23/01/2025 09:16
23/01/2025 09:16
23/01/2025 09:16
23/01/2025 09:16
23/01/2025 09:15
23/01/2025 09:15
23/01/2025 09:15
23/01/2025 09:14
23/01/2025 09:14
23/01/2025 09:14
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/01/2025 02:53
“Señora de las Indias”, la nueva novela de Alberto S. Santos Alberto S. Santos acaba de publicar Señora de las Indias, una novela que relata la historia de Juliana Dias da Costa. Ella es la protagonista de este texto que explora su vida en una época marcada por las limitaciones impuestas a las mujeres: el siglo XVII. Esta figura histórica se convirtió en una de las personas más influyentes del Imperio mogol. Detrás de las etiquetas, vivió un romance prohibido con el emperador, vínculo que trascendió sus diferencias culturales. Juliana no solo fue una figura destacada en la corte mogol, sino que desempeñó múltiples roles que desafiaron las normas de género de su tiempo. Fue médica, espía y líder militar, habilidades que le permitieron ganarse el respeto y la admiración en un entorno dominado por hombres. Este libro no solo relata su relación con el emperador, sino que también profundiza en su capacidad para navegar en un mundo lleno de intrigas políticas y culturales. Nacido en Portugal en 1967, Alberto S. Santos es conocido por su habilidad para transformar hechos históricos poco conocidos en grandes novelas. Lleva publicadas varias obras como Amantes de Buenos Aires, La profecía de Estambul y El secreto de Compostela, todas ellas editadas por Editorial El Ateneo entre 2021 y 2023. Estas novelas han sido éxitos de ventas y han sido traducidas a idiomas como el polaco y el serbio, consolidándose en el género histórico. El autor, además de ser escritor, es abogado y conferencista, y ha expresado en diversas ocasiones su pasión por los eventos históricos que, aunque notables, han sido relegados al olvido. Según sus propias palabras, Santos solo comienza a escribir una nueva obra cuando logra sumergirse completamente en la época que desea retratar. A continuación, un adelanto exclusivo de Señora de las Indias: el primer capítulo, titulado “El baniano de Goa”. Alberto S. Santos El baniano de Goa La pasión fue mi pecado; el amor, mi fortaleza, y la intuición, mi guía. La estrategia fue mi talento; el coraje, mi faro, y el conocimiento, mi secreto. La misión fue mi destino. Y la fe, mi salvación. En estos devaneos andaba mi mente, aquel día de calor húmedo en Goa, bajo la sombra de una higuera de bengala, que me pareció el mejor lugar para que una pobre criatura de Dios, como yo, descansara. Desde la adolescencia, cada vez que necesitaba esconderme o rezar, me acostumbré a ver en aquel árbol sagrado de los hindúes un puerto seguro. Igual que los devotos de Krishna, creía que el baniano, como también lo llamábamos, cumplía, uno a uno, todos mis deseos. Cierto día, la propia Anju me contó que aquella higuera representaba la vida eterna, con sus ramas siempre en infinita expansión. Y era verdad: 8 de sus gajos nacían raíces que colgaban hacia el suelo y que generaban, a su vez, un sinfín de nuevas raíces y sucesivos gajos. Aquella higuera era, efectivamente, eterna e inmortal. Y, por eso, sagrada. Allí recostada, mientras aguardaba el momento, recordé a la dulce Anju, la fiel servidora de mi madre, a quien había acompañado desde la masacre de Hugli, del otro lado de la India. Fue ella quien me reveló el Olimpo hindú que habitaba en los banianos. —Los espíritus de los árboles son yakshas, divinidades menores. —¿Ellos son los que rugen allí adentro, con el viento? —pregunté yo, encantada. Ella me lo confirmó con la cabeza y yo le creí. —Los kinnaras ya son seres medio humanos, medio animales. —Uy —solté, con los ojos abiertos de par en par—. Creo que vi algunos. Son como ardillas púrpuras gigantes. Parecen diablos saltando entre los árboles. —Y alcé las manos como las ardillas, poniendo los dientes para afuera, y haciéndola reír, divertida y feliz. De hecho, vistos en retrospectiva, aquellos animales del bosque indio, de color añil, naranja y púrpura, y tan antipáticos, me parecían la personificación perfecta de los kinnaras de Anju. Durante mucho tiempo había uno en la parte trasera de mi casa en Deli. Siempre me miraba con cara de espanto, como si yo fuera la rareza. —¿Y qué más? —Mi pequeño corazón ardía de curiosidad. —Finalmente —Anju abrió los brazos, como anunciando una gran noticia—, tenemos a los gandharvas, los músicos celestiales, que habitan en las ramas de estas higueras de magníficos frutos rojos. —¡Los pavos reales! Son los pavos reales, Anju. Lo sé. Tienen cien ojos cuando abren esas enormes colas azules y parecen habitantes del cielo. Me miró divertida, preguntándose, seguramente, si el canto del pavo real poseía también un esplendor celestial. Lo cierto es que la niñez, entre todas las huellas que me acompañaron durante la vida, también me otorgó auténticos momentos de asombro. Tiempo después, cuando en catequesis me dijeron que todo aquello era mentira, se lo conté a Anju y ella puso cara de ofendida y me lanzó una mirada penetrante, como si quisiera reprenderme por dudar de sus creencias. Por eso, en aquella época, siempre la recuerdo dividida entre Krishna y Cristo. Y tal vez tuviese sus motivos. La campana de la iglesia goana de São Paulo tocó once veces. Todavía disponía de bastante tiempo. Miré alrededor. Como sucedía cada vez que regresaba, todo parecía seguir en el mismo lugar, igual que en mi feliz adolescencia y en la intrépida primera juventud que había pasado en esta ciudad. Aquí había descubierto por primera vez la alegría y el sufrimiento que podían provocar las mariposas cuando decidían revolotear en mi estómago. En Goa había adquirido las primeras y principales herramientas con las que Dios me preparó para el banquete de la insólita y sorprendente vida que Él me otorgó. El misterio de la existencia es que nadie sabe cuándo el Señor nos llama para que Le rindamos cuentas. Mirando atrás, no sé si tomaría, o no, las mismas decisiones para alabar la vida que Él me concedió y honrar Su nombre. Esa es la duda que me tortura. Por eso, vine a Goa a confesarme, antes de que sea demasiado tarde. En verdad, lo que me sucedió fue algo tan doloroso como extraordinario. ¡Ay, si el padre Magalhães supiese...! Desde luego que solo podría confesarme a un jesuita. ¿Quién más me habría de escuchar, comprender y perdonar tantos pecados? Solo un ignaciano me parece capaz de entender que el diablo, incluso invitándonos a comer y a dormir en su casa, no siempre logra impedir que un creyente entre en el paraíso. Y un jesuita es quien mejor sabe distinguir la ciencia que gobierna la tierra de la que gobierna el cielo. Sonreí, al recordar las palabras que me había dicho el padre António Magalhães en uno de los momentos más difíciles de mi vida: “Nunca te olvides, hija mía, de que, en el fondo, Dios también es un bromista”. Y de eso ahora no tengo dudas, como le explicaré a mi confesor, con la esperanza de que me absuelva de todos mis pecados y le dé un sentido a lo que me resta de vida. Mientras rememoraba parte de mi pasado, vi una pequeña abeja que se aproximaba a una hoja del baniano, donde se disimulaba una tela de araña. Quedó presa allí e inició una batalla individual para liberarse de aquella trampa imprevista. Batía las alas con ansia y trataba de librarse de los pegajosos hilos, pacientemente entretejidos por una araña gris. Las pequeñas patas ayudaban como podían, pero la lucha era muy difícil. La araña, enorme y quieta como una esfinge, observaba, desde la punta más alta de la tela, el esfuerzo de la grácil abeja. La escena me hizo estremecer. Parecía una metáfora de mi vida. Y, súbitamente, mi pensamiento se dirigió hacia otro momento casi olvidado de mi infancia, cuando finalizamos el camino de Agra hacia Deli con mi madre y me topé con una escena similar, en el jardín de la casa del padre Magalhães. No era la primera vez que las abejas se me aparecían. —Madre, ¡saca a la abeja de la tela! ¡La va a matar! —grité, asustada. Madre me miró, inquisitiva, y recién después se dio cuenta de lo que estaba pasando. La vi sonreír, mientras el jesuita llegaba con té de limón y menta para aliviarnos la sed y el cansancio. —¡Querida Juliana! ¡Qué grande que estás! El padre venía en mi dirección, enfundado en una sotana negra, que también me pareció una enorme y aterradora araña. Grité. Él se detuvo con los brazos en el aire, confundido. —¿Qué sucede, mi querida? Retrocedí dos pasos y señalé la rama del baniano, en cuya hoja la abeja luchaba por su vida. El padre me preguntó con la cabeza, tratando de entender mi inquietud. —¡Sálvela, por favor! —imploré. A aquella altura, aún no sabía que la mirada de un niño era capaz de ver, en un fragmento de la naturaleza, tanto la belleza como la crueldad del mundo. Desesperada, concluí que las arañas eran los bichos más crueles del mundo para las abejas. Las atrapaban, las amarraban a sus telas y las succionaban hasta que se convertían en un seco hilo de piel. Aquella era, ciertamente, una muerte tan horrible como ignominiosa. De ver el mundo entero y volar de flor en flor a no poder hacerlo, presa de aquellos pegajosos filamentos, encaminándose hacia el fin. Entonces, como una sombra salida del círculo interior del árbol, había aparecido la providencial Anju. Estiró la mano, envuelta en un paño a modo de guante, hasta la hoja del baniano y estrujó a la araña, salvando al insecto, que, luego de que lo ayudaran, se despegó de la tela viscosa y desapareció de inmediato en el horizonte. Solté un pequeño grito, horrorizada y aliviada. Ella me estrechó contra su sari azul, hasta que me serené. Más tranquila, le susurré al oído: —Ahora sí que creo en los espíritus de los árboles. —Y volviéndome hacia los otros dos adultos, dije—: Saben, ¡Anju es una yaksha!
Ver noticia original