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» Diario Cordoba
Fecha: 30/01/2025 18:09
Hace mucho tiempo, cuando a pesar de su tos de fumador desatado la muerte para él era una certeza lejana, Julio Merino me hizo prometerle que llegado el momento le escribiría un obituario. No me reclamó que lo hiciera en caliente, cosa que además me fue imposible cuando, hace una semana, falleció a los 84 años en la Cruz Roja por insuficiencia respiratoria; así que vayan ahora estas líneas que no quieren ser tristes, porque a él no le hubiera gustado, en recuerdo de mi amigo Merino, un cascarrabias de histriónico vozarrón, lengua afilada y trasfondo sensible, inteligentísimo y generoso, que a nadie dejaba indiferente. Fue un periodista de altos vuelos, con la noticia inyectada en vena, al que conocí cuando, ya jubilado y desencantado de la corte madrileña, se instaló aquí y, mitómano que era, empezó a colaborar en este periódico con sus ‘Grandes de Córdoba’. Pero fue mucho más: novelista, historiador y dramaturgo muy premiado pero no representado -su pueblo, Nueva Carteya, subirá a escena este sábado un inédito ‘Napoleón’ del que ya no le llegarán los aplausos-; un autor de más de cien libros, hoy compilados en quince tomos de obras completas, y 10.000 artículos según su inventario, para quien dejar de escribir era tentar a la parca.Y no se equivocaba. Si he de serles del todo sincera, lo que Julio Merino me pedía llegaba más lejos. No era un tipo bromista, aunque, siempre en su bar de confianza y con una copa de buen tinto en la mano, insertara pasajes desternillantes en sus apasionadas diatribas políticas contra lo que no le fuera afín –ay, cuántos enconos a izquierda y derecha le granjeó su desmesura-. De modo que, muy seriamente, lo que él pretendía, agárrense, era que le entregara su necrológica en mano para llevársela puesta al otro barrio. Naturalmente me negué a contentarlo. No se me ocurre nada más morboso –ni más arriesgado, porque seguro que le hubiera puesto pegas- que escribir de un difunto cuando aún se mueve por este mundo aunque sea muy poco. Porque quien quizás fuera el último ejemplar de aquellas viejas redacciones de mucho güisqui y miradas clavadas con descaro en el culo de las colegas (pocas por entonces), el Merino bohemio y tan lanzado de pensamiento, palabra, obra y omisión, pasó los últimos años enchufado a una bombona de oxígeno. Una dependencia que lo apresaba en un pisito de divorciado en la calle María Cristina -del que sólo salía para presentar sus libros apoyado en los amigos-, pero le permitió dictar textos con incontinencia hasta el último suspiro. No hubiera podido hacerlo sin Pilar Redondo, sus pies y sus manos pacientes, con quien, refunfuños aparte, se compenetró tanto que incluso han firmado novelas juntos. Hace un par de décadas volvió a Córdoba, decía, para descansar. Pero su concepto del ocio era tan peculiar que lo primero que hizo Julio Merino fue montar su propia editorial, JM, en la que invirtió ahorros y pensión para garantizarse la publicación de su prolífica obra y la de los pocos pero leales amigos que hizo tras su llegada. Y así, haciendo lo que le apetecía y sintiéndose libre, culminó la brillante carrera del maestro que acabó enseñando en la Escuela Oficial de Periodismo y en la subdirección de ‘Pueblo’–aquel antro canalla del buen oficio- a quienes luego serían las grandes estrellas de la profesión. Más tarde dirigió la agencia ‘Pyresa’ y los periódicos ‘El Imparcial’, el ‘Diario de Barcelona’ y ‘El Heraldo Español’. El último empleo lo tuvo en la radio junto a su íntimo José María García, otro verso suelto. Horas antes de morir, gastó el escasísimo aliento que le quedaba en columnas para varios digitales, su última afición. Y después se marchó haciéndole un corte de mangas a la vida por abandonarlo.
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