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» El Ciudadano
Fecha: 29/01/2025 00:10
Juan Aguzzi Durante enero de 1975 salió a bateas uno de los discos bisagras de Bob Dylan, si tal cosa puede decirse de una sumatoria de álbumes donde hay momentos compositivos que tienen un techo –o trecho, sería mejor– y cuando se alcanza o se completa, comienzan otros. Se trata de Blood on the Tracks, que venía precedido por Pat Garrett & & Billy The Kid (1973) y Planet Waves y el doble en vivo Before the Blood (ambos de 1974). Se trataba de otro gran disco con una base musical cada vez más afianzada y de una voz que les insuflaba un alto vuelo a las letras, de cincelado tinte poético. ¿Qué pasaba con el gran juglar en ese entonces, cuál era la temperatura de su vida artística? En 1974, Dylan las tenía difícil con su mujer Sara Lownds, la relación no iba hacia ninguna parte y el final parecía inminente, y está clarísimo que los diez tracks del disco surgen de ese momento donde hay algo que se quiere sostener pero no se tiene con qué. Los pareceres y sentimientos con efecto cascada de una separación fueron asentándose mientras ocurría y modificaba la vida de ambos. Instalado en un rancho de Minnesota que le prestó un ingeniero de sonido amigo, Dylan le dio forma durante casi un año a lo que se llamaría Blood on the Tracks, que por estos días cumple 50 años. Posteriormente la crítica especializada diría que se trataba de un disco de separación sentimental y, además, que no había forma de escucharlo si no se había pasado por una situación similar. Fueron meses donde ese proceso seguramente doloroso, que deja heridas, resentimientos y tristeza iba calando a través de canciones que, según señaló su autor, trabajó afanosamente reescribiendo las letras porque era un intento de ceñirse a las emociones y aquietar los enojos o los sobrentendidos. Toda esa poética fue anotada en su legendaria libreta roja –alguno de sus pasajes pueden leerse en el booklet que acompaña la aparición de More Blood, More Tracks, la caja editada en 2018 que reproduce las sesiones del disco–, donde pueden apreciarse las líneas tachadas por los cambios en los puntos de vista, como si una meditación sobre el asunto le fuera dando la frase y, sin dudas, el tono para interpretar las canciones. De todos modos, Dylan dijo después que no todo el disco tenía sesgos autobiográficos, sino que en esos tiempos estaba muy enganchado con Anton Chéjov, y que la lectura de algunos de sus relatos lo había inspirado para las letras de las canciones. En el álbum también pueden rastrearse referencias a Dante, a (Arthur) Rimbaud, a (Paul) Verlaine, pero las reseñas del disco luego de su aparición apuntan a que las letras no eran otra cosa que un estado de ánimo en declive y que “forcejear entre alambre de espino”, como se escucha en Meet me in the Morning, no hacía otra cosa que reflejarlo. En los últimos meses de 1974, Dylan reunió a una troupe de músicos de calidad –algunos ya habían tocado y grabado con él– entre los que estaban Bill Berg, en batería; Charles Brown III, Barry Kornfeld y Kevin Odegard en guitarra; Tony Brown y Billy Peterson en bajo; Richard Crooks en batería; Paul Griffin, Gregg Inhofer y Thomas McFaul en teclados; Peter Ostroushko en mandolina; Chris Weber en guitarra de 12 cuerdas, y Eric Weissberg en banjo y guitarra y grabó esas canciones de sudor, lágrimas y también alivio en un estudio de la compañía Columbia, en New York. Tras los registros neoyorkinos, vendrían otras grabaciones con producción de su hermano David en su estudio llamado Bernard Productions, en Minneapolis. El disco estuvo listo para la navidad de ese año, pero a David algunas canciones le sonaban demasiado bajón y cuando escucharon juntos el prensado de prueba le sugirió modificar algunos pasajes porque temía que no funcionasen comercialmente. Bob dudó porque le parecía que el disco estaba bien, pero finalmente hizo cambios en cinco canciones y ajustó varias líneas poéticas en otras tantas, que fueron regrabadas. El resultado es un álbum con un exquisito cuidado formal; varios tracks suenan melancólicos y profundos; otros más despojados y sostenidos por la fe inquebrantable de que la música puede hacer resistir, es decir, luminosos pese al escepticismo de sus letras, pero en todos se palpa una pérdida, algo se ha quedado en el camino, aunque el camino sigue, tal vez en la próxima parada algo pueda suceder. Los embates de la armónica lo transmiten así y pulen algunos temas con honesta algarabía. Los cambios en las letras siguieron sucediéndose en los conciertos en vivo –algo que el trovador acostumbra hacer con algunas canciones– y en 2018 hubo casi una nueva versión de “Tangled up in Blue”, que abre el disco y deja prendado a la primera escucha. Finalmente, para la crítica el disco se convertiría en uno de los mejores, comparado a otros como The Freewheelin Bob Dylan (1963), Bringing it All Back Home (1965) y Blonde on Blonde (1966) y no pocos le otorgan el de erigir algunos cimientos del pop-rock que vendría. En verdad el álbum tiene canciones bellísimas donde Dylan expone emociones que podrían sentirse en clave de confesión, pero también esto ocurre con varios otros álbumes de su extensa obra, de innegable efecto compositivo y poético. Sin embargo Paul Williams, autor de la biografía musical Bob Dylan, Performing Artist, decía allí mismo que en Blood on the Tracks, Dylan había “desnudado sus pliegues interiores como nunca y quizás enseñó demasiado, después, claro, se arrepintió y trató de negarlo”, aludiendo a sus letras. En una entrevista, su propio hijo Jakob dijo que ese disco era sobre la separación de sus padres, lo que en cierto modo lo torna testimonial y envasado en inspiradas melodías, intensas y casi mágicas algunas; por momentos haciendo flamear un pop-folk acústico casi adictivo, que en la agresiva “Tangled up in Blue” da como resultado la revelación de una belleza prístina, superpuesta a las figuras metafóricas del encuentro con su mujer y el posterior alejamiento, reflejando la confusión y el enredo sugerido en el título. Algo así ocurre luego en “If you See her Say Hello”, donde transmite su meditada tristeza por la ruptura. La grandiosa “Simple Twist of Fate” pone en escena acordes descendentes y una poética de recuerdos que traspasan los tiempos y puede escucharse siempre como algo nuevo. Blood on the Tracks es en esencia un disco acústico y en esa atmósfera rítmica se despliegan el country de “Lily, Rosemary and the Jack of Hearts”, a la vez un relato breve en verso de tono épico; el blues brillante e imaginativo de “Meet me in the Morning”; la ternura pop de “You’re a Big Girl Now”; la furiosa diatriba de “Idiot Wind”, donde abunda el desconsuelo y el despecho; el folk encantador de “You’re Gonna Make me Lonesome When you Go” y la descansada balada de “Buckets of Rain”, delicada descripción de los sinsabores de la vida sentimental. Para quienes traducíamos las letras, años después de su salida, este disco respiraba tristeza y decepción, aunque la magnífica poética de Dylan y los acordes de un folk casi cincelado se adherían a la piel y se estaba dispuesto a llevarla con uno más allá de épocas y tormentas. En cada una de estas piezas pueden apreciarse emociones diversas que las inflexiones vocales de Dylan convierten en imágenes intensas y que muchos percibieron como deudoras de heridas verdaderas, donde Dylan cantó –e interpretó, porque así se siente– su ruptura sentimental, una ruptura que al parecer fue sangrienta, como bien lo pinta su propio título; sin embargo, a la vez, el disco ofrece una homogeneidad temática y estilística y una sofisticación lírica de alto nivel que lo sitúan como un soberbio clásico.
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