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» El litoral Corrientes
Fecha: 04/02/2025 03:50
*Por José Luis Zampa Pasó la primera noche de la fiesta que brilla al ritmo de canciones y danzas ejecutadas por los artistas que no cobran, sino que pagan por estar en la pista. El carnaval es, en muchos aspectos, el reino del revés y la transgresión. Lo fue en generaciones pasadas, cuando abría la ventana para que las demonizadas diferencias de género fueran celebradas (al menos) durante una noche de fantasía, y lo fue hace pocos años, cuando algunos obtusos reclamaban que se clausurase el corso porque arreciaban los incendios. Como si encarcelar a Momo hubiera surtido un efecto metafísico por medio del cual las llamas se apagarían a medida que se acallaran los redoblantes. El carnaval es mucho más que un grupo de pasistas haciendo coreografías mientras portan trajes espectaculares, pero en esos comparseros reside la esencia de un espectáculo que sigue siendo capaz de sorprender aunque algunos den por sentado que ya todo ha sido inventado y que sólo resta copiar lo que otros produjeron antes. No es así. La salida de cada comparsa implica el apetito de conocer, el afán de develar el misterio de los colores, las temáticas y las dinámicas de campeones y retadores. Cada edición renueva una pulseada por el cetro en la cual cientos de integrantes que muchas veces ni siquiera se conocen sincronizan movimientos para darlo todo en el pavimento, con la meta de llegar a lo más alto. El trabajo en equipo y el espíritu colectivo son características inescindibles de este show que tanto cautiva a propios y extraños. Y en tiempos de individualismo esa faceta del carnaval se traduce como un canto de resistencia. Ni que hablar de la riqueza humanística que representa la presencia de la hoy sojuzgada comunidad LGBTQ+ en cada una de las agrupaciones, en un mismo vibrato comunitario, al son de melodías que apasionan a todos por igual, sin que importen nada de nada las preferencias íntimas de nadie. Mientras un alto funcionario nacional postula con acritud que "cada uno haga lo que quiera (pero) entre cuatro paredes", en el carnaval los prohibidos, los discriminados y los señalados con el dedo son protagonistas largamente aplaudidos por un público deconstruido que aprendió a comprender el núcleo motivacional de una fiesta que iguala a los distintos y hermana a los adversarios: se trata, ni más ni menos, de celebrar la vida. Desde el que pagó por un lugar en la tribuna más modesta hasta el que se dio el gustazo de apreciar el desfile sentado en un palco, desde el tamborilero que se pierde en la inmensidad de una escuela de samba hasta la más bella solista enfundada en piedras y plumas exubernantes, todos están allí porque asumieron que el ciclo biológico es finito y que divertirse no solamente está bien, sino que es indispensable para volver a la dura batalla cotidiana que cada ser humano libra silenciosamente, justo cuando el lector atraviesa estas líneas con el esfuerzo que implica sumergirse en un texto largo con el que -para colmo- ni siquiera coincide. Ya habrá tiempo para hablar de la calidad de las comparsas, de la genialidad de los diseños y de los hectolitros de talento regado por los que transpiran en el centro de la escena, ante el implacable escrutinio de jurados y espectadores. El traje de San La Muerte (fenomenal), los pases de una comparsa a otra de una temporada a otra, la merma de integrantes de la formación campeona, el duelo de hijas (del gobernador y del intendente, en el "Boca-River" de las comparsas), el impacto de las canciones inéditas, el arte de las vestimentas, el buen estado del renovado corsódromo, el aceitado operativo de tránsito, el crecimiento de los espónsores, la chiqueza de algunos dirigentes, la grandeza de muchos integrantes, la competencia por el mejor traje, las ausencias más sentidas, la alegría de tantos, el encuentro de todos y la magia de coincidir en un mismo punto, con una misma pasión, en el mismo momento cósmico.
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