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» El litoral Corrientes
Fecha: 08/02/2025 20:25
Nació el 4 de febrero de 1773 en la villa de Santelices, valle de Arcentales, provincia de Vizcaya, España. Fueron sus padres Joaquín de la Quintana y María de Orcacitas. A los ocho años de edad perdió a su padre. La Educación primaria la recibió en el hogar teniendo por institutriz a su madre, mujer paciente, virtuosa y económica que poseía toda la energía de la raza vascongada y era capaz de despertar en el pequeñuelo el ideal de las empresas grandes. En aquella atmosfera de austeridad y tiernas solicitudes maternales modeló su espíritu y forjó su carácter en la mañana de la vida. En la adolescencia abandonó el hogar para asistir a las aulas de Portugalete, villa situada en la ría de Bilbao, y cuyo centro de instrucción era afamado en la comarca. Allí nutrió su espíritu con ideas morales y su intelecto con una profunda preparación en matemáticas, en el arte de hablar y una belleza especial en la forma de la letra, que fue después una característica de sus discípulos. El ambiente de provincia la ahogaba: necesitaba paisajes novedosos y otros horizontes, y sus ojos tornaron hacia el suelo de América. Su ardientísima imaginación descubrió en lejanos países palenques para todas sus causas justas y todos los entusiasmos. Armado de valor caballeresco con que en otrora sus compatriotas conquistaron un nuevo mundo y de un bagaje de conocimientos nada vulgar, abandonó la península, embarcándose en Cádiz, con rumbo a Buenos Aires. A fines de 1790 arribó a la ciudad de destino. La suerte le deparó un protector que lo atendió con señalada actitud solicitud. Su primera dedicación fue el comercio; regenteó con resultados dudosos un estanco de tabacos. Una enfermedad pertinaz le postró en cama durante cinco meses. Recobrada la salud, su bondadoso protector le habilitó con un almacén. En breve su espíritu sufrió una ruda prueba con la muerte de su bienhechor. Un vacío inmenso se produjo a su alrededor y fueron aquellos días los de sus mayores angustias. La vida se le presentaba como un erial desierto, sembrado de asechanzas, donde siempre sucumbía la flaqueza terrena; los halagos de la suerte eran mentidos y las amistades confesadas tenían judaicos finales. El mundo necesitaba. Según sus vistas, de una reforma, y ésta se conseguiría por medio del sacerdocio y atendiendo preferentemente a la cultura y educación de las nuevas generaciones. Presa su mente de estas ideas, que le aguijoneaban con la obstinación de las predestinaciones, decidió de su vida en un cuarto de hora. En el piélago embravecido de los intereses encontrados, que pugnaban por un falaz predominio, se le presentó el retiro monástico con la magia de las grandes atracciones. Esa vida se amoldaba a sus inclinaciones y era propicia a su vocación. Se sometió voluntariamente a ejercicios espirituales; la soledad del claustro mostró a sus ojos mirajes ignorados. Profesó en el Convento de la Observancia de la ciudad de Buenos Aires, el 15 de Junio de 1796. En 1797, arribó a la ciudad de Corrientes e instalado, dedicó su vida a la docencia durante 57 años en la misma Escuela. Allí ejerció una amplia y fecunda acción educadora. Lo más granado de la juventud correntina lo tuvo como maestro. Cuando se hizo cargo de la escuela del Convento de San Francisco, siguió los pasos de Fray Andrés de la Trinidad. Abandonó su puesto el 13 de Agosto de 1854, después de haber educado a varias generaciones, de la que formaron parte ilustres correntinos. Al producirse su retiro, después de tantos años de docencia, el gobernador Juan Pujol lo declaró "Benemérito preceptor de instrucción primaria". El 13 de agosto de ese año se le tributó un homenaje público al que concurrió lo más representativo de la provincia. Postrado en su lecho, en medio de sufrimientos indecibles, continuaba pensando en su escuela. Su última acción lo revela un eximio filántropo. Por intermedio de su ex discípulo, don Juan Manuel Villar, mandó comprar 400 tejas de palma, cuyo costo fue de una onza de oro el ciento para el retejado del edificio; el blanqueo interior y exterior del mismo, así como la colocación de perchas, donde los alumnos depositarían sus sombreros y abrigos. La luz que animara aquél cerebro de organización pestalozziana iba amenguándose. Los esfuerzos de la ciencia fueron impotentes. Su médico el doctor Juan Antonio de los Santos, ex discípulo suyo, lo atendió con marcada predilección. El desenlace lógicamente esperado se produjo el 16 de abril de 1862. Fue un día de duelo para Corrientes. La sociedad y varias generaciones de alumnos agradecidos lamentaron la muerte del maestro que dejaba tras sí herencia de virtudes, renombre de austeridad y memoria de esclarecido filántropo. La gratitud póstuma de las generaciones por unánime consenso decretó una estatua al lego filántropo. El recuerdo de su nombre y de sus servicios de tantos años de enseñanza, proyecta en el bronce de su monumento “los rayos de una gloria tan pura como merecida”. El pueblo de Corrientes le erigió una estatua en el periciclo del templo San Francisco, costeada por el óbolo popular y la inauguró solemnemente el 12 de octubre de 1920. Desde ese día la legendaria efigie de Fray José de la quintana está a la expectación de las generaciones correntinas. Fuente: Manuel Vicente Figuerero.
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