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Concordia » El Heraldo
Fecha: 18/01/2025 18:05
Se puede decir con la consabida precaución y con el recelo de caer en la herejía o en el desatino que, hacia finales de la década del ´60 del siglo XX, se produjo una nueva revolución francesa. Un grupo de críticos y especializados en cine, colaboradores de la prestigiosa revista Cahiers du Cinéma, se expresaron con el ímpetu de plasmar en sus propias creaciones una metodología claramente distinta a la que criticaban respecto del cine de masas. Lo hicieron contando con una incondicional libertad creativa, provocando una ruptura trascendente en el cine. En particular en el estilo, en los guiones, en el montaje, los ángulos y la mirada de la cámara, como asimismo en lo vinculado a distintos tipos de planos utilizando a tal fin modestos equipos de filmación. Además, acometiendo personalmente la financiación y la conducción de las películas. Se configuró entonces, un nuevo lenguaje cinematográfico. Era la Nouvelle Vague (Nueva Ola), la corriente que transformó el cine. Los críticos devenidos en directores tenían en común, además de su desafiante juventud, una importante preparación cinéfila e intelectual. Se erigieron como absolutos creativos y dueños de cada una de las decisiones respecto de sus películas, creando el cine de autor. En desmedro de lo que consideraban como cine de “calidad”, pusieron en valor a directores en cuales reconocían un proceso creativo personal, como Alfred Hitchcock (referencia ineludible para todos ellos), Howard Hawks, Robert Bresson, Frank Capra, Jacques Tati y John Ford. En su temática se involucraron con la problemática del hombre europeo urbano y contemporáneo. Y en muchas de sus películas, se percibía, directa o implícitamente, al propio autor; sea como referencia autobiográfica o como propio personaje. Todo ese movimiento provocó una revolución en la concepción del cine que, a partir de ese momento, fue incorporando mayormente, los aportes estéticos, semánticos y técnicos que disruptivamente propugnó la Nouvelle Vague. A propósito de esa denominación, si bien los films que podrían ser considerados como los primeros de esta corriente serían “El bello Sergio” de Claude Chabrol (1958) y “Los 400 golpes” de Francois Truffaut, se dice que en oportunidad del estreno de “Hiroshima, mon amour” de Alain Resnais (1959) un acontecimiento para Cahiers du Cinéma”, en una mesa redonda sobre la película organizada por Jean-Luc Godard y con la participación del director y de Marguerite Duras, la guionista, la periodista Francois Giroud, habría definido con ese término la corriente cinematográfica. Algunos de los directores más importantes y trascendentes de la misma fueron Francois Truffaut, Jean-Luc Godard, Agnès Varda, Jacques Rivette, Alain Resnais, André Bazin, Claude Chabrol y Éric Rohmer. Dentro del grupo de los jóvenes críticos devenidos en cineastas, Éric Rohmer era el mayor de todos. Había nacido como Jean-Marie Maurice Schérer el 20 de marzo de 1920 en la localidad de Tulle, provincia de Corrèze, Nueva Aquitania, Francia en una familia de origen alsaciano. Cabe acotar, a modo de dato anecdótico que entre 2001 y 2008, Francois Hollande (luego presidente socialista de Francia) fue alcalde de Tulle. Rohmer era muy celoso de su intimidad. No era adepto a concurrir a festivales, e incluso cuando debía realizar alguna aparición pública, disimulaba su aspecto con bigotes y barbas. Por otra parte, Carlos F. Heredero y Antonio Santamarina en su libro “Eric Rohmer” afirman que el hecho de usar seudónimo podría ser para despegarse de su hermano, René Schérer, activo militante de izquierda y de la causa de género o para ocultar a su conservadora madre, que el dedicado profesor de literatura que era se había transformado en un mundano director de cine. En ese sentido, en un reportaje concedido a la publicación española “Dirigido por …”, Rohmer hecha luz sobre el tema al decir que “Éric Rohmer, en concreto, es un anagrama de Maurice Schérer. Yo era profesor de literatura en mi juventud y tenía bastantes alumnos. Soy de una familia de la provincia de Alsacia, de mentalidad tradicional, a la que no le gustaba que abandonara mi oficio de profesor, así que, para escribir de cine y para moverme en este mundo, me sentía más libre con el seudónimo, que a la vez me parecía más bonito y más armonioso”. Rohmer comienza frecuentando cineclubs parisinos. El Objectif 49, donde conoce a Truffaut y el Quartier Latin junto a Jacques Rivette y Jean-Luc Godard. Ellos defienden el cine americano, criticando al francés que se hacía en esos tiempos (finales de la década del ´40). A partir de esa experiencia, un grupo de críticos comienzan publicando artículos en La Revue du Cinéma y luego en L´Ecran Francais. En esta última revista, Rohmer da a conocer en 1948 su primer artículo, “Le Cinéma, art de l´espace”. Tenía especial interés por reflexionar sobre la imagen cinematográfica y del cine como arte del espacio, pero nunca deja de darle un valor superlativo a la palabra, convirtiéndola más adelante, ya como director, en el centro de su cine. Luego, desde 1957 a 1963 es redactor jefe de Cahiers du Cinéma. Sus opiniones críticas eran sumamente valoradas. Sus escritos mantienen una orientación existencialista sartreana y en colaboraciones posteriores en Les Temps Modernes plantea su manifiesto “Por un cine que habla”. Jean-Luc Godard, que no se caracterizaba por elogios a otros críticos, decía que, para él, la autoridad eran Rivette y Rohmer; Rivette era más teórico, Rohmer, más profundo. Puesto a dirigir, Rohmer se presenta estructurado y ordenado. Establece conjuntos de películas integradas temáticamente. Las agrupa en series. Realiza así “Seis cuentos morales”, entre 1962 a 1972; “Comedias y proverbios”, entre 1981 y 1987 y “Cuentos de las cuatro estaciones” de 1990 a 1998, Heredero y Santamarina en el libro mencionado afirman: “su obra se ha forjado –antes que nada- atendiendo a criterios de coherencia interna, a partir de una firme y casi arrogante seguridad en sus propias ideas sobre la naturaleza del cinematógrafo”. Muy detallista para coordinar las locaciones y las horas y momentos de filmación. Incluso, consultaba permanentemente con los meteorólogos para conocer de antemano las condiciones climáticas cuando debía filmar en exteriores. Le confería especial atención a ello, porque sus películas transcurren frecuentemente en espacios públicos, en plazas, aceras, calles, playas, el campo o en la montaña. La cámara para él era algo más que una estilográfica (en el sentido de la “caméra-stylo” propuesto por el director y crítico de cine Alexandre Astruc), al afirmar Rohmer que “la cualidad más destacada de la cámara es fijar el instante”. Su encendida apreciación por el cine, como bien recuerda David Oubiña en “Éric Rohmer: Polígrafo” le ha hecho afirmar al director francés, en 1955 en la serie de artículos “El celuloide y el mármol”, que el cine iba a contramano de las otras artes; no solo porque era diferente a la pintura, a la arquitectura o la música sino porque la superaba. A tal efecto, Vicente Monroy en “Contra la cinefilia” refiere a esa serie de artículos, al indicar que “cada uno de los capítulos era una respuesta altiva del cine a los antiguos modelos de expresión, una declaración de superioridad como gran arte del presente”. Por otra parte, Rohmer utilizaba la luz natural con una cuidada fotografía que, en muchas de sus películas estaba a cargo del consagrado fotógrafo español Néstor Almendros. Grababa sonido directo en procura de una mayor autenticidad. Los sonidos de la naturaleza eran muy importantes para Rohmer. “Dedico mucho tiempo a recoger el sonido-ambiente de los lugares, los ruidos de la actividad humana, de la lluvia o del viento”, afirmaba en el reportaje mencionado. Sus personajes eran frecuentemente jóvenes, de clase media, de indudable pertenencia burguesa y con sólida formación intelectual. Se sienten invadidos por la duda, la tentación o la angustia. Sus (pequeñas) historias son lineales, se desarrollan casi en tiempo real y habitualmente rodaba en el sentido cronológico que tenía el guion. “Creo que la imagen cinematográfica debe estar siempre en presente que no se puede confundir una imagen real con una imagen virtual que sólo existe en la mente”, dice. La imagen, entiende, está para mostrar, no para significar. Incluso cuando debía recurrir a alguna escena del pasado, lo hacía mediante elipsis. Era muy perseverante en la confección y el tratamiento de los guiones. Se percibe en ellos una particular preocupación literaria. Generalmente los trabaja con estilo y precisión. Ha contado que se tomaba mucho tiempo para componer sus historias, las pensaba, las escribía y las reescribía. Aunque, cuando excepcionalmente, por ejemplo, en “El rayo verde” no tenía nada escrito, no contaba con ninguna línea de diálogo, el guion se fue improvisando al momento de la filmación. En un muy entrañable libro de la crítica y traductora Débora Vázquez, “Un verano con Rohmer”, la autora acerca de la precisión y prolijidad a que aspiraba el director en sus realizaciones dice que “cuenta Jean-Louis Trintignant que una coma para Rohmer tiene una importancia decisiva y que en el guion de Una noche con Maud se detallaban hasta las veces que, a modo de titubeo, debía emplearse una determinada muletilla en medio de una frase”. La fortaleza de sus guiones radica en diálogos donde los sentimientos son más importantes que las acciones. Por otra parte, Pier Paolo Passolini ha considerado al cine de Rohmer como un cine en el cual la cámara y sus movimientos se convierten en protagonistas. Rohmer ha sido un director premiado en festivales. En la serie “Seis cuentos morales” se destacan “Mi noche con Maud” (1969), doblemente nominado como Mejor película de habla no inglesa y como Mejor guion adaptado a los Óscars de la Academia con las actuaciones de Jean-Louis Trintignant y Francoise Fabian y “La rodilla de Clara” (1970), con la que ganó la Concha de Oro a la mejor película en el Festival de San Sebastián, con Jean-Claude Brialy, Beatrice Romand y Fabrice Luchini. Este último actor habitual de Rohmer. “Paulina en la playa” (1982) con Amanda Langlet y Arienne Dombasle; “Las noches de luna llena” (1984) con Pascale Ogier, Tcheky Karyo y Fabrice Luchini y “El rayo verde” (1985) con Marie Rivière y Beatrice Romand, con la que obtuvo el León de Oro en Venecia, son las más relevantes de Comedias y Proverbios. Es claramente un dramaturgo, -considera a Dostoieviski como su novelista preferido- y ha incursionado en la novela con “Elizabeth” publicada en 1946, con el seudónimo de Gilbert Cordier, antes de iniciar su carrera cinematográfica. En otro sentido, ha dado a conocer “El gusto por la belleza”, una serie de críticas escritas entre 1948 y 1979; un estudio sobre la filmografía de Hitchcock conjuntamente con Claude Chabrol y otro sobre Chaplin firmado con André Bazin. Ha sido el productor de sus películas. En 1962, con el también director Barbet Schroeder y la productora Margaret Menegoz (quien hoy está a cargo) creó la productora Les Films du Losange. Con esta empresa, produjo sus films y los de Schroeder. Además, entre otras películas, financiaron: “Un amor de Swann” (1984) de Volker Schlondorff, “Los poseídos” (1988) de Andrzej Wajda, “Europa, Europa” (1990) de Agneska Holland, “La cinta blanca” (2009), “Amour” (2012) y “Happy End” (2016) de Michael Haneke y distribuyeron películas de Lars von Trier, Wim Wenders, Edgar Reitz y Olivier Assayas. Hace quince años, el 11 de enero de 2010, Éric Rohmer falleció en Paris dejando como legado una especie de género propio, de forma tal que algunos directores posteriores lo tienen como especial referente y es posible entender en, por ejemplo, entre otros, a la trilogía de “Antes del amanecer”, “Antes del anochecer” y “Antes de la Medianoche” de Richard Linklater, una indudable influencia rohmeriana.
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