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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 03/02/2025 02:48
Cerca del Riachuelo, los expedicionarios fundaron un fuerte con un muro de dos metros de altura y ranchos con techo de paja La historia oficial dice que fue en Parque Lezama, esa parte alta de esta ciudad tan llana. Ahí, en ese barranco en el que se tocan San Telmo, La Boca y Barracas, está erigido el monumento que homenajea a Don Pedro de Mendoza, el hombre que en los primeros días de febrero de 1536, hace exactamente 489 años, ordenó construir un fuerte a la orilla del riachuelo en el que había apostado las 14 embarcaciones con las que había llegado desde España. Ese fuerte y ese apostadero al que nombró Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire y que fue el embrión de lo que hoy es Buenos Aires, aunque hiciera falta una segunda -y definitiva- fundación algunos años después. Pedro de Mendoza había convencido a la Corona española de que había que explorar y, de paso, conquistar las tierras aledañas al llamado Río de Solís en honor a quien lo había descubierto en 1516. No era el único nombre de ese curso de agua, también lo llamaban Río de la Plata. La creencia era que en esa zona podían encontrarse valiosos yacimientos de ese metal y, además, podía servir para encontrar una ruta al Potosí, esa promesa de oro que guiaba las expediciones de quienes llegaban desde el imperio español. Así que Don Pedro de Mendoza insistió, movió sus influencias y, hacia 1534, logró ser nombrado Primer Adelantado del Río de la Plata. Con 1.500 tripulantes y alrededor de 100 caballos y yeguas, se lanzó al mar y, sobre todo, a la aventura. A cambio de financiamiento, les había prometido a varios cortesanos del rey Carlos I de España que encontraría suficientes riquezas como para dividir las ganancias y que todos quedaran contentos. Llegó a ese riachuelo y a esa barranca entre el 2 y el 3 de febrero de 1536, según qué historiador cuente aquel desembarco. “Allí levantamos una ciudad que se llamó Bonas Ayres”, escribió el bávaro Ulrico Schmidl, a cargo de llevar las crónicas de aquella expedición. Un fuerte precario Don Pedro de Mendoza tenía encomendada una misión en su viaje al Río de la Plata: fundar al menos cuatro ciudades. Lo que hoy es Buenos Aires no fue proyectada en ese desembarco como una de esas cuatro ciudades, sino como un fuerte desde el que resistir cualquier intento de invasión a través del río descubierto por Juan Díaz de Solís. Un fuerte más bien precario, rodeado por un muro de tierra de casi dos metros de alto y una fosa con empalizada. Don Pedro de Mendoza, el primer Adelantado del Río de la Plata Dentro del fuerte, los conquistadores construyeron ranchos de barro y de paja para que vivieran los expedicionarios. Cinco de esos ranchos funcionaban como iglesias y había también una vivienda de mayor resistencia, con techo de tejas, en la que vivía Don Pedro de Mendoza. La precariedad de las construcciones hizo que, después de la destrucción de ese fuerte, no quedaran rastros que permitieran ubicar exactamente en qué rincones de nuestra actual ciudad se ubicaban los expedicionarios. Se especuló con que estuvieron en la zona de La Boca, San Telmo e incluso Parque Patricios. Dos semanas de paz “En esta tierra dimos con un pueblo en que estaba una nación de indios llamados carendíes, como de 2.000 hombres con las mujeres e hijos; nos trajeron de comer, carne y pescado. Estos carendíes no tienen habitaciones propias, sino que dan vueltas a la tierra, como los gitanos en nuestro país; y cuando viajan en el verano suelen andarse más de 30 millas por tierra enjuta sin hallar una gota de agua que poder beber. Si logran cazar ciervos u otras piezas del campo, entonces se beben la sangre. También hallan a veces una raíz que llaman cardes la que comen por la sed”, escribió Schmidl para referirse a los querandíes, el pueblo originario con el que se encontraron los expedicionarios que llegaron a lo que hoy es territorio porteño. Durante dos semanas, los integrantes de esa población sirvieron a los conquistadores españoles. Les garantizaban el alimento en medio de una tierra en la que no había cultivos ni animales en abundancia. Pero esa especie de bienvenida amistosa se terminó de forma abrupta y sin que los expedicionarios lo pudieron prever. En Parque Lezama, un monumento recuerda a Don Pedro de Mendoza y también al pueblo querandí Algunos querandíes habían sido apresados por los españoles, que consideraban que algunas de sus conductas no eran apropiadas. Esto hizo que esa comunidad, en su totalidad, decidiera que los conquistadores ya no eran visitantes amigables sino una amenaza. La suerte de los comandados por Pedro de Mendoza, y de esa primera fundación de Buenos Aires, acababa de cambiar. Boleadoras y hambre Cuando los querandíes decidieron dejar de abastecer a los conquistadores, los españoles ya habían asumido que tenían derecho a esa prestación. Según las crónicas de Ulrico Schmidl, tres expedicionarios fueron enviados a un asentamiento de esa comunidad: “Cuando llegaron adonde estaban los indicios, acontecióles que salieron los tres bien escarmentados, teniéndose que volver enseguida a nuestro fuerte (...) Las órdenes fueron tomar presos o matar a todos esos indios carendíes y apoderarnos de su pueblo. Mas cuando nos acercamos a ellos había ya unos 4.000 hombres, porque habían reunido a sus amigos”, escribió. Los españoles y los querandíes se enfrentaron masivamente en una zona que, a partir de ese momento, tomó un nombre que todavía está vigente: La Matanza. “Emplean unas bolas de piedra aseguradas a un cordel largo del tamaño de las balas de plomo que usamos en Alemania. Con estas bolas enredan las patas del caballo o del venado cuando lo corren y lo hacen caer. Fue también con estas balas que mataron a nuestro capitán”, contó Schmidl en sus escritos. Se refería a las boleadoras, un arma frecuente entre los querandíes para la caza y también para los enfrentamientos entre distintas comunidades. En la contienda de La Matanza, y gracias a contar con armas de fuego y arcabuces, los españoles resultaron vencedores a pesar de la destreza y la enorme resistencia querandí. Pero después de ese enfrentamiento con quienes se habían ocupado de su supervivencia más básica -la comida y el agua-, los conquistadores quedaron a merced de su propia suerte. No estaban preparados para sobrevivir en la llanura pampeana, y el verano rioplatense -y los mosquitos de esa temporada, que ya eran un problema en ese entonces- resultaban una amenaza. No sabían ni cómo ni dónde encontrar alimento, y las expediciones que partían con ese objetivo a recorrer las zonas aledañas no arrojaban ninguna buena noticia. Los conquistadores españoles celebraban misa en las tierras a las que llegaban “Así aconteció que llegaron a tal punto la necesidad y la miseria que por razón de la hambruna ya no quedaban ni ratas ni ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra gran necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y cueros todos”, contó Ulrico. La necesidad de alimentarse llegó a los extremos. Tres españoles que habían viajado con Don Pedro de Mendoza robaron uno de los caballos que habían llegado desde la Península Ibérica para faenarlo y comerlo. Para reprimir esa conducta e impedir que se repitiera entre otros expedicionarios, fueron condenados a la horca. El resultado del castigo fue muy distinto al esperado: “Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonas Ayres”, contó el bávaro en su crónica. La desesperación ante el hambre era feroz. El fin de la aventura A la hambruna generalizada se sumó el asedio constante de distintos pueblos originarios que, guiados y envalentonados por los querandíes, se unieron para expulsar a quienes habían invadido sus tierras. El 24 de junio de 1536, apenas cuatro meses después del desembarco, los querandíes atacaron con flechas prendidas fuego que incendiaron los techos de paja de los ranchos del fuerte. “Nos quemaron la ciudad hasta el suelo”, dice la crónica de Ulrico Schmidl. Las flechas incendiaron el fuerte y también cuatro de las catorce embarcaciones que los españoles habían traído desde el otro lado del océano. El Primer Adelantado del Río de la Plata decidió que era hora de volver a España cuando uno de los ataques de los querandíes dio muerte a su propio hermano. Además, la sífilis que sufría empezaba a agravarse. Una reconstrucción gráfica del ataque con fuego al fuerte y las embarcaciones españolas. (Fuente) El fuerte que se había fundado con el nombre de Buenos Aires quedó abandonado, y de él no quedarían prácticamente vestigios físicos, aunque sí un rastro simbólico que perdura hasta hoy. El primer paso para que este pedazo de tierra se llame, casi quinientos años después, Buenos Aires, ya estaba dado. Y eso no era poco. Don Pedro de Mendoza murió en 1537 en alta mar, durante su viaje de regreso a España y producto de la enfermedad que padecía. Para evitar contagios por los gases y las sustancias que pudiera desprender su cadáver, fue arrojado al océano en pleno viaje. Al levantar campamento, los españoles dejaron siete caballos y cinco yeguas en estas latitudes. Del fuerte quedarían, sobre todo, las crónicas. Y tendrían que pasar más de cuarenta años para que otra expedición, comandada entonces por Juan de Garay, decidiera establecerse allí, ya proyectando una ciudad. Esa segunda fundación no sólo encontraría a los pobladores originarios, sino a toda la caballada salvaje que se había reproducido a partir de esos pocos ejemplares dejados por los primeros conquistadores. Algo de la identidad pampeana que conocemos hoy había empezado a forjarse, ¿o el gaucho no va a caballo? Buenos Aires tendría revancha: en 1580 llegaría su segunda y definitiva fundación. Esa que puso a crecer a esta metrópolis en la que ahora viven más de tres millones de personas y que sigue ostentando ese nombre puesto desde la punta de un barranco, cargado de ilusión.
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