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» Diario Cordoba
Fecha: 13/02/2025 17:15
La experiencia de viajar y hacer un intercambio cultural es siempre enriquecedora, pero solo si estamos dispuestos a empaparnos de las diferencias y aprendizajes que puedan ofrecernos. A veces lo que empieza como una aventura académica o profesional acaba convirtiéndose en una toda una transformación personal. Cuando las personas cruzan el Atlántico para vivir en un país como España, las diferencias culturales suelen ser evidentes desde el primer momento: la comida, los horarios, las costumbres sociales y hasta la manera de entender el tiempo contrastan con el ritmo de vida acelerado de muchos países de América, especialmente en Estados Unidos. Y si hay algo que sorprende a la mayoría de los americanos que vienen a España, es la manera en que aquí se vive la comida: sin prisa y con mucha conversación. Esto es exactamente lo que le ocurrió a Alex Gore, una joven de Nueva York que llegó a España para enseñar inglés en un colegio público. Fue destinada a Lucena, en la provincia de Córdoba, y aunque su intención era simplemente trabajar y conocer el país ha terminado por llevarse una gran lección de vida. En un artículo publicado en Times Union, Alex cuenta cómo el choque cultural más grande que experimentó no tuvo que ver con el idioma ni con las costumbres laborales, sino con algo tan cotidiano como el almuerzo. La segunda hora del almuerzo "A medida que se acercaba el final de la segunda hora del almuerzo, yo todavía no tenía idea de cuándo terminaríamos", explica en su artículo. Acostumbrada a una vida más estructurada y con tiempos definidos, le sorprendió que la comida no fuera solo un acto de alimentación, sino todo un ritual social: "el jamón fue cortado en lonchas y colocado en una bandeja delante de todos los comensales de la mesa. Apareció una tortilla de patatas, tan radiante como el sol. Se sirvió café, pero aparentemente no para beberlo inmediatamente". Al principio Alex trató de mantener su mentalidad de planificación estricta. Tenía su día estructurado: gimnasio, tareas domésticas y una cena temprano. Pero según su experiencia en Lucena las cosas no funcionaban así: "Mientras mi yo estadounidense regimentado replanificaba el resto de mi día, mis amigos charlaban, reían y contaban historias entre bocados de tapas" y no tardó en darse cuenta de que la comida no era solo para comer, sino una excusa para estar juntos. La paella mixta El punto de inflexión llegó cuando le sirvieron una paella gigante: "finalmente llegó la paella mixta, magnífica en su sartén de un metro y medio de ancho. Era lo mejor que había comido en meses". Pero más allá del sabor, lo que realmente la marcó fue la actitud de sus amigos: "En su falta de urgencia, descubrí la diferencia fundamental entre nuestras respectivas opiniones sobre la comida". Lo que para Alex era un simple trámite para seguir con su día, para los españoles era un momento sagrado de conexión social: "Mientras estaba sentada allí en el campo, con un bocado, un sorbo y una charla pausada que conducían al siguiente, me di cuenta de que había llegado a ver la comida principalmente como un medio para un fin". Me traeré muchas cosas de España En ese instante entendió que, en España las comidas eran un momento de compartir, hablar y disfrutar, sin importar el reloj. Tanto así que lo que empezó como un almuerzo se convirtió en una jornada de socialización que terminó bien entrada la noche: "A medida que la segunda hora daba paso a la tercera, abandoné mis planes para el resto del día". La vida en Lucena, según Alex, favorece un estilo de vida que en Estados Unidos es casi impensable: "Un descanso de tres horas por la tarde permite a la gente de aquí disfrutar de un largo almuerzo con compañeros de trabajo o familiares, vinculando la comida y la socialización a diario". Ahora de regreso a casa o quizás todavía en la duda de si volverá a EEUU el próximo año, Alex asegura que intentará llevarse consigo esta tradición: "El año que viene, si decido volver (lo siento, mamá y papá), me traeré muchas cosas de España: un acento andaluz, una mayor sensación de independencia por haberme sumergido, sola, en una nueva cultura y, sobre todo, una profunda conciencia de los vínculos que se forjan y fortalecen durante las largas comidas". Sin embargo sabe que la cultura estadounidense no facilita este tipo de pausas: "No me hago ilusiones de que sea posible almorzar durante tres horas más de una o dos veces al año en la vida americana que me construya". Pero al menos tiene claro que sus amigos y familia recibirán invitaciones a su casa para probar su "paella espectacular".
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