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  • Un argentino en la isla más poblada del mundo: “No hay lugar ni para las bicicletas, todo se hace caminando”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 11/01/2025 03:02

    El cordobés Diego Robleto visitó la isla más poblada del mundo, ubicada en Colombia, y contó su experiencia El mundo está lleno de datos curiosos que revelan la diversidad y singularidad de los países que lo conforman. Desde aquel rincón del planeta que pocos viajeros visitan , pasando por el país más feliz del mundo y hasta el lugar más accesible para el bolsillo , los rankings nos ayudan a comprender un poco mejor cómo se distribuyen las peculiaridades de la Tierra y fomentar el turismo. A dos horas de la ciudad colombiana de Cartagena Indias, se encuentra una isla muy particular que se convirtió en la más poblada del mundo. Creada de manera artificial con escombros, corales y piedras para ganarle tierra al mar, tiene apenas una hectárea y alberga actualmente a unas 1.200 personas. Esto hace que cada persona tenga menos de 10 metros cuadrados para movilizarse, sin contar las 97 viviendas que hay repartidas en cuatro pequeñas calles y 6 pasajes muy angostos. Hasta allí llegó el periodista cordobés Diego Robledo, de 51 años, junto a su mujer y sus dos hijos adolescentes como parte de un itinerario por las diferentes islas que componen el archipiélago de San Bernardo, que está a dos horas de la ciudad de Cartagena de Indias, Colombia. “La verdad, ni sabíamos que existía. Era una parada obligada hacia la Isla Múcura”, relató Diego a Infobae, quien había contratado una excursión para conocer las playas más paradisíacas del caribe colombiano. “El islote es impactante, es un lugar absolutamente distinto a todo lo que habíamos visto antes”, admitió el conductor de CNN Radio Córdoba y del programa de Ciencia y Tecnología TV 4.0 de Canal 12. Diego no tenía en sus planes visitar la isla más poblada del mundo. Solo fue una escala para llegar su destino final: la isla de Múcura Dentro de la isla hay tiendas, un centro de salud, una escuela pública, un restaurante y un hostel. El resto del espacio está ocupado por casas. “Muchas casas tienen dos pisos, porque no hay lugar para construir hacia los lados. Las familias simplemente agregan un nivel cuando necesitan más espacio”, explicó Diego. “Usan ladrillos huecos y cemento, pero las estructuras son bastante precarias. Los techos de chapa o láminas metálicas que resisten el clima tropical. Las ventanas, muchas de ellas sin cristales, permanecen abiertas todo el día debido al calor sofocante y se escucha absolutamente todo lo que hablan sus pobladores”, describió. Una de las peculiaridades más sorprendentes del Islote Santa Cruz es cómo el sonido parece rebotar y propagarse en todas direcciones, sin encontrar barreras que lo detengan. “Cuando alguien dice algo en una punta de la isla, se escucha en la otra”, contó Diego, asombrado por la experiencia. El recorrido los llevó por pasajes tan estrechos que era imposible no mirar hacia adentro de las casas. “La gente te saluda con naturalidad, como si ya estuvieran acostumbrados. Es parte de su rutina”, remarcó Robledo. En el islote no hay agua potable. Sus lugareños dependen de la recolección de lluvia y de tanques traídos desde otras islas. “La electricidad llegó recién hace unos años gracias a un proyecto de paneles solares donados por Japón, que nos mostraron con orgullo. Pero todo depende de ellos mismos, desde la pesca hasta mantener la isla”, contó. En un lugar sin motores, tráfico ni grandes ruidos, los sonidos humanos dominan el ambiente. “No hay autos ni motos. Todo se hace caminando, y apenas se ve alguna que otra bicicleta”, dijo Diego. Y agregó: “Caminar es la única forma de moverse, no solo por la falta de espacio, sino porque la estructura del lugar no permitiría otra cosa”. Cuando los turistas bajan de sus lanchas, la primera visión del islote es su cruz blanca en el centro de la plaza principal, un símbolo de su identidad. Allí, los visitantes suelen tomarse una foto para poder contar a sus familiares y amigos que estuvieron en una isla que ocupa el 1% de la extensión de Bogotá. Al lado del muelle del islote Santa Cruz construyeron una piscina natural donde los turistas pueden nadar con tiburones Según le contaron los guías, la cruz es la razón del nombre de la isla, pero su importancia trasciende la religión. “Desde ahí organizan todo: los funerales, las pocas celebraciones y hasta actividades comunitarias. Es como el epicentro emocional del lugar”, relató. A pesar de la humildad de su construcción, la cruz destaca por su tamaño y ubicación. “Es imposible no verla. Está pintada de blanco, aunque los habitantes la cambian de color cada cierto tiempo, lo que muestra cómo intentan mantenerla como algo vivo y significativo”, explicó. Durante la visita, Diego se enteró de una tradición ligada a la cruz: los cortejos fúnebres parten desde allí. “Nos contaron que cuando alguien fallece, el cuerpo se lleva por la calle principal -llamada “Calle del Adiós”- hasta la lancha que lo transportará al cementerio de otra isla. “No tienen espacio para enterrar a sus muertos, así que esta ceremonia breve pero cargada de simbolismo empieza siempre en la cruz”, señaló. La cruz también es un punto de reunión para los niños. “Es el único espacio abierto donde pueden jugar, junto a la pequeña plaza que la rodea”, dijo Diego, sorprendido porque el 60% de la población son menores de edad. El islote tiene una hectárea y está compuesto por 4 calles angostas y 6 pasajes estrechos Debido a que es poco lo que se puede hacer en este lugar, la mayoría de planes turísticos lo promocionan como un recorrido de apenas una hora de exploración y lo remarcan como la experiencia de estar en uno de los espacios de las novelas de Gabriel García Márquez. Aunque el turismo es una de las principales fuentes de ingreso para la comunidad, también genera incomodidad entre los locales. “Percibí una tensión evidente en la relación entre los habitantes del islote y los turistas que llegábamos en cantidades masivas cada día”, dijo Diego al hacer alusión de que en temporada alta reciben a 900 personas por día. “Se nota que no todos están contentos con los turistas. Algunos, especialmente los niños, te saludan y hasta se acercan para hablarte, pero los adultos mayores parecen más reservados, como si no les gustara del todo la invasión diaria”, describió. Incluso, Diego contó que el guía les explicó que hay zonas donde no permiten que los turistas entren, para no invadir demasiado. “Es su manera de mantener algo de privacidad en un lugar donde ya de por sí todo está expuesto”, resaltó. En el islote viven 1.200 personas, según el último censo, y recibe a diario la visita de 900 personas en temporada alta Otra de las curiosidades del lugares es que carece de policía, autoridades oficiales y casi toda presencia del Estado. Aun así, la comunidad encontró la forma de organizarse. “Tienen una especie de consejo vecinal que decide todo e interviene cuando hay conflictos”, explicó Diego. La seguridad tampoco parece ser un problema: “No hay robos, y los conflictos menores se resuelven entre ellos. El guía nos dijo que la comisión de vecinos actúa como mediadora y se encarga de mantener el orden”. Uno de sus principales atractivos es la piscina natural rodeada por una red en el mar, donde los visitantes pueden nadar con un tiburón lija y algunas rayas. “El guía nos explicó que el tiburón no representa peligro alguno, porque no tiene dientes, pero lanzó una advertencia: no tocarlo directamente porque su piel puede causar irritaciones”, comentó. Para Diego Robledo, la diferencia entre la experiencia turística en Cartagena y en el Islote Santa Cruz no podría ser más marcada. “En Cartagena no podés caminar ni medio metro sin que alguien te ofrezca algo. Es una avalancha de vendedores ambulantes, desde la plaza hasta la ciudad amurallada. Si te ven, saben que sos turista y van detrás tuyo todo el tiempo”, ejemplicó. A pesar del poco espacio que hay en la isla, hay una plaza principal donde los turistas pueden tomarse unos tragos En Cartagena, las ofertas son constantes, al punto de volverse abrumadoras. “Estábamos arriba de un colectivo turístico, frenaba en un semáforo y aparecían vendedores por las ventanillas ofreciéndote cosas” recordó. Incluso en lugares más relajados, como Isla Múcura, se repetía este comportamiento. “Estábamos en el agua, literalmente dentro del mar, y apareció un hombre en un bote ofreciendo ceviche al paso”, relató. Sin embargo, en el Islote Santa Cruz todo fue distinto. “Ahí nadie se te acerca. Nadie intenta venderte nada. Podrían aprovechar el flujo de turistas para ofrecer productos o souvenirs pero no lo hacen”, reflexionó. Esa ausencia de “cargoseo”, como Diego lo llama, contrasta con la dependencia económica que los habitantes del islote tienen del turismo. “Parecía una elección consciente, como si prefiriesen mantener cierta distancia con los visitantes, aunque claramente necesitan los ingresos que trae el turismo”, concluyó.

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