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  • Quería conocer África, pero no como turista: fue voluntaria y vivió en una aldea donde “temen más al hambre que a la muerte”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 28/02/2025 03:21

    Las chicas que asisten al hogar donde estuvo Jimena tienen entre 4 y 18 años y son víctimas de abuso o de la escasez de alimentos Jimena Moyano González es de La Pampa, tiene 40 años, pero acarrea intactas la inquietud típica de la adolescencia y la curiosidad. Características que la impulsaron a concretar el deseo que tenía desde muy chica: visitar África. Pero con una particular exigencia: no hacerlo como una turista, parando en hoteles y visitando sitios desde una mirada cómoda. Quería ver cómo era vivir allí, vibrar con la realidad de ese continente olvidado por el resto del planeta. Jimena nació en Catriló, una población ubicada a 89 kilómetros de Santa Rosa, la capital pampeana, y tuvo una vida tranquila y feliz con sus padres y tres hermanos. Al terminar el colegio estudió una tecnicatura en producción agropecuaria. Trabajó un tiempo en el tema aunque, finalmente, recaló en el área administrativa de la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de La Pampa. Soltera y dedicada a lo suyo, confiesa que desde pequeña experimentó el deseo inmutable de pisar el continente negro. Aquel donde sucedió el origen de la humanidad, pero que el eje de la civilización terminó por dejar caer del mapa. “Estuve en distintos sitios de vacaciones en mi vida. Hasta viajé como turista a Tailandia. Pero este sueño era otra cosa. Quería conocer África, pero no ir a pasarla bien, a hoteles de lujo y lugares con atractivo turístico. Quería ir a ver la realidad, vivir un tiempo breve como viven ellos. Introducirme un poco en su cultura. África es un continente aplastado así que suponía que sería una cultura muy distinta…”, confiesa. Un pequeño le pega a una pelota en Lusitu Imaginaba que ese viaje no iba a ser como los otros que había hecho en su vida, que podía vivir cosas absolutamente distintas y golpearse de lleno contra la realidad. No se equivocó en su presunción: “Fue peor de lo que imaginaba”, admite, “y descubrí que ellos tienen una capacidad de resistencia muy superior a la nuestra”. A Jimena no le fue fácil conseguir lo que deseaba. Empezó por contactarse con distintas personas vinculadas con África para ver a dónde podía ir y qué servicios temporales podía ofrecer. “Conocí a alguien que vivía en Sierra Leona, pero la cosa es que tenía que pasarme allá como mínimo dos años. Yo tengo un trabajo al que no puedo renunciar, vivo de mi trabajo. Tenía que ser un tiempo acotado, limitado a un período de vacaciones de un mes. No era sencillo. Así fue que un día leyendo una nota de un diario local me enteré de que había una religiosa de estos pagos, Gisela Klundt, que vivía en Zambia”. Esa monja era pampeana, de Ataliva Roca, un pueblo chico ubicado a 40 km de Santa Rosa. Sintió que había dado en la tecla. La iba a contactar. Recién empezaba el año 2020. Y Gisela Klundt (44) había sido enviada en una misión a Zambia, por tres meses. Las rudimentarias rutas cerca de Chirundu “Su congregación depende de Italia y la envió a misionar durante tres meses a Chirundu, un pueblito en el sur del país, en la frontera con Zimbabue. Tenía Instagram y decidí escribirle por ahí y contarle lo que quería hacer. Apenas empezamos a hablar comenzó la pandemia y no pudo hacerse nada. Seguimos en contacto. Su misión de tres meses se transformó en residencia permanente. Ella vive allí desde entonces y dice que decidió entregarles a esos africanos su vida. En 2024 yo cumplía 40 años y enfrentaba un dilema existencial. Hacer lo que siempre había deseado. Me dije que se me estaba pasando la vida sin hacer realidad mi sueño de ir a África. Quería concretar ese voluntariado con ese grupo de hermanas. Insistí, volví a hablarle a Gisela y ella lo consultó con su superiora y ¡me autorizaron a ir!”. Viaje al continente olvidado “Estaba feliz. Apenas me dijeron que me daban el permiso, saqué el pasaje. Como yo no hablaba bien inglés y allá es el único idioma para comunicarte con todos me puse de inmediato a estudiar para mejorar la lengua”, explica. El viaje a Chirundu, en Zambia, justo en la frontera con Zimbabue, sería a fines de 2024. Zambia está emplazado en el profundo corazón africano, entre países como República Democrática del Congo, Angola, Mozambique y Tanzania. Sin salida al mar, con una población de unos 19,5 millones de habitantes (de ellos solo unos 70 mil son blancos o descendientes de europeos), una tasa de nacimiento de 5 hijos por mujer y un nivel de alfabetización del 80 por ciento, Zambia es un país independiente del Reino Unido desde el año 1964. La república es una excepción en África porque ha tenido pacíficos traspasos de poder. Eso la convierte en uno de los países más estables del continente. La enorme precariedad y la falta de higiene contrastan con las sonrisas de los habitantes de Chirundu El 26 de diciembre de 2024 Jimena salió de su provincia en la Argentina hacia Zambia. En el camino hizo escala en San Pablo, Brasil, y en Adis Abeba, Etiopía, donde tuvo que pasar una noche. Esa parada fue difícil porque tuvo que arreglárselas para tomar un colectivo que la llevara al hotel. Se dio cuenta de un plumazo de lo desesperante que puede resultar no poder comunicarse en ningún idioma. Cuando finalmente llegó a Lusaka, la capital de Zambia, la esperaba Gisela. Se subieron a la camioneta conducida por la monja para viajar hasta Chirundu donde está la misión, un pueblo de unos 8 mil habitantes. Tenían que recorrer 140 kilómetros. La misión de las hermanas está instalada en esa población desde el año 1959, depende totalmente de Italia y concentra a cinco religiosas. Ellas pertenecen a la Congregación Hermanas de la Caridad de las Santas Bartolomea Capitanio y Vicenza Gerosa, que fue fundada en 1832 en Lovere con el nombre de esas dos santas italianas y tiene sede central en Milán. “El predio donde me instalé con los dos voluntarios más que fueron, queda en el mismo lugar donde está el hospital, la escuela, la iglesia y el hogar. Ese hogar llamado Mudzi Wa Moyo, significa Aldea de la Vida, es para albergar a 72 chicas de 4 a 18 años que tienen familia, pero que llegan ahí por ser víctimas de abuso o, simplemente, por hambre. Los tres voluntarios nos alojamos en una casita con tres cuartos, baño y con un comedor cocina que compartimos. Las instalaciones son buenas porque las construyó y las mantiene Italia. Pero salís de ese lugar y la realidad es totalmente distinta”. Nshima: polenta blanca, la comida de todos los días, de toda la vida. En este caso, acompañada de porotos Diferencias radicales Ya desde el comienzo Jimena se dio cuenta de lo distinta que es la vida en África. De la escasez total de recursos de la gente local. “Las calles no tienen una cuadrícula, no hay un orden, todo es así nomás. No existe la recolección de basura, nadie la recoge. Queda tirada y, a veces, es la misma gente la que la prende fuego. No hay cloacas y el agua que toman es la del río. Es marrón, color chocolate. Dentro de la casa donde vivía solo se usa ese agua para bañarse. Así como viene del río te llega. Sin ningún proceso químico. Ellos la toman, pero nosotros por prevención, no. En la cocina teníamos un filtro especial. Las hermanas pusieron filtro también para el agua que entra al hospital. ¡Imaginate que nosotros no podíamos usarla ni para cocinar fideos!”, relata. “En las calles hay algunas tiendas, es una especie de mercadillo de distintas cosas. Venden telas que las mujeres usan para envolverse el cuerpo, ojotas y algunas camisetas de fútbol. No mucho más. En Chirundu hay un supermercado, pero al que la gente local no tiene acceso. Es carísimo para ellos. Venden leche en sachet, pero ellos no pueden pagarla. Pensá que un director de una escuela gana por mes unos 20 dólares”. Peor el hambre que la muerte La electricidad en Chirundu es algo aleatorio: a veces hay, a veces no. Pero en Lusitu, una aldea a 45 kilómetros de ahí, en la que la congregación tiene una escuela y una parroquia, la energía es algo insospechado. No pueden pagarla. Para llegar la camioneta de Gisela serpentea por una ruta entre los caminantes que buscan agua. El agua no corre por caños, hay que bombearla de manera manual para extraerla. Llegan a un sitio donde deben dejar su móvil y seguir caminando un par de kilómetros más. A Lusitu se llega a pie porque no hay calles ni veredas ni negocios. Solo pequeñas chozas redondas de barro, con techo de paja, la parroquia y la escuela. No mucho más. Jimena con la hermana Gisela en Zambia Jimena abre sus ojos y observa. Chicos que corren, gente agazapada a la sombra de un sol que raja la tierra. Pero lo que más la sorprende es verle la cara al hambre. “Los nativos temen más al hambre que a la muerte. Los nenes de la aldea van a esa única escuela. No tienen luz, ni agua, ni nada. Las chozas se disponen varias juntas y son chiquitas. En unas duermen, en otra comen. Tienen el piso de tierra colorada pulida donde el agua no penetra. Gisela, además de llevar la palabra de Dios, es también asistente social y como tal está a cargo de Lusitu. “Fue en esa aldea donde vi los casos más extremos de pobreza. Hay muchos niños con discapacidades mentales, amputados, mujeres enfermas”, relata todavía con el dolor en carne viva. Porque fue después de conocer Lusitu que Jimena empezó a llorar océanos por las noches. El choque cultural era demasiado fuerte para su cabeza esculpida entre los algodones de la vida confortable donde nunca faltó lo básico. No podía dejar de pensar. Las hermanas visitan la aldea Lusitu con frecuencia “Había muchos albinos que enfrentan enormes prejuicios culturales por ser considerados brujos o demonios, ¡viven peor que un animal! También chicos con retraso madurativo que se quedan ahí para siempre. Gisela les da contención, les llevamos jabón, comida, medicamentos… Les pregunta qué necesitan. A ellos les alcanza con ser mirados, escuchados. ¡Es tan conmovedor! La gente ve a las hermanas como si viesen a Dios mismo caminando. Creo que solo es entonces que dejan de sentirse olvidados por el mundo, o quizá, eso es lo que creo yo desde mi óptica sesgada por la malcrianza de tenerlo todo. No lo sé”. El vuelo insoportable de las moscas Jimena, por esas noches, empezó a preguntarse si había hecho bien en ir. Sentía que no podía hacer nada significativo para cambiar esas vidas. ¿Cuál era el fin? “Lo pasaba mal porque sentía que no podía cambiar nada, ni hacer nada por ellos. Pero Gisela me contuvo y me explicó con paciencia que, a veces, con estar alcanza. Con escucharlos y ayudarlos en pequeñas cosas cotidianas. Como un día que ayudamos a bañar a una chiquita que estaba muy enferma y llena de moscas. Fue muy duro. Piel y hueso. Tremendo. Los chicos andan desnudos, porque es más fácil eso que luego tener que andar lavando ropa sucia donde no hay agua. Verlos me hizo sentir el hambre ajeno en mi cuerpo. Es algo indescriptible, son condiciones de vida infrahumanas porque no acceden a nada. Se enferman, ni siquiera saben qué tienen y se mueren. Punto”. El agua de río llega directo a las canillas sin tratamiento La falta de comida es otro de los tantos problemas graves de la zona que visitó. Si bien el país tiene como principal activo la minería, especialmente el cobre ya que Zambia es uno de los grandes productores mundiales, no tiene una agricultura desarrollada. Se alimentan básicamente de una polenta blanca de maíz llamada Nshima. No hay mucho más que eso. Comen Nshima durante toda su vida. Una y otra vez. Es lo único que se planta en la aldea. Siembran a mano, tanto mujeres como niños, cosechan y muelen. De ahí sale lo que comerán por siempre, además de algunas frutas como mango y bananas. Jimena y Gisela visitan en la aldea a una señora albina de unos 35 años. Padece una gravísima afección en la piel. Nadie la lleva a ningún lado. ¿A dónde llevarla? ¿En qué? A la aldea se llega a pie. La mujer está rodeada de moscas, bajo el calor extremo que lo achicharra todo. Le dejan paracetamol. Creen que tiene cáncer de piel y ya todos aceptan que morirá pronto. En Chirundo hay dos jeeps que hacen de ambulancias, se compraron con donaciones que llegan de Italia, pero no se puede ingresar con ruedas hasta donde viven los moribundos de la aldea. En las condiciones en que está la mujer no resistiría caminar. Es la vida que le tocó y ella la acepta sin renegar. Jimena queda deshecha. Esa noche vuelve a soltar lágrimas. Admite que si bien es católica nunca fue muy religiosa y menos practicante. ¿Dónde está Dios en estos casos? Es la pregunta que se podría hacer, pero no la expresa. Gisela la consuela y le repite su mantra: “estar es para ellos suficiente consuelo”. El río Zambeze. La gente no puede tirarse al agua, a pesar del calor, porque está allí abundan los cocodrilos Le preguntó a Jimena por qué eligió ir allá, si acá también tenemos pobreza. Responde sin saber bien la razón: “allá es una pobreza distinta que acá no ves. No sé cómo explicarlo, es pobreza absoluta” y agrega otra frase que le dijo la hermana Gisela y defiende su elección: “no importa donde lo hagas mientras que lo hagas”. Este país africano donde el hambre cala los huesos es el productor del 20 por ciento de las esmeraldas del mundo. Zambia también posee turismo, las famosas cataratas Victoria y más recursos hídricos que otros países absolutamente secos del continente. A pesar de ello, el agua escasea para muchos y las temperaturas son subtropicales y se elevan pasando los 40 grados. Paradojas insoportables que se mezclan con esos habitantes cálidos a los que el hambre no les roba las sonrisas. Jimena cuenta, como anécdota, que si bien tienen un buen río, las personas no pueden ni pensar en acercarse a chapotear o nadar en el agua para mitigar el agobiante calor: “Hay cocodrilos en el río Zambece, es super peligroso arrimarse o simplemente bajar a la costa. También hay hipopótamos. El río no es un sitio para pasarla bien. ¡No tienen una a favor!”. Y no hablamos de cualquier tipo de cocodrilo: son los enormes, los llamados del Nilo que pueden pesar hasta una tonelada y vivir cien años. Nada menos. Niños caminan por las calles de Lusitu Los insectos pequeños también representan un riesgo. Una de las hermanas murió hace un tiempo por la picadura de un alacrán y existen víboras y arañas de todo tipo. Eso sí, los monos pululan por la aldea y Jimena lo encuentra gracioso “están por todos lados, como pasa en Argentina con los perros”. Enseñanzas desde el otro lado del mar La pregunta que podemos hacernos es qué aprendió Jimena de su experiencia. Responde rápido y sin dudar: “Muchísimo. Ante todo a valorar lo que tengo. ¡El agua! También la alimentación. Valoro ahora que existe un estado que te cuida, que somos visibles para el resto de los seres humanos, que tenemos voz, que nos escuchan, la higiene, la educación, las calles ordenadas, el poder defendernos y el poder pedir ayuda a alguien”. ¿Valió la pena entonces? “Y sí. Que ellos hayan sentido que a alguien, en la otra punta del mundo, le importa que existan, alcanza. Eso aprendí. Ellos sonríen siempre, son seres puro amor a pesar de que no tienen nada. Te abrazan, te tocan, te miran la piel. Poseen una sinceridad y una ternura ingenuas que demuestran con tocarte. Por momentos me preguntaba: ¿Qué hago acá? ¿De qué les sirvo? Lo cierto es que la experiencia quizá me brindó más cosas a mí que a ellos. Porque me llenó el alma”. Le pregunto sobre la culpa de tener y qué hace con ella. Dónde la esconde. Se queda callada unos segundos antes de empezar con su respuesta: “Ya te dije que lloré muchísimo. Me sentía inútil ante tanta carencia. En un momento le dije a Gisela que no podía soportar semejante pobreza. Me cuestioné: ¿Será que este continente está así de derrumbado por los blancos? Vamos de voluntarios, pero sabemos históricamente que los blancos hemos destruido, saqueado y olvidado a los africanos. Ahí es dónde nos llenamos de culpas. Uno se pregunta, me pregunto mejor dicho, si lo que queremos es demostrarles que algunos blancos podemos ser buenos. O, al menos, intentarlo”. A la aldea Lusitu solo se puede llegar a pie Gisela trabajó sobre la culpa de Jimena. Colaborar, ayudar y dar contención estaba más que bien, era algo, más que nada. También sobre el aceptar que no hay magia, como a veces se quiere, que pueda modificar ese mundo en un pestañeo. Le aclaró que debía tener claro que tampoco esa era su realidad, que estaba de paso. “Porque, sin querer, todo el tiempo estás comparando tu mundo con el otro. No podía ni comprar algo pequeño de más en el supermercado viendo esa pobreza extrema junta. Una vez llevé unas bolsas de caramelos para los chicos de la aldea. Estaban encantados, jamás comen nada distinto. Les duele más el hambre y la falta de agua que la muerte misma. Desde que volví pienso en todo lo que vi y en todo lo que viví. Estoy rodeada de gente que se queja de todo. Yo no quiero quejarme de nada. ¿De qué me voy a quejar? Tengo todo. Abro la canilla y tomo agua potable. A veces pienso que quizá soy yo la que no acepto que ellos puedan ser felices con nada. Ellos no piensan lo que podemos pensar nosotros que andamos tan acostumbrados a lo material, a lo abundante. Vivimos llenos de necesidades materiales que nos inventamos, pero con menos humanidad y menos sonrisas que los africanos que conocí. Capaz que logran ser más felices, con esa realidad que han naturalizado, que nosotros llenos de tontas necesidades y egoísmos”. Esto es lo que Jimena quería contarnos. Las dudas que la navegan como ser humano y que le quedaron instaladas en el cuerpo después de un mes en el mundo africano. No siempre hay moralejas, pero podría rematar diciendo que convivir con el hambre y las carencias puede terminar siendo para muchos, por qué no, una excelente lección de vida.

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