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» Misionesparatodos
Fecha: 03/03/2025 09:50
Sentada en el banco de una plaza cordobesa, Mariel soñaba en secreto con un amor verdadero, a pesar de que todos los días a la salida la esperaba su marido en la casa. En el momento menos pensado, un cliente con quien se robaba miradas, le dio su número de teléfono escrito en birome y le susurró algo al oído En la ciudad de Córdoba, donde las siestas parecen detener el tiempo y los edificios de la vieja escuela todavía dominan el horizonte, se entrelazan historias de esas que uno no espera, pero que, con el tiempo, marcan la vida de quienes las viven. La historia de Mariel y Miguel comenzó de una manera que bien podría pasar inadvertida, pero para ellos, fue el principio de algo que lo cambiaría todo. Rondaba el año 2007, cuando Mariel trabajaba como cajera en el supermercado Buenos Días de la calle Chacabuco, en la zona céntrica de Córdoba Capital. Tenía 28 años, pero su modo sumiso y algo contenido, mostraba la fragilidad de una joven que, aunque sonreía todo el tiempo, todavía no había encontrado su lugar en el mundo, “ni el amor verdadero”. Cada día, entre las charlas de los clientes y el ruido del scanner, la cordobesa soñaba en secreto con algo diferente. “Veía tantas caras y escuchaba tantas historias y, en silencio, le pedía al cielo que me deje vivir mi propia historia de amor”, esboza con una dulzura que conmueve. Anhelaba algo más que una vida entre góndolas repletas de productos de limpieza y paquetes de galletitas a medio abrir. “Quería mi propia casita de Hansel y Gretel”, explica formando una torre con las manos para indicar sus deseos de cariño. A veces, al final del turno, caminaba por las calles empedradas del centro, con la cabeza llena de pensamientos dispersos. Se sentaba en una de las plazas cercanas, mirando las fuentes de agua que la refrescaban con su murmullo, mientras el sol se iba ocultando detrás de las sierras. Le gustaba pensar en lo que podría ser, aunque no sabía por dónde empezar. Nunca había dejado de imaginar al hombre de sus sueños, pero jamás pensó que lo encontraría en alguien, literalmente, “a la vuelta de la esquina”. Miguel, por otro lado, aparentaba una década más de los 41 años que tenía. Un hombre de silueta robusta, pero de ojos tranquilos. Su trabajo como encargado del edificio a la vuelta del Buenos Días de Chacabuco, lo mantenía ocupado gran parte del día, pero a pesar de levantarse al alba para baldear las veredas, recolectar la basura y repartir la correspondencia a cada vecino, él siempre se las arreglaba para tener un momento para sí mismo. En sus 13 años más que Mariel, Miguel había pasado por varias etapas. Se había casado una vez, pero el amor se había esfumado con el tiempo, dejando un vacío que creyó irremplazable. Miguel se animó y le dejó su teléfono a su cajera favorita (Imagen Ilustrativa Infobae) “Aquel hombre se convertía, poco a poco, en algo más que un simple cliente. Cada vez que me veía, sentía sus ojos fijos en mí, pero no de manera invasiva. Era una mirada de admiración, como si en mí hubiera algo que lo cautivara. Sólo venía a comprar para que yo le cobrara, como si mi presencia fuera la razón detrás de cada uno de sus pasos hacia mi caja”, revela Mariel con más ternura que soberbia hablando de los días en que él la “fichaba”. De vez en cuando el encargado se animaba y le lanzaba algún “piropo” bastante explícito: “Quiero tener 100 hijos con vos”, le dijo un vez mientras guardaba el cambio que ella le devolvía de su compra. Y así fue como un día, cuando el ruido de las cajas registradoras resonaba en todo el supermercado, Miguel entró a hacer una compra más. Nada fuera de lo común. Sin embargo, esa tarde, la presencia de Mariel en la caja le pareció diferente. Ya se “tenían de vista” pero algo ese día lo cautivó. No sabía si era su mirada, un poco más directa que otras veces, o el leve rubor en sus mejillas al tomar las monedas. Lo cierto es que el hombre, con su experiencia de tantos años observando la vida, sintió algo que no había percibido en mucho tiempo. La cajera no podía evitar robarle “miraditas” discretas. Lo veía pasar, saludando con una sonrisa gentil, que parecía esconder un secreto, algo que la inquietaba sin entender por qué. Como todas las tardes, la intensidad de la ciudad, la luz cálida del atardecer y el ruido lejano del tráfico a Mariel le servían de compañía. Pero algo en el aire le decía que ese crepúsculo iba a ser “especial”. Y no se equivocó. Media hora antes de finalizar su jornada laboral, Miguel se acercó a su cajera favorita con un paquete de yerba. Se aseguró de que no hubiera nadie en la fila y, luego de estudiar el panorama, de “miradas que lo dicen todo”, de guiñadas de ojo, de compras inútiles en silencio, luego de seis meses se atrevió: “Llamame”, susurró el portero acercándole un sobre viejo de algún servicio que sacó del bolsillo, en el cual figuraba un número de diez dígitos manuscrito con birome gastada. “Todavía tengo ese papelito guardado en mi billetera”, revela ella como señal de amor eterno, mientras sorpresivamente lo muestra. Sucede que no todo era tan sencillo: “Yo estaba en pareja y él también. Los dos estábamos con algo”, cosifica Mariel a los “otros” para alejar la culpa. “Él ya estaba separado de la mamá de sus hijos pero tenía algo por ahí”, vuelve a aclarar restándole importancia a las parejas de ambos. De hecho, la emoción de ese gesto hizo que al llegar a casa, Mariel no pudiera evitar mandarle un mensaje. “Hola”, escribió, y a partir de ahí, “todo cambió”. Si antes Miguel iba una vez por semana al súper, comenzó a hacerlo día por medio (Imagen Ilustrativa Infobae) Quedaron en encontrarse a los tres días “que pareció un mes”, a la salida del súper. Miguel la vio sentada en el Bulevar Chacabuco. Algo en ella, en su forma de mirar el horizonte, lo hizo suspirar y, de repente, el incesante habitual bullicio de los colectivos se convirtió en serenata: “¿Hace calor por acá, o es mi imaginación?”, dijo él, acercándose con su voz grave. La labia se le daba naturalmente, “bien del típico portero que se las sabe todas”. Mariel lo miró y una sonrisa apareció en su rostro. La conversación comenzó sin demasiada pretensión, como si ambos supieran que algo importante se estaba gestando. Hablaron de libros, de música, de Rodrigo, de la Mona Jiménez, de sus recuerdos de la infancia y de cómo Córdoba había cambiado con los años, todo fluía. “Es que en verdad no importaba el tema, la cosa era estar juntos. Por más que no nos habíamos besado, nos teníamos unas ganas que nos mantenía totalmente enganchados”, revela. Y de a poco, sin darse cuenta, sus palabras se fueron volviendo más personales. Como si el espacio entre ellos se fuera estrechando, sin que ninguna de las dos partes lo buscara, pero sin que tampoco pudieran escapar de ello. Miguel ya no pensaba en el vecino “quejoso” del 5to. B exigiendo que repase mejor los vidrios del hall, ni tampoco se preocupaba por congraciarse con la “anciana chusma” de la planta baja que siempre encontraba una excusa para que lo echaran. “Fue una cita en la que nos descubrimos, yo casada, él con su pareja. Aunque la situación era compleja, algo entre nosotros hizo que no pudiéramos dejar de vernos, como si el destino nos hubiera unido con hilos invisibles”, adelanta ella. Luego de ese primer encuentro inofensivo, “corto y sin ningún tipo de contacto físico”, aclara Mariel, Miguel empezó a ir más seguido al supermercado, aunque no siempre tenía algo que comprar. “¡Mucho más seguido! Si antes iba una vez por semana, ahora pasaba día por medio”, cuenta la cajera orgullosa que, sin entender muy bien “de qué iba la cosa”, esperaba con ansias esos momentos fugaces en los que él aparecía. “Su presencia era silenciosa pero magnética”. Él la observaba entre la pila de botellas de aceite barato o el producto que estuviera de oferta, siempre ubicado unos metros antes de la caja de Mariel. Se hablaban sin hablar, sin poder sacarse los ojos de encima. A medida que pasaban los días, la relación entre Mariel y Miguel se transformaba en un delicado equilibrio entre la complicidad y la atracción. Había algo palpable entre ellos, como una tensión sexual que no lograban descifrar. Ella y su energía llena de juventud, no dejaba de sorprenderse por la calma que él lograba transmitir. A veces, Miguel la miraba con una ternura inexplicable, como si ya la conociera de antes, y Mariel sabía que algo maravilloso en su vida recién empezaba. Era un martes cuando todo comenzó a cambiar “para mejor”. El supermercado estaba tan lleno de gente como siempre, y Mariel, con su uniforme gris de cajera, se movía de un lado al otro como una pieza más de esa gran maquinaria que nunca se detenía. Sin embargo, cuando levantó la vista y vio a Miguel entrando por la puerta, su pequeño mundo se tiñó de rojo fuego. “Es que ese día no lo esperaba, me sorprendió”. Miguel, con su aire sereno, se acercó. “Tenía la capacidad de hacerme sentir especial, con sólo existir”, se desasna melosa. “¿Qué haces acá?”, preguntó Mariel que apenas pudo disimular su excitación cuando el portero se arrimó a su caja. Miguel sonrió con seguridad, como si estuviera acostumbrado a que el destino jugara a su favor, y eso a ella la derretía. “Vine a comprar algo… y tal vez a ver cómo se te ve al final del día, cuando no estás detrás del mostrador”, le cantó con un tono juguetón, pero cargado de respeto. Mariel no estaba acostumbrada a que alguien, “sobre todo un hombre como él”, la adornara con tanta galantería. Y eso la atrajo como nunca antes. Al final de la jornada, cuando ya la tienda comenzaba a vaciarse, Miguel la esperó frente a la puerta. “¿Te gustaría dar una vuelta por la ciudad?”, le preguntó casi suplicando. Y si de algo Mariel estaba segura era de que “ni loca” quería rechazarlo. Aunque todavía le costaba abrirse del todo porque la realidad es que tenía a un hombre esperando en casa, su marido de hacía 6 años. “Aunque de eso prefiero no hablar”, se ataja Mariel para continuar su historia secreta, sólo dejando entrever que el “tema” terminó mal, con su ex acusado de abuso y detenido en prisión. “¿Por qué no?”, pensó y aceptó nerviosa pero con el corazón contento. “Se me ocurrió que sería lindo mostrarte algo diferente, lejos de los pasillos del súper”, dijo el hombre extendiéndole la mano con floreo. Mariel siguió el impulso sin pensarlo demasiado. Caminaron juntos por callejuelas empedradas llenas de historia, como la calle de la Luna y el Pasaje Santa Catalina. El sol comenzaba a esconderse, manchando de tonos anaranjados y rosados las fachadas de los edificios, y el aire fresco de la tarde los despeinaba. “¿Sabías que esta plaza es mi lugar en el mundo?”, comentó Miguel mientras avanzaban lento, disfrutando del silencio compartido. Mariel lo miró sorprendida y feliz por el hecho de que alguien le ofreciera un lugar de privilegio en su vida. Le gustaba descubrir la ciudad que ya conocía de memoria, pero ahora “junto a Miguel todo se veía más hermoso”. Le fascinaba la serenidad que él le transmitía. “Es tranquila —respondió Mariel—. Me gusta la paz que se respira acá. Me recuerda a esos momentos en que te sentís solo, pero de una forma linda”. Miguel sonrió y se apuró a decir: “Vos sos linda”, y agregó: “Me pasa lo mismo. Creo que por eso siempre vuelvo. Acá puedo estar solo sin sentirme solo”. A pesar de la garúa que caía, la cajera y el encargado recorrían la plaza España como dos adolescentes impermeabilizados, no sólo del agua, sino de las miradas ajenas. “No entendía nada pero cuando estaba con Miguel sólo éramos nosotros dos”, dice con adoración en sus pupilas, y en cada una de sus palabras que arrastran una evidente carencia afectiva. Mariel sabía que algo dentro suyo se había prendido de una manera que jamás habría esperado. Hubo un silencio cómodo entre ellos; una mudez que les gustó más de lo que esperaban; un reposo de esos que se llenan con algo más que palabras. De pronto, Miguel la miró directo a los ojos y apuntó: “¿Sabes qué? Nunca pensé que encontraría a alguien con quien hablar de estas cosas. Y menos en este momento de mi vida”. La intensidad de sus palabras la envolvieron como los dos brazos de un gigante. “Me pasa lo mismo”, respondió ella, con una sinceridad que pocas veces había experimentado en su vida. “Yo también había estado buscando algo diferente. Algo que me sacara de la chatez de la rutina. Algo que, sin querer, había encontrado en él”. En la parada de colectivo el portero besó a la cajera (Imagen Ilustrativa Infobae) Esa noche, después de caminar y tomar un “fernecito” al paso, Miguel la acompañó hasta la parada del colectivo. La luz de la luna iluminaba el camino, y el aire nocturno estaba cargado de una sensación especial. “Gracias por este día, Miguel —dijo juntando las palmas de sus manos mostrando gratitud devota—. No había tenido un momento como este en mucho tiempo”. Miguel la observó en silencio, con paz en su rostro. Luego dio un paso acercándose lo suficiente para que Mariel pudiera sentir su respiración. “Yo tampoco”, dijo, casi en un suspiro. Y sin pensarlo, tomó su mano con delicadeza. Ella lo miró fijo, buscando en sus ojos alguna señal, algo que la ayudara a entender lo que estaba pasando entre ellos. El encargado, a pesar de su madurez, parecía ser un hombre que también temía al amor. Pero al mismo tiempo, su gesto, cargado de ternura y algo de melancolía, dejaba en claro que las palabras no siempre eran necesarias para expresar lo que uno siente. Con una sonrisa nerviosa, Mariel se acercó, sin prisa pero sin pausa, hasta que sus labios se encontraron en un beso suave. Fue un beso inesperado, pero no por eso menos necesario. Era el tipo de beso que uno da cuando siente que encontró algo único, algo que no puede explicarse en palabras, pero que resuena en lo más profundo del alma, y que quiere atesorar aquel instante entre algodones. El beso fue breve, pero al mismo tiempo, transformador; cargado de todo lo que no se había dicho hasta ese momento; fue un beso que atravesó el alma, como si cada instante anterior se desvaneciera por completo. “Nunca imaginé que algo tan simple, como un beso, podría significar tanto. Pero con vos… cada gesto es un suspiro profundo, una eternidad”, susurró él cuando se separaron. Ella no pudo responder, porque las palabras le fallaron. Sólo sonrió, dejándose llevar por ese torrente de emociones que no sabía cómo describir. Mariel se subió al ómnibus, mirando hacia atrás como esperando que él estuviera allí. “No sé qué me está pasando, pero no quiero que se termine”, pensaba ella mientras miraba por la ventanilla del vehículo al hombre que le robaba los pensamientos. Las semanas siguientes fueron una mezcla de mini citas, mensajes de texto, y momentos trincados entre la rutina del portero y la cajera. Miguel, se fue acercando más y más a Mariel, no sólo con su presencia física, sino también con su comprensión silenciosa. Para él, el amor nunca había sido algo fácil de entender, pero con ella, todo parecía claro, como si las piezas del rompecabezas de su vida finalmente encajaran. Mientras Mariel se encontraba buscando excusas para ir al supermercado –”Ya casi ni me tomaba francos… prefería estar en el trabajo cerca de él”–, Miguel empezó a aumentar la apuesta, invitándola a esos pequeños detalles que marcaron la diferencia: un paseo por las sierras, una cena improvisada y visitas relámpago al Buenos Días con algún que otro regalito. Un domingo por la tarde, Miguel la invitó a hacer algo que ninguno de los dos había hecho antes: un picnic. El plan sonaba sencillo y Mariel “no podía estar más emocionada”. Salieron temprano, con una canasta llena de sándwiches, frutas frescas y, “por supuesto”, el mate. Se sentaron en un rincón de la plaza España, el que ahora se había convertido en el lugar en el mundo de ambos. “Nunca imaginé que un domingo de siesta me podría traer tanta paz”, comentó Mariel mientras se recostada sobre el pasto, mirando el cielo. Miguel la miró sabiendo que allí, juntos, con el sonido de la naturaleza como único testigo, estaban forjando algo grande. El sol comenzó a esconderse detrás de las sierras, y por un instante, el mundo parecía haberse detenido solo para ellos. El plan del picnic parecía sencillo pero Mariel no podía estar más emocionada (Imagen Ilustrativa Infobae) Los días después del picnic estuvieron llenos de silencios cargados de significado. Miguel y Mariel se habían vuelto inseparables pero, en el fondo y sin confesarlo, cada uno tenía miedo de dar el siguiente paso. Ella, con su juventud y su vida llena de dudas, sentía la presión de una conexión tan intensa, pero tan arriesgada. Él, con los años de experiencia y las huellas de amores pasados, temía que algo tan hermoso pudiera desmoronarse por la fragilidad de la vida misma. Una tarde, mientras compartían un café en “el bar de siempre”, Miguel se abrió de lleno: “Mariel, a veces siento que te estaba esperando desde otra vida. Que algo en mí sabía que ibas a llegar. Pero también tengo miedo… miedo de que me veas como alguien con un pasado demasiado cargado, alguien que no puede ofrecerte lo que te merecés”. Había algo en su confesión que desarmó a Mariel por completo; la fragilidad de Miguel la interpelaba de manera extrema. “Creo que el amor no tiene que ver con las edades, ni con los miedos que cargamos. El amor es lo que estamos dispuestos a apostar, lo que elegimos ser, lo que decidimos compartir”, dijo ella como leyendo una frase de sobrecito de azúcar. Y Miguel lo supo: “Es acá”, dijo mientras afirmaba con su cabeza. “Siempre creí que el amor es más que lo que se ve. Es lo que se siente en cada respiración, en cada palabra no dicha. Y con vos, Mariel… con vos me siento más yo que nunca”. Ella lo observó, sintiendo que esa atracción incontrolable, se transformaba en algo más grande. Y de repente pudo escuchar a quien tiene más experiencia que el corazón y más sabiduría que la mente: el alma. Sin pensarlo, se acercó y lo abrazó: “No me importa lo que digan los demás, ni las diferencias. Si algo aprendí, es que las historias que importan, no tienen que entenderse con la cabeza ni con el corazón, sino con el alma. Y la mía ya está acá, con vos”. Miguel la abrazó con fuerza, como si ya no pudiera imaginar un mundo sin ella. “Sos lo que nunca supe que necesitaba”, le dijo el encargado. Un viernes por la tarde, mientras la cordobesa estaba en la caja, un mensaje de texto apareció en su celular: “¿Nos vemos después de tu turno? Conozco un lugar tranquilo”, le dijo él pasándole la dirección de su departamento. Miguel nunca había sido tan directo, pero el tono del mensaje lo decía todo. Mariel sintió una oleada de emoción, pero también una pizca de “chucho”. No sabía si estaba preparada para un paso tan grande, pero tampoco podía negar que algo en ella lo deseaba profundamente. Al finalizar su día, fue a la dirección que Miguel le había mencionado, un edificio humilde a la vuelta del Buenos Días. El lugar era íntimo, con luces suaves. Cuando Mariel llegó, él la besó como si la hubiera estado esperando por años. “¿Querés hacerlo?”, preguntó él cuidando las formas, y lo que siguió fue pasión pura. Sus cuerpos se fusionaron, se vieron por primera vez sin uniformes, ardieron las paredes y las horas pasaron sin que lo notaran. El encargado fue directo e invitó a Mariel a su departamento (Imagen Ilustrativa Infobae) Y así, día tras día, Miguel y Mariel fueron “amantes y algo más”. Se conocían mejor que nadie. La diferencia de edad ya no parecía tan relevante; lo que importaba era el sentimiento que, aunque “sin títulos”, era firme y claro. Pero luego de tres años de disfrutar juntos la alegría clandestina, la vida de Mariel dio un giro inesperado: “Quedé embarazada de mi esposo y nos dejamos de ver con Miguel porque yo tenía otra vida”. Tuvo a su primer y luego a su segundo hijo pero el amor que sentía por aquel hombre no se fue, al contrario, persistió. Pasaron cinco años y, una primavera del 2015, el destino los volvió a cruzar. “A pesar de las circunstancias, aún sentía la misma conexión, la piel seguía intacta, como si nunca nos hubiéramos separado”, se sincera Mariel para contar sutilmente que “juntos volvieron a ser uno”. Se olvidaron del resto del mundo, compartiendo momentos que nadie más conocía, risas, miradas, abrazos y una “química” que decía más que mil palabras. “Cuando nos veíamos, nos olvidábamos de nuestros compromisos. Y aunque yo sabía que lo quería, tenía miedo… miedo de que la vida nos separara otra vez”, confiesa Mariel. Los encuentros volvieron a ser frecuentes, y por fin, Mariel “podía decir que era feliz”. Pero como nada en la vida de la cajera fue lineal sus temores se hicieron realidad. “Hace tres años la vida, como siempre, nos dio una cachetada. Él se enfermó gravemente, necesitaba un trasplante de hígado, y tuvo que mudarse lejos, a Cruz del Eje, dejando una distancia que parecía insalvable”, expresa ella con un dolor que lastima. “Yo me quedé en la ciudad, llorando desolada y rogando a Dios por su salud, esperando que el hígado que tanto necesitaba apareciera. En las noches frías, recibía sus videollamadas cuando estaba perdido, y aunque la distancia era grande, nunca ninguno dejó de pensar en el otro”. Una noche, después de dos años de espera, el hígado que necesitaba Miguel apareció y el corazón de Mariel “resucitó”, cuando la luz de su celular se encendió mostrando el mensaje más esperado: “Gracias a Dios, ya estoy operado”, escribió Miguel. Así, en junio de 2024 la vida los volvió a reunir. “Lo abracé con todas mis fuerzas y lloré. Siempre le dije que él era mi debilidad, mi gran amor… Lo quiero mucho más de lo que digo, y sé que él también me quiere”. Cada cumpleaños, cada fecha especial, aunque estén con otras personas o no, siempre esperan ese mensaje del otro, como una promesa silenciosa que, a pesar de algunas interrupciones, “desde hace 18 años” nunca se rompe. Después de todo lo vivido, el lazo no sólo no cambió sino que se afianzó. “Él sigue siendo mi tentación, mi dolor y mi amor. Con sólo escuchar su voz, mi corazón late más rápido. Cuando veo que sus mensajes llegan, sé que son especiales, como un eco de todo lo que no podemos decirnos en persona. Y aunque no podamos vivir juntos por miedo o por alguna razón que todavía no entiendo, este amor imposible de olvidar sigue adentro mío como un fuego que nunca deja de arder. Lo amo, con todo mi ser, más de lo que jamás amé a nadie en esta tierra. Él es mi gran amor para toda la vida”, se desnuda Mariel dejando todo lo que es a la vista. Por Cynthia Serebrinsky -Infobae
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