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Concordia » El Heraldo
Fecha: 02/02/2025 21:12
Luego de un invierno seco en que las pasturas mermaron considerablemente quedando los campos muy bajos, la primavera se presenta difícil para los animales, por lo que muchos colonos debieron arrendar campos en costas de arroyos donde llevar la hacienda para reponerla y que tengan buenas pasturas y aguada permanente. Papá tomó en arrendamiento 50 hectáreas a los dueños de la cremería de la colonia, los hermanos Postan, cuyo campo estaba ubicado en la confluencia de los arroyos Rabón y Grande, bien empastado, no siendo apto para cultivos pues tenía mucho monte virgen y abundantes cerros de piedra mora. Periódicamente lo recorría a caballo para controlar el estado de los animales, curar alguno abichado y traer de vuelta las vacas con avanzado estado de preñez, pero principalmente contarlos porque hubo veces en que faltaba algún animal, y si bien se hacían las denuncias correspondientes a la policía de la zona, difícilmente aparecían, muy rara vez, luego de lonjear los cueros en las carnicerías, alguna muy difusa marca del propietario. Para esa época yo tendría alrededor de once años y comenzaban las vacaciones escolares. Un domingo temprano papá me ofrece ir con él a controlar la hacienda, lo que de inmediato acepté ya que no era frecuente que me pidiera que lo acompañe para “ayudarlo” por si habría que arriar algunos animales. Agarré la petiza piquetera con la que iba a la escuela, la ensillé mientras los perros, al ver que ensillábamos los caballos para salir al campo, correteaban impacientes por acompañarnos. Ató el lazo a los tientos del recado y al costado una bolsita con sendas botellitas conteniendo alcoluz y fluido por si había que curar algún animal. Yo me calcé la boina por si encontraba algunos niditos con huevitos de alguna variedad que aún no tenía en mi colección, porque si los traía en los bolsillos de la bombacha seguro se romperían. Marchamos hasta el fondo de nuestro campo, atravesamos el campo del vecino Bolchinsky para acortar camino, siendo yo el encargado de abrir los portones que eran varios. Al llegar hasta la cremería que era un “enorme” establecimiento para mi visión infantil, nos detuvimos a saludar a los dueños, encontrando a uno de ellos en el local principal subido a una alta tarima revolviendo con una larga paleta de madera dentro de un gran tanque lleno de leche, preparándola sin duda para hacer quesos, que en una vasta región eran muy reconocidos por su calidad. Jaime Postan, una persona delgada que vestía camisa y bombachas arremangadas, al vernos llegar se acercó solícito a conversar con papá, con quien tenía una gran amistad que se remontaba a los primeros años de la fundación de la colonia. Después de un rato de amigable charla, seguimos hasta el campo arrendado, siendo dificultoso reunir la hacienda metida en el monte, por lo que mediante fuertes gritos y con la ayuda eficaz de los perros los pudo contar, comprobando que estaban todos, y controlaba el grado de preñez de las vacas, dando un rodeo alrrededor del animal, mientras yo me preguntaba cómo sabe calcular o saber cuáles estaban preñadas, pero me daba vergüenza abordar esos temas..., no obstante como cualquier chico criado en campaña, era muy natural ver el apareamiento de distintos animales, ya sean vacunos, equinos o aves de corral, o haber presenciado muchas veces cuando una vaca o una yegua estaba pariendo, inclusive más de una vez en que una vaca tenía dificultades para parir, ver cómo papá se arremangaba e introducía un brazo para acomodar el ternerito que no estaba en posición correcta para nacer. - Falta la vaca picaza, -me comenta papá- no me acordaba que también la traje hace unos meses Comenzamos a recorrer minuciosamente todo el campo, hasta que cerca del alambrado del fondo la divisamos. - Está recién parida, todavía no desprendió la placenta y puede abicharse, vamos a ver si encontramos el ternerito, vos andá por allá que yo voy por este otro lado. Es bien conocido que cuando pare una vaca en el campo, generalmente esconde la cría y no es fácil encontrarla. Por suerte los perros, a poco de andar comenzaron a ladrar, mirándonos y dando saltitos, cerca de un alto chircal, donde comenzaba la arboleda del monte, al lado de unas enormes piedras mora llenas de cuevas de vizcachas. Allí nos dirigimos con la recomendación de papá de que tenga cuidado y no vaya al galope por el peligro de una rodada. Arrollado entre las matas estaba el ternerito. Papá se apeó, lo revisó y lo alzó colocándolo atravesado sobre las cruces del caballo mientras la vaca se acercaba al trote mugiendo impaciente. - Yo lo llevo y vos arriá la vaca -me dijo- Y así emprendimos el regreso. Con la vaca no había problema porque no era de primera parición, era mansa pues había estado en el corral de la ordeñada, de todos modos, seguía de cerca al caballo que llevaba su cría, por momentos de un lado, por momentos del otro, mugiendo casi de continuo, en tanto que de su hinchada ubre escapaban chorritos de calostro. Hubo momentos en que estuve muy tentado de detenerme porque hacia dónde dirigiese la mirada estaba lleno de niditos, revoloteando entre la arboleda todo tipo de pajaritos comunes en nuestra campaña, viuditas, brasitas de fuego, calandrias, pirinchos, cardenales, además de los teros que tendrían nido cerca de donde pasábamos porque de tanto en tanto nos hacían vuelos rasantes profiriendo su clásico grito o salía volando una perdiz de entre los pastizales a medida que marchábamos, pero la responsabilidad y el compromiso contraído de “ayudar” en esta oportunidad y dadas las circunstancias no me animé a detenerme, además no podía fallarle a papá que me comprometió tan seriamente a prestar mi colaboración, pero a decir verdad, ganas no me faltaban, pues no sabía cuándo podría venir nuevamente. Atravesamos los portones que yo abría, parándome detrás de mi petiza siempre por temor a la vaca que nerviosa se acercaba al caballo de papá a olfatear el ternerito y cuando se le arrimaba alguno de los perros arremetía contra ellos amenazándolos con los cuernos. Poco antes de llegar a los corrales de nuestra casa, al atravesar el arroyito, escuchamos un fuerte barullo, como una gran pelea de perros, algunos gritos, lo que nos resultó sumamente extraño; papá apuró el trote del caballo, entramos al corral cerrando el portón, bajó el ternerito tratando de tranquilizar la vaca hablándole continuamente, acercándole la cría hasta que logró que empiece a mamar, mientras yo desensillaba los dos caballos largándolos en el piquete junto al molino donde estaba el bebedero. Volvimos a escuchar fuertes gritos y ladridos, ahora más nítidos y observo que papá, al comprobar que en nuestra casa no había nadie, se dirige presuroso, casi corriendo hacia la casa del vecino, siguiéndolo yo bastante asustado. Cuando ingresamos al patio observamos una escena conmocionante: la señora vecina corría desesperada por todo el patio de su casa llevando en alto con sus brazos a su hijito mayor, de unos cuatro años, como desvanecido, mientras gritaba con todas sus fuerzas: - Se me muere!!! Se me muere!!! Mi hijito se muere!!!! Estaban todos los vecinos, pero nadie atinaba a hacer nada, y entre el griterío los perros excitados ladraban y peleaban por lo anormal de la situación. Sin dudar un instante papá toma al chico exánime casi a la fuerza de los brazos de la madre, se pone en cuclillas, lo acuesta boca abajo bajándole el pantaloncito y comienza a darle palmadas en las nalgas con toda su energía, mientras la señora, parada detrás de papá, le tiraba los cabellos gritándole muy alterada: - No lo mate!!! No me lo mate!!!! Mi mamá que estaba al lado contenía como podía a la señora mientras papá no dejaba de darle fuertes palmadas. Pasados unos instantes lo dió vuelta, murmurando: - Movió los ojos! - Mentira!!!! Me engañan!!! Está muerto!!!! -gritaba la madre- Siguieron las enérgicas palmadas, y al volverlo nuevamente, abrió apenas la boquita, por lo que papá le introdujo el nudillo del dedo índice, volviendo a murmurar: - Creo que lo salvé!! Pero continuó con las palmadas enérgicas un tiempo que a mí me pareció larguísimo, dándolo vuelta varias veces, muy agitado, comprobando que el pequeño aflojó la mandíbula y comenzó a respirar en forma agitada abriendo y cerrando los ojitos extraviados. Tiempo después de este suceso, conversando con un vecino, escuché que papá le contaba que su abuelo inmigrante le había comentado en una oportunidad de que, en Europa, en la colonia en que vivían, había sucedido un caso en que un niño pequeño, cada vez que tenía un motivo que lo angustiara, en vez de llorar se desmayaba, por lo que procedían a desnudarlo y pasarle cepillos por todo el cuerpo con energía, hasta casi sangrar la piel, de esa manera lograban su recuperación. En circunstancias donde se producen situaciones límite, donde no se tiene la posibilidad de recurrir a un médico, en regiones de la campaña alejadas de un poblado, muchas veces se debe tener el coraje de tomar decisiones y acudir a recursos extremos, como en el presente caso, para tratar de salvar una vida.
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