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  • El poder y la independencia: la UIF bajo la lupa de la Constitución

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 16/01/2025 20:36

    La estructura de la UIF debe ser revisada (Foto: Maximiliano Luna) En la vastedad del sistema republicano, donde cada institución es una pieza de la compleja maquinaria democrática, la Unidad de Información Financiera (UIF) se yergue como una fortaleza, concebida para combatir los flagelos del lavado de activos y la financiación del terrorismo. Pero, como suele ocurrir con las estructuras del poder, la fortaleza también puede convertirse en una isla. La pregunta que emerge, entonces, es inevitable: ¿hasta qué punto la UIF, con su diseño actual, respeta los principios fundamentales que sostienen el equilibrio entre los poderes del Estado? La UIF, nacida bajo el paraguas de la Ley 25.246, fue dotada de una misión noble y urgente. Sin embargo, en su autonomía funcional y en la concentración de poderes en una sola autoridad, comienzan a dibujarse las sombras de una posible contradicción con los pilares de nuestra Constitución. Un órgano que regula, fiscaliza y sanciona, que dicta normativas internas y actúa con independencia del Poder Ejecutivo, ¿puede acaso mantener el delicado equilibrio entre eficacia y control, entre independencia y rendición de cuentas? Desde las tierras del norte, un eco resuena con fuerza: el caso Seila Law LLC v. Consumer Financial Protection Bureau (591 US 197). La Corte Suprema de los Estados Unidos, en un juicio que combina la claridad del análisis jurídico con la contundencia de la decisión política, ha puesto en jaque un diseño institucional similar al de la UIF. En Seila Law, el tribunal rechazó la idea de que un organismo con amplios poderes ejecutivos pudiera estar encabezado por un director único, “blindado” frente a la remoción presidencial. La razón es clara: en una república, el poder no puede erigirse como una torre de marfil, ajena al control y la supervisión de quienes ostentan el mandato popular. La estructura de la UIF, al concentrar en su titular la potestad de reglamentar, investigar y sancionar, reproduce las mismas características que en Seila Law fueron declaradas contrarias al principio de unidad del Poder Ejecutivo. Más aún, al limitar la remoción del director a causales tasadas, la UIF crea un muro que separa al Presidente de la Nación de una de las herramientas clave para garantizar el cumplimiento de las políticas públicas. En un sistema republicano, esta disociación entre el poder y la responsabilidad es más que una falla técnica: es un riesgo institucional. Quienes defienden la autonomía de la UIF señalan, con razón, que la independencia técnica es fundamental en la lucha contra el delito financiero. Pero la autonomía no puede transformarse en aislamiento. Como bien señaló la Corte Suprema de los Estados Unidos, la independencia de un organismo no debe contradecir la necesidad de accountability, ese principio esencial que asegura que quienes ejercen funciones públicas respondan por sus actos ante el pueblo y sus representantes. La historia enseña que toda estructura de poder que carece de supervisión tiende a perder de vista su propósito original. La UIF, en su diseño actual, corre el riesgo de convertirse en una “isla de poder” dentro de la administración pública, desconectada del control político necesario para garantizar su legitimidad. Si se aplicara el razonamiento de la SCOTUS en Seila Law, la conclusión sería inevitable: la estructura de la UIF debe ser revisada, ya sea para permitir una remoción presidencial libre de trabas o para instaurar un sistema colegiado que diluya la concentración de poder en una sola figura. No se trata de debilitar a la UIF ni de restarle capacidad en su lucha contra el delito. Por el contrario, se trata de fortalecerla, devolviéndole el equilibrio entre independencia y control, entre eficacia y legitimidad. Porque, en última instancia, el poder público no existe para aislarse del pueblo, sino para servirlo. Y en esa misión, la transparencia y la rendición de cuentas no son obstáculos; son los cimientos sobre los cuales se construye la confianza de la ciudadanía. La UIF, como todas las instituciones de nuestra república, debe recordar que su fortaleza no reside en su aislamiento, sino en su capacidad para actuar como parte de un sistema que encuentra en el equilibrio de poderes su mayor virtud. De no hacerlo, corre el riesgo de convertirse en aquello que prometió combatir: un espacio donde el poder se ejerce sin control, donde la autonomía se confunde con impunidad. Además de lo señalado, debe alertarse sobre la posibilidad de que organismos administrativos ejerzan competencias verdaderamente jurisdiccionales. En efecto, la “excepción de derechos públicos” constituye uno de los elementos más debatidos en la jurisprudencia estadounidense sobre el alcance del Artículo III de la Constitución. De acuerdo con el texto original de dicho artículo, uno tendería a concluir que cualquier controversia en la que el gobierno federal fuese parte se vería sujeta a la jurisdicción de tribunales con jueces de nombramiento vitalicio y remuneración no reducida. Sin embargo, desde hace más de un siglo, la Corte Suprema de ese país ha reconocido la legitimidad de que ciertas disputas con el Gobierno se resuelvan fuera de los tribunales del Artículo III, bajo la llamada public-rights exception. Sucede que, desde temprano, en Murray’s Lessee v. Hoboken Land & Improvement Co., 59 U.S. (18 How.) 272 (1856), la Corte Suprema validó un procedimiento sumario de cobro empleado por el Gobierno para recuperar fondos de un recaudador aduanero. El Tribunal subrayó que, en lo atinente a la recaudación fiscal -materia esencial del poder soberano-, no era forzoso que existiera un juicio previo ante tribunales del Artículo III. Con ello, se vislumbró la idea de que hay “derechos públicos” (vinculados al poder fiscal o legislativo) que no requieren la intervención directa de los jueces vitalicios. Murray’s Lessee reconoció, pues, que existía una facultad propia del Congreso y del Ejecutivo para administrar de forma sumaria ciertos aspectos de la acción gubernamental, siempre y cuando hubiese un recurso de revisión judicial a posteriori disponible para el particular. Este precedente abrió la puerta a justificar la capacidad de órganos administrativos para adjudicar controversias sin transgredir el Artículo III, considerando que dichas controversias se englobaban dentro de la “excepción de derechos públicos.” En Crowell v. Benson, 285 U.S. 22 (1932), la Corte retomó y profundizó la línea de Murray’s Lessee, clarificando que la excepción cobijaba controversias “que surgen entre el Gobierno y las personas sujetas a su autoridad en conexión con el desempeño de las funciones constitucionales de los departamentos ejecutivo o legislativo. En definitiva, allí se legitima que el Congreso asigne a foros administrativos facultades de adjudicación, sin violar la garantía del Artículo III, siempre que el objeto de la controversia recaiga en aquello que la Corte definió como public rights. Ese precedente estableció, además, que el control judicial posterior —un “recurso” ante los tribunales federales— satisface el debido proceso. En el terreno movedizo de las instituciones encargadas de combatir el crimen financiero, la Unidad de Información Financiera (UIF) de Argentina y la Financial Crimes Enforcement Network (FinCEN) de los Estados Unidos se destacan como pilares fundamentales. Sus misiones, cargadas de la urgencia que exige la lucha contra el lavado de activos y la financiación del terrorismo, las colocan en una posición única dentro del aparato estatal. Sin embargo, esta singularidad no puede ser excusa para transgredir los límites impuestos por los principios fundamentales del derecho constitucional. Un punto de debate que atraviesa ambas instituciones es si las cuestiones que resuelven pueden encuadrarse dentro de la categoría de public rights. En la tradición estadounidense, la public rights doctrine permite que ciertos derechos, estrechamente vinculados al interés público, sean adjudicados por órganos administrativos en lugar de tribunales judiciales. Sin embargo, las cuestiones abordadas por la UIF y la FinCEN exceden con creces el ámbito de los public rights, entrando en terrenos que, por su naturaleza, están reservados exclusivamente a la justicia penal ordinaria. El lavado de activos y la financiación del terrorismo no son simples violaciones administrativas; son delitos que afectan el corazón mismo del Estado de derecho y la seguridad global. Delegar la investigación preliminar de estos delitos a un organismo administrativo como la UIF no solo es cuestionable desde una perspectiva técnica, sino que también plantea serios interrogantes constitucionales. La investigación penal, incluso en sus etapas preliminares, está cargada de implicancias que afectan derechos fundamentales, desde la presunción de inocencia hasta la garantía del debido proceso. La concentración de estas funciones en un ente administrativo, sin los controles y salvaguardias propios del Poder Judicial, equivale a desdibujar la línea que separa lo administrativo de lo jurisdiccional. La UIF, al igual que la FinCEN, no es un tribunal ni debe pretender serlo. Su papel, aunque vital, debe limitarse al análisis de información y la identificación de operaciones sospechosas, actuando como un engranaje dentro de un sistema más amplio que incluye a la justicia penal y a las fuerzas de seguridad. En este contexto, el debate no es solo técnico, sino profundamente político y ético. Permitir que un organismo administrativo asuma competencias jurisdiccionales penales pone en riesgo el equilibrio entre poderes, ya que transfiere funciones propias del Poder Judicial a un ente que carece de las garantías institucionales necesarias para ejercerlas. Además, se corre el peligro de crear una “justicia paralela”, donde las decisiones más graves se toman fuera del alcance de los tribunales ordinarios y, en algunos casos, sin el debido escrutinio público. La experiencia estadounidense es ilustrativa en este sentido. La FinCEN, a pesar de sus amplias facultades para recopilar y analizar información financiera, no se atreve a cruzar el umbral hacia la investigación jurisdiccional penal. Este límite, respetado por el sistema estadounidense, es una muestra de prudencia institucional, un recordatorio de que el combate al crimen no puede hacerse al precio de socavar las bases del Estado de derecho. En el caso de la UIF, es necesario ser particularmente cuidadoso. La tentación de otorgarle competencias cada vez más amplias, bajo el argumento de la eficacia, puede llevar a resultados opuestos a los deseados. En lugar de fortalecer la lucha contra el delito, se corre el riesgo de debilitarla, creando un sistema donde las garantías constitucionales se ven erosionadas y donde las decisiones pueden ser cuestionadas por su falta de legitimidad. La justicia penal no es un terreno para la improvisación ni para la concentración de poder. Cada etapa del proceso, desde la investigación preliminar hasta la sentencia final, debe estar impregnada de las garantías propias de un sistema republicano, donde el equilibrio entre poderes no sea solo un ideal, sino una realidad tangible. La UIF, al igual que la FinCEN, tiene un papel crucial que desempeñar, pero ese papel debe estar claramente delimitado, respetando las competencias exclusivas del Poder Judicial y evitando cualquier desliz hacia funciones que no le corresponden. Adviertase que la Financial Crimes Enforcement Network (FinCEN), como oficina del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, se centra en la recopilación, análisis y diseminación de información financiera para combatir delitos como el lavado de dinero y la financiación del terrorismo. Sus funciones incluyen mantener un servicio de acceso a datos gubernamentales, apoyar a las fuerzas de seguridad en investigaciones y determinar tendencias emergentes en delitos financieros. Sin embargo, la FinCEN por principio no posee facultades para iniciar acciones penales ni actuar como parte querellante en procesos judiciales. Su rol es principalmente administrativo y de inteligencia financiera, proporcionando información y apoyo a las agencias encargadas de la aplicación de la ley, como el Departamento de Justicia, que son las entidades responsables de llevar a cabo investigaciones penales y presentar cargos judiciales.

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