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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/01/2025 04:32
En 1953 Ernest Hemingway obtuvo el Premio Pulitzer por El viejo y el mar. Un año más tarde le otorgaron el Nobel de Literatura por su obra completa Era duro de morir. Y era también, un aventurero. Ese día de hace setenta y un años, el 23 de enero de 1954, no era el día de dejar este mundo. Y tampoco el siguiente era un día para marcharse a jugar al otro barrio. Esas cosas las deciden los aventureros en persona: es su vida. En menos de cuarenta y ocho horas, en realidad, en poco más de veinticuatro, Ernest Hemingway que ya era entonces un escritor célebre, sufrió dos accidentes de aviación en los que sufrió heridas serias en un cuerpo que ya estaba lacerado. Sobrevivió por testarudo y porque acaso ya pensaba en el día en el que sería él mismo quien decidiría poner fin a su vida. Los diarios estadounidenses lo dieron por muerto, a él y a Mary Welsh, su cuarta esposa. Casi no había posibilidades de sobrevida como pasajero de un Cessna que volaba sobre las cataratas Murchison, en Uganda. Y muchas menos posibilidades de sobrevida había si, horas después un avión, frágil y veloz, caía a tierra a poco de despegar y estallaba en llamas. Hemingway sobrevivió a los dos accidentes, maltrecho y orgulloso. Era su estilo. La idea del primero de los viajes sobre las cataratas ugandesas, el 23 de enero, era la de contemplar desde el aire una selva impenetrable, colorida y misteriosa. Un simple avistamiento aéreo, a ser posible no muy lejos de la tierra para tener una mejor visión de aquel mundo hermético. En medio del vuelo, el piloto intentó esquivar una bandada de grandes pájaros que acaso tomaron al Cesnna como guía de la bandada. El avión se zambulló en el aire de la mañana y dio contra un poste y un cable telegráficos: el Cessna destruido dejó a Hemingway, a su mujer y al piloto heridos, varados e incomunicados a orillas del Nilo. Welsh se fracturó dos costillas, el escritor, que temió por su vida, se lesionó el hombro: golpe o luxación, eso estaba por verse. A la mañana siguiente, 24 de enero, lograron que un barco que surcaba el Nilo anclara para llevarlos luego a un pueblo cercano con un pequeño aeropuerto. Allí los tres maltrechos viajeros alquilaron otro avión para llegar cuanto antes a la capital de Uganda. Los diarios dieron por muerto al escritor y a su esposa No pudieron. A poco de despegar de una pista de tierra rocosa, el avión cayó a tierra y se incendió. La mujer de Hemingway y el resto de los pasajeros, escaparon de las llamas, de nuevo heridos, por una de las ventanillas de la aeronave. Pero Hemingway era corpulento y gordo: quedó atrapado en el fuselaje en llamas. Logró destrabar una de las puertas atascada a puros golpes, con las manos, con los pies y hasta con la cabeza. Saltó a tierra con dos fracturas de discos vertebrales, quemaduras en la cabeza, cara y brazos, estas últimas de tercer grado, y una fractura de cráneo, leve pero fractura al fin. No era la primera vez que Hemingway le hacía pito catalán a la muerte. La primera había sido cuando era un chico de dieciocho años y la Primera Guerra Mundial estaba a punto de llegar a su fin. Quiso alistarse en el ejército de Estados Unidos, pero lo descartaron por su mala visión. Entonces, ya había hecho sus pininos como periodista en el Kansas City Star, se anotó como voluntario en una campaña de reclutamiento de la Cruz Roja de Kansas y firmó un contrato para manejar ambulancias en la Italia en guerra. En su debut en Milán como ambulanciero, participó del rescate de cuerpos en una fábrica de explosivos que había sido volada por un bombardeo. Primero, cargó heridos; después, muertos y, por último, los fragmentos de cuerpos despedazados por la explosión. Años después usaría esa experiencia en su novela Muerte en la tarde: “Recuerdo que después de buscar muy bien a los muertos, recolectábamos fragmentos”. El 8 de julio de 1918, con diecinueve años recién cumplidos el 2 de julio, fue herido en las piernas por un disparo de mortero. A pesar de las heridas, Hemingway logró rescatar a un soldado italiano: el gobierno italiano lo condecoró con la Medalla de Plata al Valor Militar. Aquel episodio le mereció una reflexión: “Cuando vas a la guerra como un chico, tenés una gran ilusión de inmortalidad. Son otros los que mueren, no te pasa a vos. Pero, cuando te hieren de gravedad por primera vez, esa ilusión se pierde: ya sabés que te puede pasar a vos”. Lo operaron unos médicos y enfermeros que hablaban un idioma que Hemingway apenas balbuceaba y que le impedía comprender si iba a perder una pierna, o las dos. Pasó seis meses en un hospital y una foto de entonces lo muestra, sonriente y con aires de inmortalidad, aferrado a unas muletas y acaso feliz: había conocido, y se había enamorado, condición para la que poseía una extraordinaria facilidad, de la enfermera Agnes von Kurowsky, que terminaría por comprometerse con un oficial italiano. Un viejo adagio tonto dice que no se puede ser un gran escritor (ni músico, ni poeta, ni nada) hasta que no te destrozan el corazón. Es una pavada de cumplimiento acaso efectivo. Hemingway, con su corazón roto, incorporaría a su amor perdido como el personaje Catherine Barkley de su novela Adiós a las armas. Más tarde los periódicos reflejaron el hallazgo con vida de Ernest Hemingway y de Mary Welsh Hemingway parecía escribir sobre sus experiencias personales y tendía a las experiencias personales intensas para escribir. Puede que haya sido un recurso de estilo, no exento de riesgo. Era un tipo brillante, con un manejo excepcional de la estructura de la novela y del relato vigoroso. Había creado un recurso estilístico al que denominó, “la teoría del iceberg”: los hechos flotan en el agua, pero la estructura, el sostén y el simbolismo, están debajo. En su gran novela, El viejo y el mar, la lucha de Santiago por pescar aquel gran pez y, luego, por llevarlo a tierra intacto pese al ataque de los tiburones; su llegada a la playa sólo con el esqueleto del animal, y el repaso que durante tres días en el mar hace el viejo de su pasado a bordo del bote de su vida, es también un canto a la lucha contra la adversidad, una celebración de la constancia y de la valentía, una exaltación de la amistad y, a la manera proustiana, un elogio de la soledad y tal vez también de la locura. Su vida, no es intención de estas líneas ni contarla ni analizar su obra literaria magnífica, fue un torbellino, el mismo que se entrevé en sus novelas. Fue testigo de un mundo al que la Primera Guerra cambió para siempre, al que la Segunda Guerra volvió a cambiar para siempre; y en medio de esas guerras, y en los años que siguieron a cada una, fue testigo del nacimiento y caída de mundos que prometían ser eternos, de movimientos culturales que modelaron sociedades tan diferentes como la francesa y la española y que también moldearon su escritura. En 1921 se casó con Hadley Richardson, la primera de sus cuatro esposas y vivieron en París, donde Hemingway fue corresponsal extranjero. Publicó su primera novela, Fiesta, en 1928, el año anterior se había divorciado para casarse con Pauline Pfeiffer, que en 1933 lo acompañó en un viaje inicial a la remota Uganda. Se separaron en 1939, luego del regreso de Hemingway de la Guerra Civil Española que cubrió como periodista y, tal vez, como combatiente ocasional por el bando republicano. España le regaló el sol y los toros a las cinco de la tarde. Hemingway, más que la fiesta, admiraba el coraje del matador, casi de la misma forma en la que Jorge Luis Borges admiraba el coraje de los guapos de cuchillo, no la daga. Su experiencia en la Guerra Civil Española le inspiró en 1940 una de sus famosas novelas, Por quién doblan las campanas, donde la muchacha protagonista se pregunta dónde ponen la nariz las personas que se besan. Con su tercera esposa, Martha Gellhorn, se casó en 1940 y se separó de ella no bien conoció a Mary Welsh en Londres, en los días que Hemingway cubría como periodista el desembarco aliado en Normandía, en junio de 1944 y la liberación de París, en agosto de ese año. El viejo y el mar le valió el Premio Pulitzer en 1953 y, al año siguiente, ganó el Nobel de Literatura por su obra completa. Ese año 1954 su hijo Jack de treinta y un años, vivía en Tanzania. Era fruto del primer matrimonio de Hemingway con Richardson. Tuvo otros dos hijos con Pfeiffer, Patrick y Gregory. Además de la vista aérea de las cataratas ugandesas, el viaje a África del escritor y de Mary Welsh tenía como destino el visitar a su hijo. El autor de Fiesta era amante de las armas de caza Las heridas que los dos accidentes aéreos dejaron en Hemingway condicionaron en parte el resto de su vida. Una carta garabateada a mano en su lecho de convaleciente en un hotel de Venecia, lo muestra dolorido, de buen humor y tal vez con su orgullo más herido que su cuerpo. El texto de la carta, que se remató hace unos años, es el único testimonio de aquel doble accidente milagroso. Al principio refiere a su abogado ciertas obligaciones legales pendientes, los pagos que exigía una agencia de cobranzas por la compra de unos rifles de caza, una obsesión en Hemingway. Pero también da algunos detalles sobre las terribles heridas que había sufrido. “Estoy débil por tanta hemorragia interna” y revela que su brazo derecho padece “quemaduras de tercer grado que llegan al hueso y me causan terribles dolores”. No podía escribir a máquina y padecía al hacerlo a mano. Sabía ya que los diarios americanos lo habían dado por muerto y menciona, con ácida ironía, las deudas que habría dejado a sus acreedores. Y termina: “Para ellos, valgo más vivo que muerto. Y en este momento, estoy tratando de vivir”. Hemingway no perdió demasiado tiempo en recuperarse en Venecia, sólo el necesario. En 1949 había empezado a frecuentar el restaurante “Harry’s” y había estrechado relaciones con su dueño, Giuseppe Cipriani, amistad que se amplió en esos días. Harry’s abriría una filial en los años 60 en Roma, al 150 de la vía Veneto. Café y calle serían inmortalizadas por Federico Fellini en el filme La Dolce Vita. Hasta hace unos años, servían en el Harry’s un cóctel llamado “Ernest”, inquietante y sabroso. Hemingway cargaba también con otras heridas. Estas no eran llagas, eran invisibles, de una hondura diferente a las que habían provocado las guerras y los aviones estrellados. Había eludido a medias el alcoholismo, sufría de intensos dolores de cabeza, de alta presión arterial, de sobrepeso y, finalmente, de una diabetes inevitable. Sus cefaleas fueron adjudicadas a las heridas sufridas en los dos accidentes aéreos de 1954. Sobre finales de la década lo ganó la depresión que se había insinuado cuando empezaron a morir sus compinches literarios: W.B. Yeats en 1940, Scott Fitzgerald y James Joyce en 1941, Gertrude Stein en 1946. Ernest Hemingway practicando boxeo en África Se deslumbró un poco con el triunfo de la Revolución Cubana y vivió un tiempo en la isla, en los inicios del gobierno de Fidel Castro, hasta que dejó Cuba cuando Castro decidió nacionalizar las empresas y propiedades estadounidenses. Una mañana de abril de 1961, Mary Welsh lo encontró en la cocina de casa, con una escopeta en sus manos. Lo ingresaron en el hospital Sun Valley y de allí fue derivado a la Clínica Mayo, donde ya había estado internado, para un nuevo tratamiento terapéutico basado en electroshocks. Le dieron el alta en junio de 1960 y regresó a su casa de Ketchum, Idaho, el 30 de ese mes. En la madrugada del 2 de julio, diecinueve días antes de cumplir sesenta y dos años, bajó al sótano, abrió la bodega donde guardaba sus tesoros, sus armas de caza, tomó una escopeta Boss, calibre doce, la cargó con dos cartuchos y volvió a subir las escaleras hacia el vestíbulo. Allí se sentó en un sofá, apoyó la culata del arma en el piso, se colocó el cañón en la boca y disparó. La aventura había terminado.
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