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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 22/01/2025 04:16
El tesorero del Estado, Robert “Budd” Dwyer, con una pistola en la mano enfrente de cámaras de televisión, fotógrafos y micrófonos. Nadie podía imaginar el trágico final (AP Photo/Gary D. Miller) “Di falso testimonio bajo juramento durante el juicio de 1987, por lo tanto, me atribuyo el suicidio y la muerte de Budd Dwyer”, dijo con tono apesadumbrado y frente a la cámara el abogado William T. Smith. Corría 2010 y el antiguo representante legal de la compañía Computer Technology Associates (CTA) había aceptado ser entrevistado por el documentalista James Dirschberger para su película Honest Man: The Life of R. Budd Dwyer. Después de una larga y profunda investigación, el director había encarado la filmación de un documental con el que pretendía demostrar que Robert “Budd” Dwyer, un malogrado Tesorero del Estado de Pensilvania, no era el funcionario corrupto que todos creían sino un hombre probo e inocente, víctima de las calumnias orquestadas por una conspiración. Para entonces, la opinión pública estadounidense recordaba a Dwyer como alguien que, aprovechando su cargo pagado por los contribuyentes, se había convertido en un vulgar coimero que, al ser descubierto, no pudo tolerar la vergüenza y se mató. Pero, más allá de los pormenores del caso -que el paso del tiempo envolvía en un nebuloso olvido-, su nombre seguía asociado a la espectacularidad de su muerte: un suicidio transmitido en vivo y en directo por televisión y repetido hasta el cansancio en los noticieros. La muerte de Dwyer databa del 22 de enero de 1987. Ese día de invierno una feroz tormenta de nieve se descargó sobre gran parte del Estado de Pensilvania. Las escuelas y las universidades suspendieron sus clases y, salvo los trabajadores de servicios esenciales, la gente se quedó en sus casas. Por esa razón, a la tarde familias enteras estaban frente a los televisores y presenciaron el momento en que se descerrajó un tiro en medio de una conferencia de prensa. Ingresó a la conferencia de prensa con cuatro sobres: tres de color blanco que repartió entre colaboradores y uno más abultado, de color madera, donde guardaba el revólver (AP Photo/Paul Vathis) El Tesorero de Estado había convocado a los periodistas en Harrisburg para sentar su posición sobre el juicio por corrupción que enfrentaba y cuya sentencia se conocería al día siguiente. Se lo acusaba de recibir sobornos de la CTA a cambio de adjudicarle la tarea de devolver a la población impuestos mal cobrados. Dwyer, casado y padre dos hijos pequeños, venía proclamando a los cuatro vientos su inocencia. Su buen nombre y honor eran para él y su familia lo más importante, insistía cada vez que hablaba del tema. Por eso, venía explicando una y otra vez, no había aceptado una propuesta de la fiscalía de recibir una pena leve si se declaraba culpable. No iba a reconocer su responsabilidad en un delito que no había cometido. Al principio, la conferencia de prensa se desarrolló con normalidad. Dwyer empezó leyendo un texto que había llevado escrito y cuando terminó entregó tres sobres a otros tantos colaboradores. La situación cambió radicalmente cuando tomó otro sobre -abultado, de papel madera-, lo abrió y sacó de su interior un revólver Magnum .357. Los periodistas -y todos los que seguían la noticia frente al televisor-, lo vieron empuñar el arma y apuntar hacia el techo de la sala de prensa. Dwyer miró de frente a los periodistas que estaban en la sala y, todavía con el caño del revólver apuntando hacia arriba, les dijo: -Por favor, abandonen la sala si esto los agravia. -¡Budd, Budd! – se escuchó gritar, desesperado, a uno de sus colaboradores. -Retrocedan, o esta cosa lastimará a alguien – continuó diciendo Dwyer mirando al frente. Fueron sus últimas palabras antes de introducir el caño del revólver en su boca y apretar el gatillo. Murió en el acto. Budd Dwyer había convocado a una conferencia de prensa en Harrisburg para hablar sobre el juicio por corrupción que enfrentaba (AP Photo/Garry Dwight Miller) Un anónimo y un acuerdo Nacido en Saint Charles, Misuri, Robert “Budd” Dwyer venía desarrollando toda su carrera política en Pensilvania. A los 47 años había pasado por la Cámara de Representantes y cumplido tres períodos como senador estatal antes de ser nombrado Tesorero del Estado, la máxima autoridad en el área de recaudación de impuestos. Estaba en el cargo desde 1980 y bajo su administración se habían cometido serios errores al calcular el pago de impuestos de los empleados estatales. Como consecuencia, durante años habían pagado de más y el Estado había recaudado indebidamente más de cien millones de dólares. Para resolver el problema, el Estado llamó a una licitación de empresas de contabilidad para seleccionar a la que se encargaría de calcular y reembolsar a los trabajadores las sobretasas que se les habían cobrado. La licitación fue adjudicada una empresa radicada en California, Computer Technology Associates (CTA), propiedad de John Torquato, Jr. Por el trabajo, la firma cobraría 4,6 millones de dólares. Todo se hizo como marcaba la ley, pero poco después el entonces gobernador de Pensilvania, Richard Thornburgh, recibió una carta anónima en la que se denunciaba el pago de sobornos por parte de CTA para que le fuera adjudicado el contrato. El mandatario, electo por el Partido Republicano, hizo lo que debía hacer y le entregó la carta a la justicia para que investigara. Un mes más tarde, la fiscalía acusó al propietario de CTA, a su abogado, William T. Smith, y a la esposa de éste por delitos de soborno de funcionarios públicos. Sin embargo, la mayor preocupación de los fiscales era determinar quiénes habían sido sobornados, por lo que ofrecieron a Torquato y sus cómplices un acuerdo: si revelaban la identidad de esos funcionarios, recibirían penas mucho más leves. Los tres dijeron que le habían pagado a Budd Dwyer 300.000 dólares para que influyera a favor de CTA en la adjudicación del contrato. "En esta nación, la más grande democracia del mundo, no hay nada que puedan hacer para prevenir que me castiguen por un crimen que no he cometido", leyó Budd Dwyer en público (AP Photo/Paul Vathis) En base a los testimonios negociados por los “arrepentidos”, a mediados de 1986 Dwyer fue acusado formalmente de recibir sobornos, fraude fiscal, asociación ilícita y de formar parte del crimen organizado. La fiscalía, convencida de su culpabilidad, le hizo una oferta para evitar el juicio. Si se declaraba culpable, debería pagar una multa de 300.000 dólares y recibiría una condena de cinco años de prisión, de los cuales pasaría entre rejas menos de la mitad. En cambio, si negaba los cargos, los fiscales solicitarían una pena de 55 años de prisión. Aunque corría el riesgo de pasar el resto de su vida en la cárcel, Budd Dwyer rechazó la propuesta y decidió ir a juicio. Se mantuvo siempre firme en su postura: negó haber recibido un solo dólar y, además, que la licitación no la había adjudicado él sino un grupo de trabajo formado por funcionarios del Estado. Es decir, que ni siquiera había participado en la elección de la compañía que decía haber pagado el soborno. El juicio se inició en diciembre de 1986 y, convocados como testigos por la fiscalía, Torquato, el abogado Smith y su mujer señalaron a Dwyer -que durante el proceso, dada la presunción de inocencia, continuaba en su cargo- como el único funcionario al que habían sobornado para obtener el contrato. Terminados el proceso y los alegatos, el juez Malcom Muir anunció que daría a conocer la sentencia el 23 de enero de 1987. Sin embargo, la noche del 21 de enero alguien le avisó a Budd Dwyer que la decisión ya estaba tomada: sería declarado culpable de todos los cargos y condenado a 55 años de cárcel. Además, quedaría señalado para siempre como corrupto y delincuente. Los sobres que entregó antes de su suicidio tenían una carta de despedida para Joanne, su esposa, una cédula de donación de órganos y un mensaje dirigido al nuevo gobernador de Pensilvania, Bob Casey Suicidio en vivo y en directo No es posible saber en qué momento de esa noche, Robert Dwyer tomó la decisión de matarse en público después de insistir, una vez más, en su inocencia. Lo concreto es que la mañana del 22 de enero convocó a una conferencia de prensa para esa misma tarde. En el anuncio a los periodistas se informaba que el tesorero del Estado haría “una actualización” sobre la situación judicial. El caso era resonante y el juicio tenía una amplia cobertura, día tras días, en todos los medios de Pensilvania. Por eso, pese a la tormenta de nieve que azotaba a la ciudad de Harrisburg, la concurrencia de periodistas fue masiva. Muchos pensaban que renunciaría públicamente a su cargo. Budd Dwyer entró agitado a la sala colmada de periodistas. Llevaba en sus manos cuatro sobres -tres blancos y delgados, uno abultado de color madera- y una hoja de papel escrita a máquina. De pie, frente a las cámaras de televisión, leyó un texto que había redactado sin consultar a ninguno de sus colaboradores. Decía: “Agradezco a Dios por haberme dado 47 años de apasionantes retos, vivencias estimulantes, muchas ocasiones felices, y sobre todo, la excelente esposa e hijos que cualquier hombre pudiese desear. Ahora mi vida ha cambiado, sin razón aparente. Las personas que me han llamado y escrito están molestas y se sienten impotentes. Ellos saben que soy inocente y desean ayudar. Pero en esta nación, la más grande democracia del mundo, no hay nada que puedan hacer para prevenir que me castiguen por un crimen que no he cometido. El juez Muir es conocido por sus sentencias medievales. Me enfrentó a una sentencia máxima de 55 años en prisión y una multa de 300 000 dólares por ser inocente. El juez Muir dijo a la prensa ‘me sentí revigorizado’, cuando me consideraron culpable y que planea encarcelarme como un desestímulo hacia otros funcionarios públicos. Pero no seré un factor disuasivo porque cada funcionario público que me conoce sabe que soy inocente; no será un castigo legítimo porque no he hecho nada malo. Ya que soy víctima de una persecución política, mi prisión simplemente será un gulag americano. Pido a aquellos que creen en mí, que continúen manteniendo la amistad y recen por mi familia, para trabajar incansablemente por la creación de un genuino sistema de justicia en los Estados Unidos, y proseguir con los esfuerzos de exonerarme, para que mi familia y su futura parentela no sean manchados por esta injusticia que ha sido perpetrada contra mi persona. Confiamos que la razón y la verdad se impondrán y seré absuelto dedicando el resto de nuestras vidas en crear un sistema de justicia aquí en los Estados Unidos. El veredicto de culpable ha fortalecido esa decisión”. Cuando terminó de leer, entregó los tres sobres blancos a sus colaboradores. Uno contenía una carta de despedida para Joanne, su esposa; el segundo, una cédula de donación de órganos; la tercera carta iba dirigida al nuevo gobernador de Pensilvania, Bob Casey, que había asumido el cargo dos días antes. En ella, Budd Dwyer proclamaba nuevamente su inocencia y denunciaba al sistema judicial que lo había condenado “injustamente”. Después de haber repartido esos tres sobres blancos, abrió con tranquilidad el restante -uno abultado, de papel madera-, sacó el Magnum .357, metió el caño en su boca y disparó. Cayó con la cabeza destrozada, a cuyo alrededor se formó de inmediato un charco de sangre. Budd Dwyer junto a su familia. Recién en 2010, 23 años después del suicidio, uno de los que lo acusó de corrupto reconoció haber mentido en el juicio La muerte y los medios Transmitido en vivo, el suicidio de Dwyer fue visto por decenas de miles de telespectadores. Durante las horas siguientes, en los canales de televisión los editores analizaron las imágenes y decidieron cuáles mostrar y cuales no en las ediciones de los noticieros de la noche. Con el correr del tiempo, esas coberturas se transformaron en objeto de estudio y de debate en las carreras de periodismo, utilizado como ejemplo de cómo encontrar el equilibrio entre el impacto psicológico sobre el público y la necesidad de competir con otros medios de comunicación. Como el acusado había muerto, la sentencia que tenía preparada el juez Muir nunca fue leída en la sala del tribunal. Durante el proceso en ningún momento se presentó documentación que probara que Dwyer hubiera cometido los delitos por los que estaba siendo juzgado. Todo se basaba en los testimonios que los tres “acusadores” habían negociado con la fiscalía a cambio de la reducción de sus penas. Cuando en 2010 uno de ellos, el abogado Smith, reconoció públicamente haber dado falso testimonio durante el juicio, ya no corría riesgo alguno, porque 23 años después de los hechos su delito había prescrito. Hoy, el caso Dwyer es un tema recurrente en las carreras de Derecho de los Estados Unidos y también un caso emblemático que cuestionan la figura del “arrepentido”, que permite a un delincuente negociar su testimonio a cambio de su propia impunidad.
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