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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 30/01/2025 04:51
Javier Milei recurrió a decretos de urgencia ante un Congreso bloqueado (Foto: Charly Díaz Azcue/Comunicación Senado) Imaginá un incendio en tu ciudad. ¿Querrías que los bomberos debatieran durante semanas cómo apagarlo? Probablemente no. Sin embargo, en política, muchas veces tratamos al Ejecutivo -el “bombero” del Estado- con desconfianza, como si su capacidad para actuar rápido fuera un peligro. Este artículo cuestiona esa idea y argumenta que un Ejecutivo fuerte no es un enemigo de la democracia, sino una pieza clave para gobernar en tiempos de crisis. Tras experiencias traumáticas con dictaduras, América Latina y parte de la academia estadounidense satanizaron al presidencialismo, asociándolo con autoritarismo. Pero esta postura ignora un detalle: en situaciones urgentes, como una pandemia o una recesión económica, esperar a que el Congreso apruebe leyes puede costar vidas y empleos. Un Ejecutivo ágil no es un lujo, sino una necesidad. Donald Trump usó órdenes ejecutivas para imponer restricciones migratorias y políticas económicas. En Argentina, Javier Milei recurrió a decretos de urgencia ante un Congreso bloqueado. Sus críticos los acusan de autoritarios, pero ¿no es irónico que se critique al Ejecutivo por hacer lo que los sistemas presidencialistas permiten? El problema no son las herramientas, sino su uso irresponsable. Durante las últimas décadas, la doctrina jurídica dominante en el derecho administrativo ha estado marcada por una crítica sistemática al presidencialismo y una exaltación de los mecanismos de control sobre el Ejecutivo. En efecto, la narrativa predominante, influenciada por experiencias europeas y por el neoconstitucionalismo, ha instalado la idea de que el Ejecutivo es un poder esencialmente riesgoso y que su control debe expandirse al máximo para evitar abusos. En ese sentido, este artículo analiza la importancia de revalorizar el Estado administrativo y el poder ejecutivo. La consolidación de un Ejecutivo fuerte no debe ser vista como una anomalía democrática, sino como un componente necesario para la gobernabilidad en sistemas que requieren decisiones rápidas y efectivas. El paradigma tradicional: el presidencialismo como amenaza Probablemente a causa de las experiencias de gobiernos autoritarios en el siglo XX, en Americana Latina marcaron tendencia los estudios que identificaron al presidencialismo como sinónimo de concentración del poder, discrecionalidad excesiva y corrupción. Francamente, en los Estados Unidos la academia progresista desarrolló una visión similar, promoviendo la expansión del control judicial y legislativo sobre la administración pública. Bajo esta perspectiva, el derecho administrativo se convirtió en una disciplina centrada en la limitación del poder y en la desconfianza hacia la burocracia estatal. La judicialización de las decisiones administrativas y la expansión del control constitucional sobre el Ejecutivo generaron un entorno en el que la gestión pública quedó restringida por criterios judiciales y por una concepción del derecho basada en la desconfianza estructural. La reivindicación del Estado administrativo Frente a este escenario, Adrian Vermeule ha desarrollado una teoría que desafía la visión tradicional del derecho administrativo. En obras como Law’s Abnegation y The Executive Unbound (co-escrita con Eric Posner), Vermeule sostiene que el control judicial sobre la administración ha ido demasiado lejos, debilitando la capacidad del Ejecutivo para gobernar de manera efectiva. Según su visión, el presidencialismo no debe ser temido, sino comprendido como una estructura de poder necesaria en los sistemas modernos. Vermeule afirma que el Estado administrativo es el verdadero motor de la gestión pública y que los jueces no deberían entorpecer la labor del Ejecutivo con una revisión judicial excesiva. La deferencia a la administración es clave para garantizar estabilidad y eficiencia en la toma de decisiones, especialmente en tiempos de crisis. Su posición retoma en parte la doctrina de la deferencia de Chevron U.S.A. v. Natural Resources Defense Council (1984), según la cual los tribunales deben otorgar un amplio margen de interpretación a las agencias administrativas cuando aplican normas imprecisas. Desde esta perspectiva, la legitimidad del Ejecutivo no proviene solo de su origen democrático, sino de su capacidad técnica y su acceso a información estratégica que ni el Congreso ni los tribunales poseen. El derecho administrativo debe, por lo tanto, abandonar la obsesión por el control y recuperar una visión más pragmática del poder. Trump y la consolidación del Ejecutivo: el uso de órdenes ejecutivas La teoría de Vermeule adquiere especial relevancia en el contexto de la presidencia de Donald Trump, cuya administración hizo en el pasado reciente un uso intensivo de órdenes ejecutivas para sortear la resistencia legislativa y judicial. Trump entendió el poder presidencial no como una mera facultad limitada por el Congreso, sino como el eje central de la toma de decisiones en el gobierno federal. Durante su primer mandato, emitió órdenes ejecutivas en diversas áreas clave, desde la política migratoria (como el travel ban) hasta la desregulación de la economía y la administración de la pandemia de COVID-19. Estas órdenes fueron vistas por sus críticos como un abuso de poder, pero desde la perspectiva de Vermeule y otros defensores del Estado administrativo, constituyeron un ejercicio legítimo del liderazgo presidencial en un sistema diseñado para permitir la acción ejecutiva. El fenómeno Trump pone en evidencia la tensión entre dos concepciones del derecho administrativo: una que busca restringir el poder presidencial y otra que reconoce su papel esencial en la gobernabilidad. Mientras los tribunales y el Congreso intentaron frenar muchas de sus decisiones, el uso intensivo del poder ejecutivo demostró que la presidencia sigue siendo el eje estructural del sistema estadounidense. En ese orden de ideas, resulta manifiesto que el debate sobre el alcance del poder ejecutivo no es una discusión meramente académica, sino una batalla conceptual con profundas implicancias políticas y jurídicas. En este contexto, dos corrientes aparentemente opuestas -el progresismo latinoamericano y el originalismo estadounidense- han coincidido en una misma posición restrictiva respecto del Ejecutivo, ya que, en efecto, ambas miradas rechazan la delegación legislativa amplia, limitan los poderes legislativos de emergencia y abogan por una interpretación rígida del principio de separación de poderes. Con toda seguridad, esta confluencia resulta paradójica, ya que sus fundamentos ideológicos son diametralmente distintos, pero su efecto práctico es el mismo: la reducción de la capacidad del Ejecutivo para gobernar de manera efectiva. La delegación legislativa y su demonización en el constitucionalismo reciente Uno de los pilares del presidencialismo moderno es la capacidad del Ejecutivo de administrar y reglamentar materias de su competencia, lo que en muchos casos supone recibir delegaciones del Congreso para ejercer facultades normativas. Lamentablemente, tanto en América Latina como en los Estados Unidos, ha habido un creciente rechazo a la delegación legislativa, con el argumento de que vulnera la separación de poderes y amplía de manera inconstitucional el poder del Ejecutivo. En efecto, en América Latina, el progresismo jurídico ha liderado una ofensiva contra la delegación de facultades al Ejecutivo, sosteniendo que este mecanismo es una herramienta del “hiperpresidencialismo” y que su uso erosiona el control parlamentario. Esta postura se pone de manifiesto en un intento por parlamentarizar el sistema político. Curiosamente, en los Estados Unidos el originalismo ha llevado adelante una cruzada similar, basada en la idea de que la delegación legislativa viola la Constitución al transferir al Ejecutivo una facultad que pertenece exclusivamente al Congreso según el Artículo I. Los jueces y doctrinarios originalistas han argumentado que la cláusula de delegación no escrita en la Constitución debe ser interpretada restrictivamente, lo que ha llevado a fallos como Loper Bright Enterprises v. Raimondo, donde la Corte Suprema eliminó la doctrina de deferencia de Chevron, reduciendo la autonomía de las agencias administrativas para interpretar normas imprecisas. En ambos casos, el resultado es el mismo: la imposibilidad del Ejecutivo para tomar decisiones de manera eficiente en materias que requieren flexibilidad y respuesta inmediata. La insistencia en una separación de poderes rígida y en la supremacía absoluta del Congreso en la legislación ignora la realidad de la administración pública moderna, donde el Ejecutivo no solo ejecuta, sino que también interpreta y desarrolla políticas regulatorias esenciales para el funcionamiento del Estado. Poderes legislativos de emergencia: la falacia del control absoluto del Congreso En ese sentido, otro punto de convergencia entre el progresismo latinoamericano y el originalismo estadounidense es la restricción de los poderes legislativos de emergencia del Ejecutivo. Efectivamente, la premisa subyacente es que cualquier atribución legislativa al Ejecutivo debe ser limitada o excepcional, reforzando la idea de que el Congreso es el único órgano legítimo para dictar normas de alcance general. Va de suyo que esta visión desconoce que la administración pública enfrenta situaciones en las que el Congreso no tiene la capacidad de responder con la celeridad necesaria. Las crisis sanitarias, económicas y de seguridad requieren decisiones ejecutivas inmediatas, algo que el proceso legislativo, por su naturaleza deliberativa, no puede ofrecer. La negativa a reconocer poderes legislativos de emergencia al Ejecutivo termina generando parálisis gubernamental y una expansión del poder judicial, que se convierte en el árbitro de cualquier disputa entre el Ejecutivo y el Congreso. Al respecto, el reciente caso de Jarkesy v. SEC en los Estados Unidos es un ejemplo claro de esta tendencia. En este fallo, el Tribunal de Apelaciones para el Quinto Circuito limitó la capacidad de la SEC para imponer sanciones económicas mediante tribunales administrativos sin ofrecer a los demandados la opción de un juicio por jurado. Aunque el caso se presentó como una defensa de la separación de poderes, en la práctica implicó un ataque directo a la autonomía del Ejecutivo en la regulación financiera, al exigir una mayor judicialización de los procedimientos sancionatorios. En América Latina, el mismo fenómeno se observa en la creciente judicialización de los decretos de necesidad y urgencia y en la restricción de las facultades legislativas delegadas. Todo esto en su conjunto ha llevado a situaciones de inoperancia gubernamental, donde el Ejecutivo se ve obligado a actuar por vías informales o a través de negociaciones interminables con un Congreso recurremtenete fragmentado. El problema estructural del anti-ejecutivismo: una visión obsoleta de la separación de poderes Así las cosas, se observa que, tanto en el progresismo latinoamericano como en el originalismo estadounidense, subyace una concepción decimonónica de la separación de poderes, que asume que el Legislativo debe ser el único órgano con capacidad de dictar normas generales y que cualquier intervención del Ejecutivo en la producción normativa es una amenaza a la democracia. El problema fundamental de esta postura es que supone una estructura de gobierno estática, cuando en realidad los sistemas políticos han evolucionado hacia una mayor interdependencia entre los poderes. En lugar de ver al Ejecutivo como un poder a ser restringido, debería reconocerse su papel central en la gestión de políticas públicas y su capacidad de adaptación a circunstancias cambiantes. La insistencia en limitar la delegación legislativa y los poderes de emergencia del Ejecutivo ha llevado a un escenario en el que la acción gubernamental se judicializa y burocratiza hasta el punto de la inoperancia. Esto genera una paradoja: mientras los críticos del presidencialismo denuncian la “concentración del poder”, sus propias restricciones al Ejecutivo han terminado favoreciendo la expansión del poder judicial, que asume un rol cada vez más determinante en cuestiones de gobierno. La falsa incompatibilidad entre el derecho administrativo y el constitucionalismo. Una relectura histórica desde EEEUU El derecho administrativo ha sido frecuentemente presentado como un cuerpo normativo en tensión con el constitucionalismo. Esta concepción ha sido alimentada tanto por el originalismo estadounidense como por el neoconstitucionalismo latinoamericano, ambos con la premisa de que el derecho administrativo introduce un poder ejecutivo con facultades exorbitantes que, en última instancia, erosionan los principios fundamentales del Estado de derecho. Lo cierto es que esa mirada desconoce la propia evolución del derecho administrativo en los Estados Unidos y su profunda imbricación con el constitucionalismo norteamericano. Sucede que, en efecto, a diferencia de lo que suele afirmarse, el derecho administrativo estadounidense no solo no ha sido una anomalía constitucional, sino que históricamente ha otorgado poderes mucho más amplios al Ejecutivo que los reconocidos en modelos europeos e inclusive el francés. Desde las primeras decisiones de la Corte Suprema, el derecho administrativo en los Estados Unidos no solo ha coexistido con la Constitución, sino que ha configurado un modelo de Estado con características propias, donde el Ejecutivo ha ejercido funciones regulatorias con un grado de autonomía que en ocasiones superó al del modelo francés. Uno de los argumentos clásicos contra el derecho administrativo es que otorga facultades exorbitantes a la administración, especialmente en materia de ejecutoriedad de sus decisiones sin necesidad de intervención judicial previa. En América Latina y Europa, el modelo francés ha sido la referencia dominante, caracterizado por la “justicia retenida” del Consejo de Estado, que en su momento operaba como una instancia administrativa dependiente del Ejecutivo. Lamentablemente, rara vez se menciona es que en los Estados Unidos, el derecho administrativo otorgó desde el siglo XIX facultades incluso más amplias al Ejecutivo. Téngase presente que el caso Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co. (1856) es un claro ejemplo de esto. En este fallo, la Corte Suprema sostuvo que el gobierno federal podía ejecutar una orden administrativa de cobro sin necesidad de obtener previamente una sentencia judicial, siempre que la medida tuviera fundamento en prácticas tradicionales del common law. Va de suyo que esta decisión estableció un principio fundamental: la administración federal podía adoptar medidas ejecutivas con efectos directos sobre los ciudadanos sin la mediación de un tribunal. Luego de casi un siglo, esta doctrina fue reafirmada en Phillips v. Commissioner (1931), donde la Corte sostuvo que la Administración Tributaria podía imponer sanciones y exigir pagos sin necesidad de intervención judicial previa, argumentando que en el ámbito fiscal la relación entre el ciudadano y el Estado es de naturaleza pública y, por lo tanto, sujeta a reglas distintas a las del derecho privado. Con toda seguridad, en términos comparativos, mientras que en Francia la justicia administrativa evolucionó hacia un modelo en el que el Consejo de Estado asumió un papel cada vez más independiente, en los Estados Unidos la administración federal continuó ejerciendo funciones cuasi judiciales con gran autonomía, consolidando un modelo donde el Ejecutivo tenía la capacidad de actuar de manera directa sin esperar el pronunciamiento de los tribunales judiciales del artículo III. En ese orden de ideas, pocos reparan que el constitucionalismo de los Estados Unidos permitió sustraer inicialmente del control de los tribunales federales las controversias en materia administrativa. Se elucubró una doctrina que estableció que ciertas reclamaciones contra el gobierno no eran justiciables ante los tribunales ordinarios, sino que debían resolverse en instancias administrativas o en cortes especializadas creadas por el Congreso. La distinción entre derechos privados y derechos públicos fue fundamental en este proceso. Mientras que los derechos privados, como la propiedad y los contratos, estaban protegidos por el debido proceso y la jurisdicción de los tribunales federales, los derechos públicos -relacionados con prestaciones estatales, concesiones y tributos- estaban sujetos a la regulación administrativa, sin posibilidad de intervención directa de los tribunales ordinarios. Esta distinción permitió el desarrollo de un derecho administrativo con un alto grado de autonomía respecto del control judicial tradicional. Un tercer elemento que refuerza la autonomía del derecho administrativo en los Estados Unidos es la doctrina de la inmunidad soberana, derivada del principio inglés del The King Can Do No Wrong. Conforme esta doctrina, el Estado no puede ser demandado sin su consentimiento, lo que limitó significativamente la posibilidad de litigar contra la administración pública. Si bien con el tiempo se introdujeron excepciones a esta regla, como el Federal Tort Claims Act (1946), que permitió ciertas demandas contra el gobierno federal, la doctrina sigue vigente en múltiples ámbitos, restringiendo el acceso a la justicia en materia de responsabilidad estatal. En términos prácticos, esto significa que el Estado administrativo estadounidense ha disfrutado históricamente de una protección mayor frente a litigios que su contraparte europea, donde la responsabilidad del Estado ha sido objeto de un desarrollo más amplio y favorable a los ciudadanos. La paradoja aquí es evidente: mientras en la narrativa dominante se sostiene que el derecho administrativo es una construcción europea incompatible con el constitucionalismo estadounidense, la realidad histórica muestra que en los Estados Unidos el poder administrativo ha contado con facultades de ejecutoriedad, autonomía jurisdiccional y protección frente a litigios en un grado que muchas veces ha superado al modelo francés. En Francia, el modelo de justice retenue (justicia retenida) significaba que, durante buena parte del siglo XIX, el Ejecutivo tenía la última palabra en las decisiones administrativas y contenciosas. Este modelo evolucionó hacia el sistema de justicia delegada, con el Consejo de Estado consolidándose como el tribunal supremo en materia administrativa, pero aún separado del poder judicial ordinario. En los Estados Unidos, aunque no existió un órgano equivalente al Consejo de Estado, se desarrolló un sistema de tribunales legislativos y administrativos que permitieron a la administración ejercer funciones jurisdiccionales sin depender de los tribunales del artículo III. La justice retenue en Francia se basaba en la idea de que el poder judicial no tenía competencia para revisar las decisiones de la administración pública. Durante la Revolución Francesa, la Ley de 16-24 de agosto de 1790 y el Decreto de Fructidor del año III establecieron que “las funciones judiciales son distintas y permanecerán siempre separadas de las funciones administrativas”. Este principio, que prohibía a los jueces ordinarios intervenir en asuntos administrativos, sentó las bases para la creación de un sistema de control interno de la administración. Inicialmente, el Consejo de Estado francés solo emitía opiniones sobre controversias administrativas, pero la decisión final quedaba en manos del Ejecutivo. Esto es lo que se conoció como justice retenue: la administración conservaba el poder de decisión última en los litigios en los que ella misma era parte. Con el tiempo, el Consejo de Estado adquirió mayor autonomía y comenzó a actuar como un tribunal con funciones jurisdiccionales plenas, dando lugar al modelo de justice déléguée (justicia delegada). A partir de la ley de 1872, se consolidó su independencia, convirtiéndose en un órgano de justicia administrativa capaz de dictar sentencias definitivas. Sin embargo, su existencia separada del poder judicial tradicional se mantuvo, lo que permitió que el derecho administrativo francés se desarrollara como un sistema autónomo. Así, mientras en Francia el Consejo de Estado evolucionaba hacia un tribunal independiente pero dentro de la órbita administrativa, en los Estados Unidos se desarrolló un sistema basado en la distinción entre tribunales del artículo III (parte del poder judicial federal) y tribunales legislativos y administrativos, que operaban fuera de ese marco tradicional. Tal vez el primer caso fundamental en esta materia es Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co. (1856), donde la Corte Suprema estableció que el Congreso tenía la facultad de crear tribunales y procedimientos administrativos para resolver disputas sin necesidad de recurrir a los tribunales del artículo III. El caso surgió de una disputa sobre la capacidad del Tesoro de los Estados Unidos para emitir órdenes de cobro sin intervención judicial. La Corte sostuvo que este tipo de procedimientos administrativos no violaban la Constitución, ya que estaban basados en prácticas históricas del common law. Esto sentó la base para la existencia de tribunales administrativos con capacidad de dictar resoluciones ejecutorias. Un siglo después, la Corte Suprema expandió esta doctrina en Crowell v. Benson (1932), donde sostuvo que el Congreso podía establecer tribunales administrativos con la capacidad de decidir casos en materias especializadas, siempre que se respetaran los principios básicos del debido proceso. Este caso involucró la constitucionalidad de la Comisión de Compensación de Trabajadores de los Estados Unidos, un tribunal administrativo con jurisdicción exclusiva sobre reclamaciones laborales en ciertos sectores. La Corte determinó que, aunque el artículo III reserva ciertas funciones a los tribunales federales, el Congreso podía delegar funciones jurisdiccionales a organismos administrativos, especialmente en asuntos técnicos y regulatorios. En Atlas Roofing Co. v. Occupational Safety and Health Review Commission (1977), la Corte Suprema resolvió un caso clave en relación con los tribunales administrativos, confirmando que el Congreso podía establecer organismos con funciones jurisdiccionales sin violar la separación de poderes. El caso surgió a raíz de una sanción impuesta por la Comisión de Seguridad y Salud Ocupacional (OSHA), la cual fue impugnada bajo el argumento de que las multas solo podían ser impuestas por tribunales del artículo III. La Corte rechazó este argumento y afirmó que el Congreso podía crear tribunales administrativos especializados para regular industrias y garantizar el cumplimiento de normas sin necesidad de recurrir al poder judicial tradicional. El caso más reciente en esta materia es Oil States Energy Services, LLC v. Greene’s Energy Group, LLC (2018), en el que la Corte Suprema reafirmó que las disputas sobre derechos públicos pueden ser resueltas por tribunales administrativos sin violar la Constitución. Este caso se centró en la revisión administrativa de patentes por la Oficina de Patentes y Marcas de los Estados Unidos (USPTO). La Corte sostuvo que las patentes son derechos públicos otorgados por el Estado y, por lo tanto, pueden ser revocadas en procedimientos administrativos sin la intervención de los tribunales del artículo III. Ordenes ejecutivas y decretos delegados: el paralelismo entre Trump y Milei y los orígenes de la delegación legislativa A pesar de que el uso de herramientas ejecutivas para legislar ha sido una constante en los sistemas presidencialistas, en tiempos recientes ha tomado una nueva centralidad con figuras como Donald Trump en los Estados Unidos y Javier Milei en Argentina. Ambos han recurrido intensivamente a mecanismos extraordinarios -órdenes ejecutivas en el caso de Trump y decretos delegados en el caso de Milei- para sortear la resistencia legislativa y avanzar con su programa de reformas. Desde mi perspectiva, esta situación no es anómala ni implica una violación de la separación de poderes, como sostienen sus críticos, sino una manifestación de una tradición constitucional profundamente arraigada en el derecho público. De hecho, la delegación legislativa tiene una base sólida en el constitucionalismo estadounidense, como lo demuestra la opinión del juez William Howard Taft en Monetary v. Standard Oil Co. (1905), y ha sido una práctica recurrente en América Latina. En efecto, durante su primer mandato (2017-2021), Donald Trump utilizó órdenes ejecutivas de manera extensiva para implementar su agenda, especialmente en áreas donde enfrentaba resistencia del Congreso. Desde restricciones migratorias (travel ban) hasta medidas regulatorias, las órdenes ejecutivas se convirtieron en una herramienta fundamental para la administración Trump. El travel ban (Orden Ejecutiva 13769) es un ejemplo paradigmático de cómo el Ejecutivo puede legislar de facto en áreas sensibles. No obstante que la política migratoria es una materia tradicionalmente legislativa, Trump utilizó su autoridad ejecutiva para restringir el ingreso de ciudadanos de ciertos países, argumentando razones de seguridad nacional. Esta instrumentación no fue exclusiva de Trump. Desde Franklin D. Roosevelt hasta Barack Obama, los presidentes estadounidenses han recurrido a órdenes ejecutivas para avanzar con políticas cuando el Congreso no ha actuado con la celeridad requerida. En Argentina, Javier Milei ha enfrentado una situación similar a la de Trump, con un Congreso fragmentado que dificulta la aprobación de su programa de reformas. Ante este escenario, el presidente argentino ha optado por un uso intensivo de decretos de necesidad y urgencia (DNU) y de facultades delegadas por el Congreso. Uno de los argumentos más comunes contra el uso de decretos delegados es que constituyen una anomalía en el marco constitucional, ya que la función legislativa debe corresponder exclusivamente al Congreso. Lo cierto del caso es que esta mirada crítica desconoce la tradición constitucional de la delegación legislativa, que en los Estados Unidos tiene un fundamento sólido desde principios del siglo XX. Así, en Monetary v. Standard Oil Co. (1905), el juez William Howard Taft sostuvo que la delegación legislativa no es incompatible con la Constitución, siempre que el Congreso establezca criterios claros para su ejercicio. Según Taft, la Constitución no prohíbe la delegación legislativa, sino que simplemente exige que el Congreso establezca los principios generales dentro de los cuales el Ejecutivo puede actuar. Es conocido hasta el hartazgo que esta postura ha sido reafirmado en múltiples decisiones de la Corte Suprema de los EE.UU., incluyendo J.W. Hampton Jr. & Co. v. United States (1928), donde se estableció la doctrina del “intelligible principle”, según la cual el Congreso puede delegar facultades al Ejecutivo siempre que fije lineamientos claros para su ejercicio. Este mismo principio es el que ha permitido la creación de agencias administrativas con poder normativo, como la EPA (Agencia de Protección Ambiental) o la SEC (Comisión de Valores y Bolsa), que en la práctica ejercen funciones legislativas sin violar la separación de poderes. Conclusión En un mundo cada vez más complejo y demandante, la capacidad de los gobiernos para responder con agilidad y eficacia a los desafíos contemporáneos es fundamental. Este artículo ha procurado hacer notar que el fortalecimiento del Estado administrativo y la reivindicación del presidencialismo no son amenazas a la democracia, sino herramientas esenciales para garantizar la gobernabilidad. La tendencia actual de limitar al Ejecutivo mediante controles judiciales y legislativos excesivos, aunque bienintencionada, ha generado parálisis e ineficiencia, especialmente en contextos de crisis donde la acción rápida es crítica. La paradoja de que ideologías aparentemente opuestas -como el progresismo latinoamericano y el originalismo estadounidense- coincidan en restringir el poder ejecutivo subraya un problema estructural: una visión rígida y obsoleta de la separación de poderes que ignora las necesidades prácticas de la administración moderna. Ejemplos como las órdenes ejecutivas de Trump y los decretos de Milei ilustran cómo el Ejecutivo, cuando cuenta con las facultades adecuadas, puede liderar respuestas efectivas ante desafíos urgentes. En lugar de demonizar la delegación legislativa o los poderes de emergencia, es necesario adoptar un enfoque pragmático que equilibre el control democrático con la flexibilidad operativa. Reconocer el papel central del Ejecutivo no implica abandonar los principios constitucionales, sino adaptarlos a las realidades del siglo XXI. Solo así podremos construir sistemas políticos capaces de enfrentar los retos actuales sin caer en la inacción o la judicialización extrema.
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