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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 13/02/2025 02:52
Quien tiene una mirada, probablemente no sepa que la tiene (Imagen Ilustrativa Infobae) Alguna vez, una profesora -de esas que nunca dicen lo que dicen, sino algo más y más- me preguntó acerca de una persona: “¿pero tiene algo para decir?”. Pensé que, en efecto, todos tenemos algo para decir y, sobre todo en el tiempo que vivimos, todo el mundo tiene cosas para decir, todo el tiempo, en todas partes, aunque a nadie le interesen esas cosas. Sin embargo, y evidentemente, el asunto campeaba por otro lado. Si hay algo que no se puede enseñar, al menos en el sentido más difundido de la enseñanza, es a mirar las cosas. No hay manera de que un discurso sea capaz de decir cómo se debe mirar, en qué conviene detenerse, cuáles son los pliegues de las cosas, qué no es prudente pasar por alto y, menos aún, cómo traducir esa mirada en algo que se pueda pronunciar y que, al pronunciarlo, produzca una convocatoria. No hay técnica establecida ni tiempo estipulado para forjar una mirada. Uno puede aprender a sacar en el tenis en cinco clases o en diez, usando el método que se transmite y repitiéndolo hasta quedarse sin sudor. Sacará mejor o sacará peor, pero algo habrá aprendido, la pelota pasará la red e iniciará el punto. Ahora, con la mirada es distinto. Uno puede repetir los consejos, las instrucciones, hacer foco en lo que le dijeron que corresponde hacer foco, mirar desde ciertos conceptos que también le impusieron y, aunque sea el mejor alumno, aunque lo haga a la perfección, probablemente tenga la mirada de quien le enseñó y de quien le enseñó a quien le enseñó, probablemente no tenga una mirada. Todos participamos de comunidades de diálogo que, por afinidad o cercanía, tienen algún tipo de mirada o, mejor dicho, la reproducen. Allí las cosas se ven parecidas y esto no quiere decir que no haya disensos, al contrario. Los contrapuntos que se plantean legitiman esa mirada común, la refuerzan, porque son diferencias que no la afectan en su sustancia, más bien se trata de matices o de modos alternativos de ponerle palabras. Desde luego que es posible que se trate de disensos planteados con euforia y que en la escena luzcan irreconciliables, pero integran lo mismo. Lo contrario sería una especie de fascismo óptico y nadie quiere estar allí, o al menos asumir que está allí. Quien tiene, realmente, una mirada, suele estar en otro andarivel de la discusión, detenerse donde todos pasan rápido, rascar las superficies anquilosadas, poner signos de pregunta a las afirmaciones de la doxa, convertir las conclusiones en partes de la argumentación. Quien tiene una mirada, suele estar corrido del borde de la mesa, con la distancia que dan los brazos extendidos y un poco desplazado hacia atrás en su postura, no es el que apoya los puños ni el pecho sobre la barra. Es real y figurativo, de algún modo se trata de una suerte de extrañamiento, imprescindible para mirar. Esto es, la capacidad de salirse de esa bulla de sentido en la que todos deambulan sin fisuras, salirse y entrar un poquito, solo un poquito, lo que no es fácil, pues resulta seductora la oferta de la mirada resuelta, que es ligera, menos espesa, menos cansada. Tampoco es cuestión de hacer una épica de la mirada propia y reivindicar a quienes van pateando los tachos por la vida, denunciándose incomprendidos por haber arrojado dos o tres apreciaciones rimbombantes en cada diálogo por el que pasaron. Esa también es una mirada nublada que, en rigor, no está preocupada por el punto de vista, sino por salirse a cualquier precio de lo compartido, de aquello que sí auténticamente es común. Aquí, como cuando se atraviesa un análisis, no se reconoce el tiempo preciso de los efectos, no es factible afirmar que a partir de cierto momento se adquirió una mirada y antes no se la tenía. De hecho, no es certero decirse a sí mismo tenedor de una mirada. Ocurre o no, y aunque hablemos de tener, no es algo apropiable. Una mirada que emerge como tal se nutre de tantísimas otras y tiene la virtud de no ser complemente ninguna de ellas. Tiene las geografías incrustadas de quien ha caminado y la palidez de una habitación de quien sabe quedarse consigo mismo. Tiene, también, la incongruencia de los gustos literarios, las películas malas y las buenas, los museos deglutidos y en los que se ha sacado la foto a la obra equivocada, las iglesias sin rezos y las conversaciones no convidadas. Quien tiene una mirada, probablemente no sepa que la tiene porque, en general, en este tipo de cosas, el esfuerzo por tener va a contramano de conseguir lo buscado. Es una portación angustiosa, a veces se traduce en la sensación de no querer tener algo que se tiene, en la voluntad de sacárselo de encima, de quitarse eso que desubica tanto. Sobre todo, porque no se puede dejar esto en la puerta y reponerlo cuando convenga, más bien lo opuesto, irrumpe cuando debería acallarse un poco. Nunca es gratuita la afrenta contra los sentidos coagulados y son más los desistimientos que las persistencias. Estar con otros exige, en ocasiones, acallar esa mirada o dejarla colar con suavidad, con lentitud, como una flecha que no alcanza su blanco, pero que en algún lugar se clava. Con todo esto, creo, tiene que ver aquel interrogante de mi profesora, aquello de “¿pero tiene algo para decir?”. Algo para decir desde una mirada, ganas de ver, de hacer espacio, de poner un ojo en los márgenes y, más allá, para desplegar lo que no entró, lo que nunca entra y que abre otra cosa, y otra, y otra. Es difícil tener, verdaderamente, algo para decir, tener una mirada, encontrar personas con una mirada. Pero, cuando aparecen esas miradas, cuando aparecen esas personas, hasta en la piel se siente que ocurrió, que por no sabemos qué motivo se hizo el tajo, se abrió la herida y es irreversible, y es un instante y es para siempre. Es una mirada.
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