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» El Ciudadano
Fecha: 25/02/2025 10:28
Pablo Ananía / Especial para El Ciudadano Pocos nombres agotan el conocimiento que de la poesía argentina tiene el lector común del feis, el “common reader” de Virginia Woolf que definió a dicho lector como alguien que lee lamentablemente desde el sentido común, tal vez no diferente del crítico y del académico. Apenas podría mencionar a Borges, Gelman, tal vez Freidemberg y –retrocediendo unos años– Orozco, Pizarnik… El desconocimiento de la poesía argentina induce a juicios erróneos y da la sensación en esta plataforma que el común de sus lectores lo es sólo de un poema y que cualquier actividad estética (un óleo, una fotografía, una prosa poética, un libro o una crítica punzante) es cosa episódica o accidental, y no responde a una totalidad, a una trayectoria. Quiero decir: hay muy pocos, poquísimos, lectores de libros. Pareciera que existe más que nada la necesidad de dar cabida a poetas cuyos textos tienen el valor del afecto que se les profesa. Dicho lo cual, voy a reconocer que he cometido un sacrilegio féisbuco: acabo de leer un libro. Se trata de La constancia de quien quizás sea –según mi humilde percepción– sino el mejor uno de los cinco poetas argentinos contemporáneos vivos de excelencia: Marcelo Rizzi. No es la suya una poesía comprensible, asequible, de tono y raíz popular, bella y clara como agua de manantial, pero es como esas aguas de manantial que traen al oído la música de una lengua cuya única finalidad parece ser la belleza por la belleza misma, elevando esa lengua a una dignidad pocas veces alcanzada hasta hoy entre nosotros y poniéndola a la altura de las lenguas clásicas grecorromanas aunque completamente libre de las tiranías métricas. Y a la vez –aunque parezca contradictorio– es el suyo un lenguaje que induce tanto al mundo de las formas como al de las ideas donde el acto de escribir se convierte en una operación homérica que compromete a un mundo extraño, de fuerzas ignotas, donde lo vulgar se convierte en mágico, lo caótico se transforma en orden, lo indiferente en frenesí verbal. De esas “operaciones” extrae la poesía su goce, de esos tambores que predicen una hermosa tempestad simbólica, “fuerza inasible que portan las palabras: hacen que cada día nombremos a las cosas que ya no están”. Voy a escribir aquí algo que quizás parezca una burrada para cualquier crítico literario de fuste pero este hombre ha logrado en La constancia reunir en un solo poema ese tono extraordinario de distraída levedad que tiene la poesía de (Raquel) Jaduszliwer con la lamentación obsesionante de Los hombres huecos, de T.S. Eliot, yendo de la mancha roja en la solapa de un gabán hasta esa flor de nombre desconocido, a su secreta fragancia. Qué goce –reitero– hallar en la limpia atmósfera lírica de sus versos a Dionisio, capaz de cabalgar una pantera en un mosaico de Delos. Graciosa y ligera erudición la del poeta que no casualmente inicia su libro con una advertencia de Rilke, incitando al lector a deambular por una ciudad irreal como lo hizo –según yo imagino– alguna vez el mítico Sordello quien –atraído por las tinieblas de la historia humana y su ignominia– llegó a Babel, donde las moscas le zumbaban nuevos poemas en sus oídos, “fuera de todo cálculo –sugiere Rizzi–, su diario, exquisito alimento”.
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