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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 21/01/2025 02:33
El equilibrio en las emociones es uno de los puntos altos de "Un dolor real", protagonizada por Jesse Eisenberg y Kieran Culkin. “La memoria es algo que nadie posee. Nadie tiene la verdad. Nosotros en la Argentina muchas veces ponemos las dos palabras juntas, memoria y verdad. La memoria es más que la verdad: son verdades que se van yendo. La memoria es algo permanentemente inconcluso”. La frase es de Tomás Abraham y la dijo durante una charla que mantuvimos en 2021, a propósito de su libro autobiográfico La matanza negada, un libro que cuenta, a partir de su historia familiar, cómo se llevó a cabo el genocidio judío en Rumania, el país donde él nació. Es interesante la distinción entre memoria y verdad que hace Abraham y, sobre todo, lo que señala acerca de la memoria como “verdades que se van yendo”. Tantas verdades como testigos de los hechos “se van yendo” porque los sobrevivientes van muriendo y los escenarios, por sí solos, no hablan, no dicen nada. Solo les dan sentido quienes hablan por ellos quienes, aquellos que vivieron allí determinados sucesos o personas que, con mayor o menor rigor, con más o menos escrúpulos, replican una memoria de prestado y se convierten así en guardianes de un pasado que no vivieron. Dave y Benji son primos y tiene casi la misma edad, alrededor de los 40. Vivieron una infancia muy cercana aunque el paso del tiempo los fue alejando. David es frío y reservado, algo distante, tiene una esposa y una hijita con quienes vive en Nueva York y dedica mucho tiempo a su trabajo como vendedor de publicidad online. Benjamin en cambio no tiene trabajo fijo, vive de prestado en Binghamton, en las afueras del mismo estado. A veces tiene la mirada perdida; aunque es una persona atractiva y puede ser excitantemente divertido hay algo en él que tira para abajo: el dolor es un ancla. Trailer de "Un dolor real" (A Real Pain), de Jesse Eisenberg Un dolor real (A Real Pain) es el segundo largometraje dirigido por Jesse Eisenberg (La red social), también autor del guion y quien lleva adelante el personaje de Dave en la película. Ya desde el comienzo el espectador sabe que los primos que se están encontrando en el aeropuerto van a viajar juntos a Polonia, a recorrer durante algunos días el pasado familiar, una historia clásica de judíos de la diáspora. Acaba de morir la abuela de los muchachos, una sobreviviente del Holocausto que estuvo prisionera en Majdanek, campo de concentración y exterminio ubicado a solo 4 kilómetros de Lublin, la ciudad donde hasta la llegada del nazismo vivían ella y su familia. Benji (un soberbio Kieran Culkin, el excitado y sufriente Roman Logan en Succession) tenía con su abuela una relación muy cercana, amorosa y explosiva, y sigue muy afectado por su muerte. Dave lo sabe, como sabe también que ese viaje hacia los orígenes puede ser una buena oportunidad para reencontrarse. La película narra ese viaje al dolor y el horror del pasado, al trauma que se mantiene a través de las generaciones y también la manera en que cada uno lidia con ese peso como puede. Otro de los temas tratados es una de las grandes preocupaciones de la época, la salud mental, que finalmente parece salir del cajón de los tabúes. La actuación de Culkin le valió recientemente un Globo de Oro como actor secundario (la arbitrariedad de las categorías es tema para otra nota) y podría llevarlo a estar entre los nominados al Oscar. La historia es narrada a partir de momentos intensos, melancólicos y de diálogos abrumadores, pero también con muchas escenas plenas de humor e ironía, lo que deriva en una generosa levedad que consigue sacar sonrisas que ni ocultan la aspereza del asunto ni les restan trascendencia a los temas que se tratan. El equilibrio de emociones en la película de Eisenberg es posiblemente el mayor de sus méritos. Los personajes de la película de Eisenberg tuvieron una infancia familiar entrañable y la vida los terminó alejando. “Dave, estamos en un tour sobre el Holocausto. Si este no es el momento y el lugar para llorar y abrirnos, entonces no sé qué decirte”, le dice Benji a su primo en un momento, mientras el más serio del dúo procura mantener su compostura y el frustrado, hippie y drogón de la familia intenta todo lo que está a su alcance para recuperar a ese primo sensible con el que creció, ese que está escondido detrás de un hombre que busca no quebrarse nunca. Para eso lo sacude con frases contundentes y le ofrece compartir un porro en las terrazas de los hoteles, adonde suben corriendo y casi a escondidas para fumar y recordar con vista al cielo. La historia de Dave y Benji se da en el marco de un tour por espacios dedicados a la memoria en Polonia, en este caso a la memoria de la tragedia judía, lo que incluye visitas a escenarios a monumentos, lápidas, la ciudad de Lublin (donde vivían 40 mil judíos antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial) y los restos de Majdanek, el campo en el que primero fueron internados prisioneros soviéticos y adonde luego los nazis llevaron y asesinaron a judíos de diferentes guetos europeos, incluido el de Varsovia. Se trata de un sitio que los nazis dejaron intacto porque no llegaron a desarmarlo antes de la retirada: ahí están todavía las cámaras de gas y las huellas azules en las paredes provocadas por el Zyklon B. Majdanek fue el único campo, junto con Auschwitz, que utilizó ese gas maldito (un pesticida a base de cianuro creado en Alemania, en la década de 1920). Los nazis comenzaron a usarlo para asesinar a sus víctimas en 1942. Durante el viaje que es el centro de la película, los muchachos conocerán a un guía británico no judío pero fascinado con la historia judía, a una pareja de judios “normales” y muy asimilados a la cultura norteamericana promedio, a una judía de unos sesenta recientemente divorciada y bastante neurótica y a un hombre que, luego de sobrevivir a la matanza de Ruanda, eligió (sí, ELIGIÓ) convertirse al judaísmo y resulta ser más observante que todos los judíos que conforman el grupo del tour. El reencuentro entre los primos se da en el marco de un tour por espacios de la memoria de la tragedia judía en Polonia. Los dueños de la memoria “Nosotros, los que sobrevivimos a los campos no somos testigos verdaderos. Nosotros somos los que, a través de la prevaricación, la habilidad o la suerte, nunca tocamos fondo. Los que estuvieron y vieron el rostro de la Gorgona no regresaron, o regresaron sin palabras”, escribió el italiano Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz y autor de Si esto es un hombre y Los hundidos y los salvados. En sus últimos años, el Nobel húngaro Imre Kertész (1929-2016), autor de Sin destino, uno de los mayores libros sobre la vida en los campos de concentración (sobrevivió a Buchenwald y a Auschwitz), cuestionaba el propósito de adjudicar la memoria como propiedad a los sobrevivientes y discutía la facilidad con la que el mundo consagraba a ciertos gurúes del Holocausto, otorgando un grado supremo de infalibilidad a memorias que, en algunos casos, terminaron siendo falsas (como las del músico Binjamin Wilkomirski, un caso fabuloso de impostura provocada por un trauma de infancia). Benji (Kieran Culkin) posa para una foto junto al monumento en homenaje al levantamiento de Varsovia contra los nazis. Kertész –un escritor extraordinario, alejado de todo sentimentalismo– aconsejaba no visitar Auschwitz y llegó a decir que el más simbólico de los campos nazis se había convertido en un “parque temático para turistas”. Decía también que si alguien quería ver con sus propios ojos el escenario de la industrialización de la muerte ideada por los hombres de Hitler debía ir unos 3 kilómetros más allá y visitar Birkenau, el verdadero campo de exterminio, un escenario que carece de montajes museísticos por lo que, precisamente, “allí las grandes dimensiones muestran algo del horror que fue”, aseguraba. “Cuando se sube a la antigua torre de mando y se ven esas líneas paralelas, se ve algo de esa racionalidad malvada, que sólo podía estar al servicio de la muerte”, dijo Kertesz, quien solía definirse como un escritor judío, esto último como “actitud ética y moral, y no étnica ni religiosa”. Kertész no solo produjo literatura sino mucha reflexión alrededor del tema. Él pensaba que el terror provocado por el nazismo había sido pre digerido por Occidente al punto de terminar sometido a un único término, el Holocausto, porque en la búsqueda de ejercitar la memoria (para que no se repitiera el horror) se habían suavizado conceptos mucho más fuertes como “campos de exterminio” o “solución final”. “La esencia de mi obra consiste en trasladar lo ocurrido a una dimensión espiritual. Que quede en la conciencia, aunque ahora lo veo con menos optimismo que hace unos años. El Holocausto es el hundimiento universal de todos los valores de la civilización y una sociedad no puede permitir que se repita, que vuelva a presentarse una situación parecida. Pero la crisis económica, una crisis así, dio pie a la llegada de Hitler al poder. Por tanto, deberían sonar todas las alarmas. Pero no suenan. Lo cual quiere decir que el Holocausto no está presente en la conciencia de los políticos europeos”, explicó durante una entrevista. Imre Kertész, sobreviviente del Holocausto y autor de "Sin destino". Pero para Kertész nada aseguraba que el horror no volviera a repetirse. Algo parecido señalaba la cellista Anita Lasker-Wallsfich, sobreviviente de Auschwitz, en el gran documental La sombra del comandante, sobre el que escribí tiempo atrás. En el film, dirigido por Daniela Volker, la anciana –que vive en Londres– se niega a ir a recorrer Auschwitz con su hija Maya y con el hijo y el nieto de Rudolph Höss, el jerarca nazi que estaba a cargo del campo de exterminio, una figura que fue también protagonista de Zona de interés, la fascinante película de Jonathan Glazer en la que el terror no se ve pero se escucha. “Tu Auschwitz no es mi Auschwitz” le dirá Anita, que es una psicóloga experta en trauma intergeneracional, y en esa frase parece condensarse un ideario. A Benji (Culkin) le hacen ruido cuestiones propias de los tours del Holocausto como los viajes y las comidas de primera clase. El peligro de frivolizar el horror Una de las cosas que más abruman durante el viaje a Benji –una persona sensible, posiblemente en extremo– es lo que percibe como frivolidad. Eso parece hallar en la idea de ir a los escenarios de las ejecuciones en primera clase en tren y saboreando ricas comidas (cuando sus ancestros viajaron a la muerte hambrientos y en condiciones dramáticas) o en la tendencia a llenar de datos e información las visitas a los campos y centros de la memoria cuando, tal vez, solo alcanzaría con el silencio y un momento de introspección colectivo. Tiene razón Benji, pero también es cierto que esos espacios (museos, campos de tortura y exterminio abiertos al público) necesitan ingresos para seguir en funcionamiento y que, a medida que pasan las generaciones, la distancia con los hechos determina que haya menos personas sensibilizadas o afectadas que quieran donar esos fondos y en ese sentido, las visitas y los tours son fuente de dinero. Sin embargo, el cuestionamiento de Benji en Un dolor real es válido, sobre todo porque el paso del tiempo va borrando la cercanía emocional con los hechos y convierte a cualquier espacio en un fondo ideal para una selfie. La visita a la cámara de gas de Majdanek es un momento abrumador de "Un dolor real" que, sin embargo, es tratado con gran delicadeza y sin desmesura. A propósito de este punto, dos cuestiones. Una: la escena de la foto grupal impulsada por Benji junto al monumento a quienes protagonizaron el levantamiento del gueto de Varsovia es una de las más logradas de la película de Eisenberg porque habla sobre este paso del tiempo que lleva de la solemnidad de los primeros años a la apropiación social y cultural de una escultura monumental y dos: hay una muy buena novela que trata las dudas y preguntas que surgen con los tours del horror y con la riesgosa frivolización de uno de los momentos más espeluznantes de la historia humana. La novela se llama El monstruo de la memoria, en Argentina y España fue publicada por editorial Sigilo y su autor es el novelista israelí Yishai Sarid. Cuenta la historia de un historiador israelí experto en el Holocausto -especialista en el estudio comparado de los métodos de aniquilación empleados el nazismo- que se convierte en el más exquisito de los guías en los campos de exterminio levantados por los nazis en Polonia. Pero a medida que avanza su conocimiento, también avanzan las contradicciones, las preguntas por la condición humana y el mal y también el deterioro de su salud mental. La novela es inteligente (narrada en primera persona y en forma de carta al director del Yad Vashem, la institución israelí creada en homenaje a las víctimas del Holocausto) durísima y reflexiva; su autor no parece temerle ni al pasado ni al presente. "El monstruo de la memoria", de Yishai Sarid, es narrada a partir de una carta dirigida al presidente de Yad Vashem. Un dolor real regresa a un tema tratado por el cine muchas veces y lo hace sin concesiones ni lugares comunes, en un presente post 7 de octubre que apunta a sepultar el pasado, con la guerra en Oriente Medio aún abierta y los prejuicios antisemitas en alza. Una era de crueldad y fanatismo que domina el pensamiento colectivo y en la que la sensatez no consigue buena prensa. Un tiempo en el que parece imposible alertar contra el antisemitismo y el terrorismo islámico y, a la vez, cuestionar a Netanyahu, sensibilizarse por los crímenes en Gaza y repudiar a la ultraderecha expansionista israelí, que se opone a los acuerdos para poner fin a la guerra y recuperar a los rehenes secuestrados por Hamas. Alejada de toda solemnidad y corrección política, la película de Eisenberg llega en un momento que podría ser visto como inoportuno pero que, sin embargo, apunta en la dirección adecuada si lo que se busca es trazar un arco sensible entre la memoria y el presente que sortee la intolerancia y el binarismo intransigente. *Un dolor real llegará a los cines latinoamericanos esta semana.
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