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  • Una mirada desde la alcantarilla. Musiquitas

    Parana » Ahora

    Fecha: 28/02/2025 07:16

    * Musiquitas No sabía que estaba triste hasta que me pidieron que cantara, dicen unos versos famosos de Calveyra. La maestra de mi hijo me cuenta que en la guardería, mientras armaban bloques, escuchaban una voz grave. Dalmiro nombra pocas palabras pero entona vocales, cuando reconocieron su canto les dio risa. Cantó relindo, me dijo en el marco de la puerta. Es que es mi tenor, le respondí con palomas golpeándose el pecho de alegría. Una tía de mamá iba a misa pero no aprendía las letras, la Lila cantaba lairalá, lairalá con la melodía que escuchara. El ángelus, Jesucristo está pasando por aquí, Gloria. Lairalá lairalá. Pienso canción y alegría, silencio no saber que uno anda triste. Y la ecuación se me borronea. Mi infancia fue amplia, la siesta ocupó mucho tiempo, el oído asumió los ruidos como notas, no era dramático saber que había ranas entre las calas, grillos en los codos de la habitación, un búho mezclado con los tambores de los corsos que ensayaban en un rincón del pueblo, los perros ladraban o coreaban, nunca supe la diferencia. Hablo de mi infancia como si fuera un espacio poblado de cosas que tenían su música, una atmósfera de arpista, quizás la iglesia de espaldas a casa le metió campanazos de más, quizás mis cuatro hermanos ubicaron sus gustos en una pirámide que crecía en el living, en las habitaciones y hasta en el baño. Era chiquita y miraba en un latón los broches de la ropa, el alambre tensado para tender cada prenda, mi madre se agachaba como haciendo siempre la misma coreografía, poner-quitar, subir-bajar. Seguro todo lo que trae ritmo estuvo en ella, hasta hoy mi mamá apoya los dedos en el borde de la mesa y simula estar ante un teclado, las falanges de sus dedos se arremolinan, ojalá el silencio nunca traduzca qué compone, ojalá nunca llegue su estado mudo. No sé si lo que toca es una pieza sobre una máquina de escribir o en un piano, no sé si cuando caían los ñoquis desde la tablita acanalada que había hecho mi abuelo, no dejaba de bajar notas hasta el mármol y después a nuestra boca. Mamá nos alimentó con música. Lo mismo hizo con sus canarios, sus cardenales, el caburé. Las primeras gallinas con las que tropezó en el pueblo se le montaron en la mesa de una casita que alquilaron recién casados con mi padre. En sus recuerdos hay picos, plumas, bocas hambrientas y lo que movió siempre su cuerpo. Un baile interminable. * Releo dos poemas de Martín Rodríguez que me embrollan con el canto, el de las cosas como una prolongación de la niñez y el que se potencia cuando se hace junto a otrxs. * País natal Querido diario: mi país natal fue un departamento de fugitivos y plantas que parecían carnívoras. Y una vecina que me cuidaba en las tardes. Una señora que casi nadie visitaba. Me quedaba horas con ella en su casa, me leía la Biblia. Recuerdo aún el tacto de ese primer papel. Papel de azúcar, parecía. Ella leía, y me hacía dar vuelta las páginas a mí. Yo daba vuelta la página con miedo de romperla. Es el libro de los solitarios. Los solos y solas del mundo. La luz de las velas cuando se corta la luz. Las parábolas abrían un espacio para separar la paja del trigo hasta que los romanos levantaban la cruz. Dormíamos la siesta la vecina y yo. El ruido del ascensor nos sobresaltaba. Ella esperaba que su hijo llegara a visitarla, yo esperaba la hora en que me buscaran. ¿Sabías? Las tardes pueden ser más infinitas que las noches. “Hay higos en la mesa, comé”, me decía. Los higos sabían a carne pero no se lo decía. “Rechinarán los dientes”, leía ella, y rechinaban. La casa de mi vecina era un teatro. Ella y yo, único público. La tarde se estiraba. La vecina se dormía de nuevo. No te duermas. Una tarde larga es como hacer un pozo en el tiempo. Un pozo en la tierra para cavar en la luz del día una noche. En esos minutos yo tenía oído absoluto: escuchaba cañerías, el ascensor, pájaros en la ventana, voces de vecinos y hasta el silbido de la nariz de ella, ya dormida, como el prólogo de un ronquido. De niño aprendés a escuchar y separar los sonidos como bloques, los sonidos de cada cosa, los sonidos que bombea cada cosa porque cada cosa lleva una bomba dentro, ¿sabías? Tic tac hace el sonido de una bomba pero el cable que la haría explotar está roto, los expertos cortaron el cable correcto. Aunque hay personas que no cortaron su cable correcto y viven a punto de explotar, como mi madre. Su guerra no terminó y se escucha el tic tac. Le dije a la vecina que ella nunca levantó la bandera blanca. Le dije que mi madre iba a explotar porque tiene una bomba tic tac tic tac. “Cortá el cable correcto”, me dijo la vecina y leyó: “Mantente despierto, porque no sabes ni el día ni la hora”. Vista del Frente Enemigo de lejos La guerra no es economía, la guerra no es la forma religiosa, ni la política. La guerra es amor propio. La guerra es la continuidad de la guerra. La guerra es amor propio. Es orgullo. Cantemos la unidad a palos. Cantemos la unidad. Cantemos. La guerra es un salto de nuestras vidas y de nuestras muertes hacia otras vidas, hacia otras muertes. Hay que hacer la guerra para entrar al mundo. Cantemos, cantemos. Cantemos por el verdugo. Porque un día el muerto, el rengo, el que perdió la mano, el huérfano, se levantan del polvo y marchan, marchan con nosotros. Se levantan de las tumbas, de las tumbas masivas a la orilla del río, y el río mismo se abre para que salgan. Un día todos se levantan y vuelven. Un día todos vuelven, vuelve el hueso de la mano a la carne de la mano, un día -y para eso hay que cantar- cantar la vuelta del orgullo para el que murió empalado: cantar para que su orgullo se restablezca, la ceniza tiene que resurgir del rojo vivo de esa garganta que gritó porque vio perderse todo. Todos tienen que volver. Todos tienen que cantar. Están en el agua. Quieren vernos ahí, junto a ellos. Tenemos que cantar tan fuerte como ellos hacen silencio. *

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