecturas filosóficas o literarias, de manera casi indiscernible. ¿Cómo no vincular el gusto por el símil o la metáfora de Uhart con la idea, tan presente en toda su literatura, de la correspondencia entre las diferentes partes de un todo? Si un adjetivo clasifica al objeto que nombra, la metáfora, en cambio, abre el juego de las asociaciones y a la vez muestra la singularidad de quien las establece. Tal como destaca en Felisberto Hernández, por ejemplo, o en Morosoli. ¿Cómo no vincular sus personajes “inadecuados” con su análisis de las nociones de correspondencia, desmesura, adecuación en la cultura griega o con su texto sobre la película La historia de Adela H? ¿O cómo no pensar en Hume cuando leemos sus crónicas de animales o cuando pensamos en la idea de causalidad? Hume señala que en la naturaleza solo hay eventos, y que es el hombre quien lee en la recurrencia la idea de causa; la idea de causa y consecuencia vendría a ser una interpretación, una lectura del mundo. ¿Acaso Uhart no narra desde esta posición? Todos estos elementos permiten mostrar una dimensión de Uhart que ilumina zonas que van más allá del saber decantado sobre el trabajo literario que transmitió en los últimos años de su vida. Hebe Uhart junto a la entonces presidenta de Chile, Michelle Bachelet, al momento de recibir el premio Manuel Rojas en 2020 Hablábamos del efecto de cercanía que produce Uhart en el lector con los diversos temas que trata; otro de los elementos que consigue ese efecto es el hecho de que siempre oscila entre el señalamiento de la “actualidad” de un texto, a veces de un modo muy directo, y el análisis en función de las pautas culturales de una época. Así, cuando especula sobre uno de los caracteres que describe Teofrasto como propios de la ciudad griega, dice que los griegos “debieron ver al torpe como a un ignorante transitorio (y a todos nos sucede que guardamos una cosa y no la encontramos)”. Una mirada que siempre contextualiza (relativiza, diferencia) y a la vez destaca la continuidad en el tiempo. Lo hace con todos los autores, los más antiguos y los más contemporáneos. Algo en esa posición da lugar muchas veces al humor, o al menos evita, como si se tratara de un principio, la solemnidad. La puesta en cuestión de los modos en que la sociedad jerarquiza unos grupos sobre otros, unos vínculos sobre otros, es algo propio de su literatura que encontramos en cada uno de estos escritos. Desarma las jerarquías de los tipos de lazos que se pueden establecer entre dos personas: es tan digno de atención lo que sucede entre un padre y un hijo cualquiera como entre Alberdi y Sarmiento, o entre Platón y Gorgias, o entre dos amantes, o entre el dueño de un comercio y su cliente. La aburrían los que se acercaban a su taller con un proyecto de historia familiar por la importancia imaginaria de un linaje, jerarquizando la figura de un bisabuelo desconocido frente a los más estimulantes diálogos que se pueden tener con el que está en la casa de uno reparando una heladera. Uhart escribió por extenso sobre figuras de su familia, siempre en función de vínculos íntimos y reales, pero simultáneamente escribía, con la misma mirada atenta, sobre la hija de una vecina o sobre una señora con la que trabó amistad en sus viajes por el país. La discusión de las jerarquías no se limita al lugar social de los sujetos, sino a otros campos, por ejemplo, el terreno de las pasiones. Le interesa señalar los siempre misteriosos mecanismos de nuestros afectos: “No nos esforzamos por algo ni lo queremos y buscamos porque lo juzguemos bueno, sino que juzgamos que es bueno porque lo deseamos”, cita de Spinoza, para relativizar una jerarquía natural de lo que debería ser el objeto de nuestras inclinaciones; dice también, haciendo propia la cita de Hume que usamos para el epígrafe de este prólogo, que “no es contrario a la razón preferir un bien pequeño a uno grande”. Lo mismo sucede con la cuestión de la diversidad de creencias: son tan respetables y propias de la imaginación humana las creencias en milagros, ángeles o resurrecciones como las basadas en posiciones racionalistas o materialistas. En los ensayos sobre San Agustín y Spinoza, Uhart observa no solo el contenido de esas creencias, sino cómo se verbalizan y, más aún, los esfuerzos argumentativos de los creyentes para convencer de la verdad de sus ideas. En esos despliegues verbales Uhart se detiene con detalle, incluso con delectación, con el mismo amor con el que reproduce la voz de los personajes de sus ficciones o crónicas. La construcción de argumentaciones desde puntos de partida que otra persona podría considerar absurdos y las conclusiones igualmente absurdas o disparatadas se muestran en estos ensayos no con un fin de ridiculización (se puede aplicar a la propia Uhart lo que ella dice en el ensayo sobre Felisberto Hernández: “Su sentido del humor nunca es cáustico ni apunta a lo ridículo. Hasta lo ridículo es acompañado por su simpatía”), sino que, por el contrario, nos hacen poner distancia de los dioses o principios que hoy veneramos, de los sistemas de creencias en los que estamos inmersos y que naturalizamos. La complejidad del yo, ese “teatro donde pasan y se mezclan las percepciones, las sensaciones”, como cita de Hume, es uno de los tópicos de la literatura de Uhart que encontramos tratados en distintos momentos de los ensayos. El yo es una instancia que no mantiene una identidad en el tiempo, que no puede observarse fuera de un contexto (“Nunca me encuentro con mi propio yo, desnudo”, escribe Hume); en los ensayos sobre Felisberto y otros autores que trabajan con el tema de la memoria siempre se discute qué señala la primera persona. Le fascina la idea griega de que distintos dioses pelean dentro de nosotros por nuestra voluntad: “¡Ama hasta la osadía, puesto que un dios lo quiere!”, subraya Uhart en un parlamento de la tragedia Hipólito. En su ensayo sobre los lugares comunes, ironizará sobre las definiciones que el sujeto suele hacer para caracterizarse frente a otros (“soy de viajar solo”; “quiero irme a una isla desierta”); esas definiciones que son, dice, “un alivio y una comodidad”, pero que no dan cuenta más que de fantasías de las que se echa mano para cubrir la ausencia de la indagación sobre sí. En una obra como la de Uhart, que tiene zonas amplias de lo que llamaríamos “literatura del yo”, es interesante ver las distintas maneras en que discute esa instancia, postulando un lugar de sujeto en el que aparecen elementos singulares y también compartidos por otras personas, incluso también por otras especies. El yo es complejo y el otro también lo es, es individual y múltiple y tiene fronteras porosas; hace propia la frase de Wernicke cuando él recuerda a una mujer que fue importante en su vida, y enseguida se le aparece, dice, “la cara de otra mujer que también ha contado en mi vida. Bah, todos somos iguales cuando abrimos el ropero”. Algo propio de la mayoría de los ensayos que presentamos es el modo muy “pegado” al texto comentado; suele desplegar una sucesión de citas, intercalando breves comentarios, en una deriva que interrumpe con otras citas; es en ese despliegue en el que se transmite “el placer por lo que se lee” –una de las funciones que en algún momento dijo que debería tener la crítica– y la necesidad de compartir ese placer con el lector, como quien muestra entusiasmado un subrayado; hay una construcción expositiva que puede parecer errática pero que nunca es incoherente ni arbitraria. Sus textos, como diría ella a propósito de Simone Weil, están “trabados como un bordado”, y el lector no se pierde en el desarrollo, sino que disfruta de los rodeos y las digresiones.

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