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  • El periodismo vuelve a ser un "oficio maldito"

    » Diario Opinion

    Fecha: 05/01/2025 23:25

    Ya que la dolorosa y prematura muerte de Jorge Lanata volvió a poner en la palestra de los odios cruzados al periodismo independiente y que a la vez navegamos en las borrascosas aguas de un revival noventista, quizá no resulte del todo vano evocar la gran contienda de aquella década imborrable. Ocurrió en la todavía decisiva televisión abierta, y dio comienzo cuando Bernardo Neustadt contagió su visión del país a Carlos Menem, propuso para su primer gabinete a muchos de los "abonados" a Tiempo Nuevo y luego llenó la Plaza de Mayo en apoyo a sus reformas. Tenía treinta puntos de rating y era el Ciudadano Kane de la telepolítica. Fue en ese momento de gloria cuando Mariano Grondona decidió por primera vez independizarse y darle espacio y voz a quienes denunciaban las corrupciones y groserías menemistas. Conservador liberal de toda la vida, el padre de Hora clave respaldaba el rumbo económico, pero consideraba un deber cívico señalarle al riojano todos los pecados de la gestión y mantener la distancia con la Casa Rosada. "Lejos del poder, cerca de la gente", era su lema. Mariano no necesitaba presumir liberalismo y tenía claro que en este gremio el oficialismo era un negocio dudoso y fugaz. Bernardo, acusado muchas veces de haber sido camaleónico, era un experto en entrar y salir de esa trampa cuando los vientos de la opinión pública cambiaban bruscamente de dirección, pero su enamoramiento con el "modelo" que había ayudado a fundar era tan grande que ni siquiera cuando la gente de la calle le recriminaba por las secuelas indeseadas y los escándalos virulentos logró mucho más que mirar a cámara y decir: "Paren de robar". Ya era tarde, su audiencia comenzó a caer y los números de Grondona a elevarse: la centralidad pasaba de uno a otro a medida que avanzaban los años del menemato. Fue una lucha de visiones entre dos viejos amigos, no exenta por cierto de roces y broncas que al final se perdonaron. Triunfó quien se negaba a hacer propaganda y perdió quien era a todas luces un promotor ideológico de Menem. Al final de la década Mariano tenía un rating impresionante, y Bernardo abandonaba Telefé por sus exiguos resultados. No existía por entonces, claro está, la polarización actual, ni sus sesgos de confirmación y burbujas de sentido, pero lo cierto es que muchos ciudadanos rasos de la convertibilidad eran capaces de desdoblar sus sentimientos: no creían que criticar fuera limar, y aun queriendo volver a votar a Menem pretendían que la prensa denunciara sus renuncios y limpiara ese lodazal. Era una posición sofisticada, sobre todo si uno la confronta con el fanatismo bobo, ciego e identitario que se produce hoy, por culpa de la política, pero también por la dinámica propia de las redes sociales, que cavan trincheras, generan tribus y desdeñan la verdad y sus matices. Quién sabe cómo acabaría hoy aquella misma guerra de titanes. Luego de los noventa, donde se vivió un paroxismo un tanto carnavalesco de la denuncia (había un falso Watergate cada diez minutos) y una verdadera hoguera de vanidades dentro de nuestro ambiente, la prensa comenzó tímidamente a realizar una autocrítica, que suspendió cuando llegaron los Kirchner y la pusieron bajo fuego graneado: es difícil hacer un autoexamen sincero cuando te están bombardeando la casa. Fue durante el kirchnerato que Lanata llevó el género de la pesquisa de los negocios sucios a la televisión abierta, y cumpliendo la profecía de Bernardo –Jorge nos sucederá a todos–, ocupó el centro del escenario y dio vuelta la historia. Mientras lo hacía, la principal batalla de las ideas se cifraba en una única praxis: el gobierno kirchnerista –gran fábrica de literatura de ficción– lanzaba día y noche bulos y fábulas, y el periodismo se veía en la necesidad de refutarlos uno por uno. Ellos mentían y nosotros corríamos a desmentirlos; he ahí todo el juego esencial, que se enmarcaba en un drama mayor: esa facción pretendía alcanzar una hegemonía y un régimen de partido único. Resistir con la cultura, los argumentos y los hechos ese cesarismo de relato fue una misión civil y profesional. La llegada de Milei a Balcarce 50 modificó radicalmente esa mecánica, puesto que lo contrario de una desmesura no resultó un proyecto mesurado sino otra desmesura de idéntico tamaño aunque de distinto signo. He aquí la complejidad del momento: refutar las falacias y desproporciones de unos y otros, desmalezar la verdad de la mentira y la justicia del exceso, y oponer la sensatez al sinsentido, ver que no se pasen tres pueblos y una gasolinera, y hacerlo todo sin el respaldo de las audiencias más maniqueas y pueriles, a ambos lados del muro, que requieren negación, cainismo, autoafirmación y simplificaciones de historieta. El movimiento libertario, que sueña con un "emperador romano" (sic) y también con una hegemonía, quiere controlar a cualquier precio la narrativa triunfalista y los periodistas son, por lo tanto, peligrosos aguafiestas. Así y todo, no ha pasado en el primer año de gobierno a "la acción directa", como su némesis hizo durante la "década ganada". Bien es cierto, sin embargo, que mientras procuraba colocar periodistas afines en todos los medios, quiso instalar que los periodistas habían pasado de moda, y trató todo el tiempo a nuestra profesión como a un oficio maldito. Eso, en lugar de desalentarnos, debería resultarnos estimulante: ¿hay algo más apasionante que practicar un oficio maldito, compañeros? Es casi irresistible hacerlo, y con más entusiasmo. Estos últimos días sucedió en las redes un fenómeno tristemente confirmatorio de toda esta realidad: kirchneristas y mileístas se lanzaron por igual sobre el cadáver caliente de Jorge Lanata para deslegitimar su reputación de la peor manera. Quisieron matar al muerto. De los kirchneristas nada debe sorprender; de los libertarios en cambio resalta la pretendida insolencia de haber surgido de un repollo, enarbolar una nueva superioridad moral y actuar como si Lanata no hubiera sido crucial en la lucha contra el relato y la impunidad de los Kirchner. La Casa Rosada se negó a darles a sus familiares y a la sociedad sus condolencias, asumiendo que aun muerto sigue siendo un enemigo, y algunos de sus voceros informales le han imputado las peores cosas. Síntomas de que Lanata sigue, desde la tumba, representando y ennobleciendo al periodismo verdadero.

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