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  • La razón del riesgo

    » Comercio y Justicia

    Fecha: 07/02/2025 08:06

    Por Luis R. Carranza Torres Parapetada a un lado de la puerta, echo un último vistazo a mi reloj pulsera. Es una antigüedad, con más años de los que quería acordarme, regalado por alguien que busco olvidar aún más. Lo conocí en la facultad, y me enamoré como sólo puede alguien la primera vez que la cosa va en serio. Hasta pensamos en casarnos y tener hijos. Hicimos la carrera juntos, entramos juntos al Poder Judicial. Entonces empezamos a separarnos: él fue al Ministerio Público y yo, a Investigaciones Complejas. Marcelo buscaba brillar, destacarse, ascender. Yo, desentrañar cuestiones complejas, investigar para probar la culpabilidad de los malos en serio. Hasta llegamos a convivir, antes de darnos cuenta lo distintos que somos en nuestras ideas de vida. Trato de quitarme de la cabeza esos recuerdos inoportunos. Es hora. No importa cuántas veces lo hayamos hecho antes operativos similares, o ensayado éste. Nunca este tipo de acciones dejan de ser peligrosas. Hubo un tiempo en que estas cosas me movilizaban. Ahora sólo es vicio. O peor aún, jugar en el borde de la cornisa. Cuanto te desilusionás de alguien que es todo en tu vida, nada vuelve a ser igual. Mucho deja de tener sentido. La adrenalina del riesgo, en la planificación previa, en la ejecución de estas operaciones, es lo único que me mantiene en eje, para dejar de pensar y hacerme la cabeza con otras cosas que no parecen tener remedio alguno. Por eso estoy ahí, en ese pasillo. Con chaleco antibalas y un pasamontaña oscuro cubriéndome el rostro; sólo mis ropas civiles marcan alguna diferenciaban de los cinco individuos de uniforme negro, con idénticos chalecos, cascos y los rostros cubiertos, que desde el otro lado del estrecho pasillo apuntan a esa puerta sus pequeños fusiles Tavor. “Concentrate, Feli”, me reto a mí misma, en tanto aferro con la mano izquierda la pistola Glock 17, dejándola apuntada al piso, cargada y con la falange del dedo acariciando la cola del disparador. No es esencial que esté ahí, pero quiero estar. Como dije, me he vuelto adicta a ciertas emociones, a falta de otras que justifiquen cuidarme. Es mi lado oscuro, que el dolor de un final de relación ha hecho enseñorearse en mis decisiones de vida. Veo las caras del equipo. Tienen los mismos ojos serios y concentrados que yo. Todos hombres; soy la única mujer en el procedimiento, como es costumbre. Sé que puedo confiar mi vida en ellos y ellos la suya en mí. Gente de código, con la lealtad que sólo trabajar con riesgo de vida dependiendo del otro puede dar. Tal vez por eso son los únicos hombres que no me han jodido en algo la existencia. Todo es muy rápido. Llamamos la puerta, gritamos que tenemos una orden de allanamiento, que abran. Nada. Hago una seña y uno del equipo, armado con una escopeta de combate SPAS-12, dispara primero a las bisagras de la puerta y, luego, a un lado de su cerradura. La puerta, después del tercer estampido, se desploma hacia dentro. Viene el turno de un par de granadas por el hueco de la puerta, que estallan dentro, con gran estrépito y diseminando humo por todas partes. Luego, los hombres de negro se precipitan hacia dentro del departamento apuntando sus armas, listos para dispararlas. Yo entro inmediatamente después de ellos. No tengo necesidad, pero lo hago. Adentro, el departamento es un caos. Billetes que vuelan por el aire, cajas apiladas en todas las paredes, gente que quiere escapar, otra todavía confundida, con el humo sin despejarse e, imagino, silbándole los oídos por las granadas de aturdimiento. Todavía el área dista mucho de estar asegurada. Alguien sale de un pasillo enfrente de mí, con un bulto en las manos y me lo arroja. Trato de hacerme a un lado, pero aun así me golpea en la frente. Dolor. Caigo al suelo, todavía sin saber bien con qué me impactó. Siento que me llevan a rastras, de la manija del chaleco por atrás que está para eso. Luego, fuera del peligro, en el pasillo, me ponen de pie y uno del táctico me ayuda a salir de ahí, por las escaleras. Hay una ambulancia fuera del edificio. Un médico me atiende. La frente me palpita y me duele cuando me toco, pero parece que estoy bien. Veo, poco después, como el resto del grupo táctico se lleva esposados a la gente que encontramos, en tanto los del equipo científico entran al edificio, con sus ropas marrones y sus valijas de equipos, ya con guantes de plástico en las manos. Todavía estoy algo aturdida cuando me sacan el pasamontaña. Mis rulos cobrizos caen libres. Veo mi reflejo en el vidrio de la puerta de la ambulancia mientras me curan. Tengo una contusión en la parte derecha de la frente, que se extiende hacia abajo hasta el costado del ojo. Protesto que no es nada y que estoy bien, pero el médico no me hace caso. Mientras me ponen no sé qué crema en el magullón, antes de cubrirlo con un apósito, uno del equipo de la científica viene y me muestra una bolsa de evidencia con todos los pedazos del jarrón que me tiraron encima. Hay bronca en mis ojos verdes, por haberme dejado sorprender así. Con un antiinflamatorio tomado bajo protesta de mi parte y dos días de parte médico inapelable, la curación termina. Pienso, adolorida, si en irme a ese departamento vacío del que escapo o incumplir la indicación médica. Entonces lo veo acercarse y no puedo dejar de putear por lo bajo. El señor fiscal en persona. Para los demás, el jefe común de todos los que estaban allí. Para mí, una cuenta pendiente de la que quisiera olvidarme. Y para peor, está tan o más apuesto que siempre. Impecable con ese traje azul y el abrigo color camel. Me han arrojado cosas, golpeado, disparado y hasta apuñalado. Pero nunca nadie me ha provocado más daño que él. Viene derechito a donde estoy. No, antes se para y habla un par de palabras con el médico que acaba de curarme el golpe. Me ve de reojo, mientras conversa. Yo hago como que no existe. Parece preocupado. Me pellizco para no ceder a la tentación de ablandarme por eso. No es por mí ese rostro compungido, ni que haya venido hasta acá, como viene siempre que me pasa algo. Tan sólo es a causa de su conciencia sucia. Me descubro arreglándome un poco mis rulos, rebeldes sin remedio, usando el vidrio de la puerta de la ambulancia como espejo. Soy una tonta, siempre lo he sido con él. Pero pasó ya el tiempo que podía venderme cualquier buzón. Ya fue, le di pista, pasé la página y quedó en mi pasado. Me digo todo eso y luego me pregunto por qué, si es así, busco estar presentable, escondiendo con el pelo el apósito para cuando venga hasta donde estoy. Al fin lo tengo delante, todavía sin salir de la conmoción, no por el golpe sino por verlo aparecerse ahí. -¿Cuándo vas a dejar de hacer estas cosas? Siempre es así de directo. En un tiempo me gustaba, ahora odio ese rasgo suyo. -Es mi trabajo. -Sabes muy bien que no tenés por qué estar acá ni hacer esto. Estás a cargo de una unidad de investigación, no de intervención. -No voy a mandar a otros para que se arriesguen por mis investigaciones. El mira hacia arriba, brevemente. Conozco esa mirada. Es fruto de su frustración, de no poder hacer que las cosas se acomoden a sus deseos. Y me encanta haberla provocado. -No me vengas con ésa. Sé perfectamente que lo hacés para jorobarme la existencia. Y tenerme preocupado por lo que te pueda pasar. -Te das mucha importancia conmigo. No todo el mundo gira alrededor tuyo, Marcelo. Terminamos, caso cerrado, finito. Ya no hay nada entre nosotros. Se lo digo, tratando de convencerme yo misma de eso. Por lo que veo, a él tampoco le suenan muy convincentes mis palabras. Sigue con sus manos dentro del maldito sobretodo. -No quiero que lo hagas más, Feli. ¿Quedó claro? Trata de ser amable, conciliador al decirlo. Yo no, al responderle: -Mi nombre es “Felicitas”, no “Feli”. Ya no tenés esa confianza. Me pone esa cara de tierno que siempre me ha podido. Y casi lo logra, esta vez. -No quiero que estemos así. Aunque hayamos terminado. Decime qué hacer para tener eso al menos. -Si vos dejás tu trabajo yo hago lo mismo con el mío, ofrecí, desafiante. Él se sorprendió por eso. No menos que yo. Las palabras habían salido como de la nada, de muy dentro, como si fuera Feli quien las dijera. – ¿Y después qué? ¿Vivimos del aire? Le retruco que podríamos conseguir una ocupación normal como abogados, con trabajo normal y horarios normales, que hiciera espacio para tener una relación como la gente. Sin asuntos urgentes, sin imprevistos para quedarse en el palacio de Justicia más que en la propia casa. De pronto me encuentro que estoy hablando con él de cosas que juré no hablar más. Él me mira, al parecer sorprendido por mis palabras. -Sabés que renunciaría mañana mismo a mi cargo, si supiera que tengo una posibilidad, aún una remota posibilidad, de que vuelvas conmigo. Eso me dice, el muy cara rota. Mentira, siempre lo mismo. Lo observo a los ojos. No encuentro en ellos el mínimo rastro de deshonestidad pero de todos modos no le creo. O, más bien, no quiero hacerlo. Trato de convencerme de que me está mintiendo. Más por el dolor que todavía tengo por él que por convencimiento. -No me vengas con ésa, a pedirme a mí seguridades. Hacé lo que quieras, es tu vida. Me zafo de su presencia sin demasiada brusquedad y voy hasta donde está el resto de mi equipo. Camino, disimulando el paso inseguro, sin que él me detenga. Marcelo no me sigue. Al principio me alivia terminar esa conversación con él, la primera desde la pelea. Luego, me aflige. “Si en verdad supiera que él me quiere, que me quiere de verdad, que me ama, no haría estas pendejadas”, me reconozco a sí misma. Pero él solo está enamorado de su propia carrera. O eso creo. Al siguiente día me llega la noticia, mientras estoy en la reunión previa a realizar otro allanamiento que se anticipa complejo, con dos unidades de equipos tácticos actuando y la policía cerrando dos manzanas alrededor del objetivo. De pura casualidad me entero, por un comentario de dos que hablan en un pasillo. – ¿Se acuerdan de Marcelito? Tanto que rosqueó para ser fiscal, ahora renunció por cuestiones “estrictamente personales”. Así, sin más. Es el comentario de todo el primer piso. Nadie sabe por qué hizo eso. Me quedo helada al oír el comentario. Dos horas y media más tarde, cuando allanamos el objetivo, fue la primera vez desde que tenía memoria, en que esperé a que los del táctico ingresaran y aseguraran el área, antes de poner un pie dentro. Tomar ciertos riesgos ya no tenía razón de ser. Por lo menos, no hasta que averiguara si yo era la razón detrás de la renuncia más comentada de la jornada en el Ministerio Público.

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