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  • Vivió casi tres décadas escondido en una caverna sin saber que la guerra había terminado: Shoichi Yokoi, el soldado que no se rindió

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 24/01/2025 02:47

    A la izquierda Shoichi Yokoi antes de la Segunda Guerra Mundial. A la derecha, cuando regresó a Japón, 28 años después Podría ser la trama de una serie, de un film. Como el capítulo de Los simuladores (2002-2004) titulado “El último héroe”, en el que Franco Milazzo (César Vianco), un estafador que se hace pasar por representante de artistas, es enviado por los especialistas en resolver todo tipo de problemas por un año al Impenetrable, para triunfar en un reality show inexistente. Y luego de vivir un año en la selva, hablándole a cámaras imaginarias, regresa sin comprender. O la película alemana Good Bye, Lenin! (2003), en la que una mujer que vive en la República Democrática Alemana, acérrima integrante del Partido Socialista Unificado de este país, admiradora hasta la médula del comunismo, entra en coma el 7 de octubre de 1989 y, al despertar, a mediados de 1990, su hijo, (Daniel Brühl), debe ocultarle por todos los medios que el mundo que conocía cambió: el Muro de Berlín cayó y el capitalismo triunfó en su amada Alemania Oriental, porque tiene indicación del médico de evitarle disgustos o emociones fuertes. No fue un estafador internado en la selva chaqueña, ni un comunista que entró en coma. Esta es la historia de un soldado nipón que se enteró de que la Segunda Guerra Mundial había terminado casi 30 años después y salió del medio de la selva a un mundo que desconocía por completo. No pensaba violar el código de honor japonés que indicaba “no rendirse jamás”. Shoichi Yokoi no claudicó: se ocultó. Por 28 años. El sastre que fue sargento Shoichi Yokoi podría haber sido un sastre, quizás uno importante, pero sin esperarlo, quizás sin desearlo, se convirtió en militar, ignorando que esa llamada del destino lo arrojaría a la historia. Yokoi nació en marzo de 1915 en Aisai, una aldea rural en el centro de Japón, con otro apellido. Después de que sus padres se separaran tomó el apellido de su madre, Oshika, y cuando su madre se volvió a casar, Shoichi decidió adoptar el apellido de su padrastro, con el que trascendería: Yokoi. Cuando terminó la escuela primaria comenzó a trabajar como aprendiz en una sastrería, lo que hizo hasta que en 1941, con 26 años, el Ejército imperial japonés lo reclutara para pelear en la Segunda Guerra Mundial. Su primer destino fue un Estado localizado al noreste de China, un territorio disputado entre China y Japón. Y en 1943 fue trasladado a un regimiento en las Islas Marianas, un archipiélago formado con las cumbres de quince montañas volcánicas en el océano Pacífico, dividido en las Islas Marianas del Norte y Guam (o Islas Marianas del Sur), un pedazo de tierra estadounidense que pretendían tomar. Yokoi llegó a Guam convertido en sargento. La guerra ya sumaba cuatro años y millones de muertos. Él y su ejército estaban listos para enfrentarse a la Marina estadounidense. La caída de Hitler y la Alemania nazi todavía no se vislumbraban y Japón se disponía a luchar por su expansión territorial por el Pacífico, al costo que fuese. La llamada Segunda Batalla de Guam entre los Estados Unidos, cuyo ejército irrumpió para recuperar la isla, y Japón, durante julio y agosto de 1944, es caracterizada por los archivos históricos como “un verdadero baño de sangre” que dejó miles de bajas en ambos ejércitos, principalmente en el nipón. Un baño de sangre en el que Yokoi se vio hundido. Los norteamericanos arrasaron. El Cuerpo de Marines de los Estados Unidos capturó la isla. Y Guam siguió siendo una tierra estadounidense en el Pacífico occidental. Pero el Ejército imperial japonés tenía un código de honor férreo: el emperador Hirohito había ordenado a sus soldados no rendirse jamás. Ser capturado era considerado deshonroso, ellos peleaban para ganar o morir. Hombre de palabra y orgullo brioso: al ver que no tenían oportunidad de triunfar en esa contienda, Yokoi, junto a otros diez soldados japoneses, huyó a la selva. Soldados del ejército de marines estadounidenses se refugian detrás de cocoteros caídos durante la batalla de Guam en las Islas Marianas, 1944 (Archivo Bettmann) El sargento de las cavernas Al contrario que con las migajas de Hansel y Gretel, para no ser descubiertos y capturados, los soldados eliminaban los rastros que dejaban mientras avanzaban selva adentro. Pero la vida salvaje no era para todos: el grupo comenzó a diezmar y pasaron a ser seis. Para sobrevivir en la espesura, cazaban el alimento que tenían a mano: sapos venenosos, anguilas de río, ratas. El miedo a ser descubiertos no se apartó de ellos. Como en el panóptico de Bentham, el terror de un enemigo que se sabe ahí, omnipresente pero invisible, el no saber si está vigilando o no, si va a atacar o no, el terror de ser emboscados y atrapados en cualquier momento llevó finalmente a tres de ellos a entregarse. Pero tres, entre los que estaba Yokoi, decidieron seguir. Al transcurrir algunos meses resolvieron separarse por seguridad. Yokoi encontró una cueva cerca de las cascadas del río Talofofo. Allí, con una fuente de agua cerca, construyó lo que se convertiría en su hogar por casi tres décadas. Con el paso del tiempo su ropa de militar se desintegró. El sargento recurrió a sus viejas habilidades de sastre para fabricarse prendas y hasta sandalias a partir de elementos de la naturaleza como cáscaras y fibras de coco en un telar construido por él. Emulando a las generaciones que nos precedieron en la historia de la humanidad, también creó diversos utensilios para sobrevivir. Con recursos naturales y restos de la guerra, como cantimploras, hizo trampas para cazar. Siguió alimentándose con frutas silvestres, ranas, ratas, caracoles, anguilas y camarones que pescaba con esas trampas. Contar con algunos elementos de su equipaje militar le fue de mucha ayuda: tenía con él sus tijeras del ejército con las que lograba cortarse el pelo. En esas condiciones sobrevivió 28 años. Tiempo en el que enfermó de tifus y de malaria y sanó; en el que visitaba de tanto en tanto a sus dos compañeros escondidos en otras partes de la isla para combatir la soledad. Hasta que un día, por el año 1964, los halló muertos a causa de las inundaciones que habían asolado a Guam y de la falta de alimento. Yokoi quedó completamente solo. La Segunda Guerra Mundial había finalizado con las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki que Estados Unidos arrojó para abatir al Imperio japonés, entonces el único en pie de guerra después de la caída de la Alemania nazi. El 2 de septiembre de 1945, solo un año después de que Yokoi se ocultara en la selva, los nipones se rindieron oficialmente. Pero escondido como estaba el sargento nunca se enteró. El 24 de enero de 1972 Shoichi Yokoi fue descubierto por un grupo de cazadores que le contaron que la guerra había terminado y lo llevaron ante las autoridades a que explicara su historia. Un mes después fue repatriado La tumba del soldado vivo Yokoi ignoraba muchas cosas: que la guerra había terminado —aunque en alguna oportunidad habían escuchado rumores, habían visto un panfleto que lo afirmaba, pero él y sus compañeros, aún con vida, temieron que se tratara de un truco para hacerlos salir—. Que el mundo que conocía prácticamente no existía —ya que en tres décadas la ciencia y la tecnología lo habían cambiado por completo—. Y que él tenía, en su ciudad, una tumba con su nombre —su familia lo creía muerto. Al sargento Yokoi “lo invadió el pánico”, “temía que lo hicieran prisionero, lo que era la gran vergüenza para un soldado japonés y su familia en Japón”, recordó años después su sobrino, Omi Hatashin, quien se dedicó a reunir las vivencias de su tío político. Era 24 de enero de 1972, un día como hoy hace 53 años, cuando Shoichi Yokoi fue descubierto por un grupo de cazadores mientras pescaba en el río Talafofo. Tenía entonces 57 años, estaba flaco como un cable y débil. Aterrorizado por ver a otros seres humanos después de tanto tiempo de hermetismo y soledad, les empezó a pedir clemencia creyendo que eran soldados estadounidenses. Incluso les pidió que lo asesinaran para no manchar su honor creyendo que lo estaban capturando. Yokoi se había detenido en el tiempo, en ese punto lejano y espeso de la selva. Él no sabía, no comprendía, que esas personas lo estaban, en realidad, salvando. Cuando logró tranquilizarse los propios cazadores le explicaron que la guerra había terminado hacía mucho tiempo y que Japón la había perdido. En febrero, ese mismo año, Yokoi fue repatriado y su país lo recibió con honores como lo que era: el soldado que jamás se había rendido. “Es vergonzoso, pero he vuelto” fue lo primero que dijo al llegar. Con el tiempo esta frase se convertiría en un dicho popular en todo Japón. El país estaba convulsionado: la ceremonia de bienvenida fue televisada para que todos pudieran verla y asistieron miles de personas. Cuando Yokoi fue conducido a su pueblo natal un gran número de nipones se alinearon en la ruta enarbolando banderas nacionales para acompañarlo. Al llegar a su aldea el exsargento se quebró cuando, en el cementerio, se encontró de frente con la tumba de su familia que tenía grabado su propio nombre. Su muerte, para todos, había sido en Guam, en 1944. Poco a poco Yokoi empezó a adentrarse en ese nuevo mundo desconocido para él, tan diferente de aquel que había dejado treinta años atrás. En las entrevistas que comenzaron a hacerle, en todos los medios, porque su historia cobró popularidad de inmediato, aseguraba sentirse “extraño” por haber vuelto con vida a su país tres décadas más tarde de haber ido a la guerra y por haber pasado de la más absoluta soledad a convertirse en alguien célebre. Habló también de la culpa que sentía por la derrota de su país y por no haber podido servirle mejor al emperador Hirohito. Cuando contó cómo había sobrevivido todos esos años dijo: “Seguí viviendo por el bien del emperador y creyendo en el emperador y en el espíritu japonés”. El 7 de febrero de 1972 Shoichi Yokoi fue recibido en el aeropuerto de Tokio por una multitud que celebraba su regreso Su vida después de volver a su país dio un vuelco. Sus 28 años de reclusión con tal de no rendirse jamás lo condujeron a la fama y a la televisión, medio en el que trabajó como comentarista y desde el que defendió la vida austera. De su historia hicieron un documental llamado Yokoi y sus veintiocho años de vida secreta en Guam que se estrenó en 1977. Seis meses después de haber regresado se casó con una mujer 13 años menor que él, se instalaron en su provincia natal y Yokoi intentó adaptarse a esa vida completamente nueva, completamente otra para él. Pese a sus esfuerzos sus familiares aseguraron que nunca dejó de sentirse un forastero en ese mundo de tanta tecnología y modernidad. Quizás por eso, quizás por la nostalgia, volvió a viajar a Guam, aquel lugar que lo había acogido, que lo había marcado, en varias oportunidades. En uno de esos viajes descubrió que allí también su nombre era conocido y aún más: descubrió que el museo local le había dedicado una pequeña sección donde exponía algunas de las herramientas que él había fabricado con sus manos. Su reaparición motivó al Gobierno japonés para llevar a cabo una misión en busca de otros soldados que pudieran haber compartido destino con Yokoi y quizás continuaran perdidos o escondidos. Y en 1974 encontraron a dos más en una selva de Filipinas: el teniente Hiroo Onoda y el soldado Teruo Nakamura. En 1991 a Yokoi se le concedió una audiencia con el emperador Akihito, hijo y sucesor del emperador Hirohito. Para el exsargento ese fue el honor más grande de su vida. Shoichi Yokoi murió el 22 de septiembre de 1997, de un ataque al corazón. Tenía 82 años, era un símbolo nacional y fue enterrado en la tumba que su madre había encargado para él, aquella que había podido ver cuando regresó. Como cuando fueron a recibirlo, a su despedida acudieron miles para brindar el último homenaje al soldado que nunca se rindió.

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