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» El litoral Corrientes
Fecha: 05/01/2025 17:40
n Si hubo un Rey que conquistó el corazón de los esclavos, pobres mestizos, mulatos, zambos y desheredados, sin violencia ni otro menester fue San Baltasar, que para los católicos de Santo no tiene nada, es sólo uno más del relato con que funciona el aparato de evangelización, por eso en pocas iglesias del mundo se encuentran representa ciones, íconos de los famosos tres Reyes Magos; las encontré en Praga, República Checa, en la Iglesia de la Natividad, sé que existe en Múnich, Alemania, la vi en la de Cádiz en San Felipe Neri lugar donde se realizó la Convención Constituyente que dictó la Constitución Española de 1812, en ella se representa al Rey Negro de manera grotesca, bajo, gordo, feo, discriminándole, para mayor agravio portando la mirra, símbolo de la muerte segura de todo ser humano, bálsamo para la conciencia de algunos pero miedo para muchos. Es así que ese ser mítico creado por los relatos bíblicos, San Baltasar, de color negro azabache, no encajaba con el don de la libertad, era considerado una cosa, esclavo si hubiera nacido en tierras con destino de cadenas y grillos, sumado a la marca en la cara o en la espalda para garantizar la propiedad. Ese fue el Santo elegido por los desafortunados de la tierra, los pobres, los mestizos, los indios, los mulatos y cuanta clasificación aparezca denigrante a la humanidad, aunque parezca mentira poco a poco fueron sumándose los blancos por sus milagros conocidos. Los negros de la ciudad de Corrientes mucho antes de la independencia adoptaron a San Baltasar por sus milagros a la vista, se sumaron posteriormente sus patrones que influenciados por sus propios esclavos concurrían a las fiestas del Patrono el 6 de enero, empezando para ir calentando las tabas el 5 de enero al sonar de los tambores, panderetas, cornetas, guitarras y mandolinas por citar algunos instrumentos. El candombe mezcla de músicas originarias africanas mixturadas con ritmos indígenas, cobró fuerza entre los guaraníes. El festejo central siempre fue y será en el Cambá Cuá, lugar donde se mantienen imágenes antiguas como la historia misma del barrio y la ciudad. La calle del Tacurú, en los bajos del Paraná, bordeando el Salamanca estaba el Rancherío de los Negros que pertenecían a las corporaciones religiosas, numerosos privados que los alquilaban o los hacían trabajar hasta casi morir en el intento. Llegada la vejez por el código negrero (atroz legislación) lo liberaban para no hacerse cargo de su atención, abandonándolos en la mayoría de los casos en la miseria, obligándolos a pedir limosnas en las calles arenosas o barrosas de la ciudad colonial, de mucho abolengo y poco progreso. Su muerte significaba un cadáver que molestaba, o mejor dicho, cosa que molestaba a los transeúntes y que iba a parar a una laguna o como comida de animales, salvo que alguna mano piadosa los recogiera; eran generalmente los pobres quienes los llevaban a cementerios clandestinos para que no se los metieran en la fosa común de los desdichados. Pedro nació y se crió en ese ambiente, lo conocía de memoria, era un esclavo que nunca pudo ahorrar un ardite por mezquindad de sus dueños, a pesar de sus excelentes servicios como cocinero, lavandero y vendedor de productos familiares de los dueños. Lo cierto es que el Cambá Cuá avecinándose el 6 de enero se convertía en una verbena de algazaras, los negros, los blancos y las demás de las castas desfilaban con el Santo por las calles correntinas, mantenían el orden los policías y los milicianos (policianos y baterianos) que no se llevaban muy bien entre ellos, pero para vejar a un infeliz,siempre estaban dispuestos, mala gente chamigo. Pedro el esclavo casi anciano era devoto de San Balta sar, hombre servicial, educado, respetuoso, miraba el futuro con terror, demasiado le sacó la vida para quedar solo mendigando por las calles un mendrugo de pan. Imploraba a sus amos que no lo dejaran en la vejez, como había hecho con otros, sólo obtenía por respuesta retírate negro. Tuvo hijos de los llamados, por la Asamblea del Año XIII, libertos futuros que se fueron junto su mujer al ser vendidos como animales, vaya a saber qué destino tuvieron; los implacables propietarios hablaban de él como si hablaran de la tranca de la puerta, estrictos en religión, cero en compasión. Un buen día Pedro, con más de 60 años de edad, se encontró con que no podía ingresar a su antiguo hogar, una pocilga al fondo de la casa señorial de sus amos, porque le daban carta de libertad registrada ante la autoridad pública. Desolado con un atado de ropas con más remiendos que tela, sin un peso en el bolsillo, deambuló por las calles polvorientas de un verano que moría, se avecinaba el otoño con sus frescos, sus pensamientos lo ubicaban tirado en una vereda o calle muriéndose de frío y hambre, pobre destino de quien supo estar en batallas y combates en el frente, mientras sus amos ordenaban desde retaguardia. Con el peso de los años ambulando, la tristeza metida entre sus huesos soñaba despierto, qué habrá sido de sus hijos, su esposa, mientras de sus ojos rodaban lágrimas de penas acumuladas en tantas noches solitarias, tenía hambre, la sed lo consumía. De pronto se dio cuenta que caminó sin rumbo hacia el sur de la ciudad, desde Catamarca y Julio, el nuevo domicilio de sus antiguos patrones, hasta la vera del arroyo Salamanca, que arrastraba de todo, basura, animales muertos, heces, restos de las curtiembres. Arrodillándose como pudo crujiendo sus huesos, la vejez creció de pronto por la inmensa tristeza, metió las manos formando un cuenco para tomar agua, de pronto una voz cantarina detrás de él le dijo: -no beba buen hombre, el agua está fea, venga que mi abuela le dará agua buena de lluvia, del aljibe-. Lentamente se dio vuelta, se halló frente a una negrita de ojos claros como la luz, la que le tomó de las manos y condujo a Pedro hasta un humilde rancho pasando el arroyo. Una mujer anciana lo hizo pasar, invitándolo a sentarse debajo de un paraíso, la nena llamó a la mujer anciana María, estaba sorprendido Pedro, no vivía acostumbrado a ese trato, era un ser humano. Recibió en un vaso de madera rústico el vital elemento. Pedro con lágrimas en los ojos contó sus penas tirando palabras a borbotones, María lo escuchó con atención y lástima, parecía conocerlo, recordarlo de algún lado. Con una voz melodiosa la negra le expresó: -vive porque es el mandato de San Baltasar, no puedes rendirte, vive para ver a los malditos de tus ex dueños partir al otro mundo, por mentas sabemos del maltrato que brindan a sus esclavos y criados. Pedro compungido contestó: -no les deseo el mal soy buen cristiano, duele porque es muy injusto-. La anciana río con ganas, expresando: -San Baltasar se encargará de hacer justicia, no te preocupes chamigo, estás muy cansado ahora, te recuperarás. Pedro, al caer la tarde luego de aceptar los pobres alimentos compartidos, se preparó para marcharse. La mujer lo increpó: -dónde irás Pedro, quedate chamigo, vos sabes cocinar y yo necesito ayuda, la Cofradía de San Baltasar nos va ayudar, mañana iré, te protegerán ya vas a ver-. El hombre vencido aceptó, al menos dormiría a cubierto esa noche, -el destino dirá- pensó. Desde ese momento se inició una relación amistosa entre los ancianos, más los niños que vivían en la casa, la anciana funcionaba como abuela postiza de esos pobres desheredados. Por los dones de la naturaleza más el espíritu positivo de Pedro fue mejorando de salud. Cultivaba el trozo de tierra de nadie (al menos eso creía) que ocupaban, plantó árboles, juntaba las semillas de sandías, melones, naranjas que encontraba en su recorrido por la ciudad, poco a poco el terreno se convirtió en un paraíso terrenal, frutas y verduras crecían prodigiosas, los niños que por misterios de la vida aprendieron a leer y escribir, sumar y restar. María era educada, beneficiada por su antigua dueña, una buena mujer que al morir, por testamento le entregó papeles, libros, muebles más la casa que ocupaba; según esos viejos papeles el inmueble era suyo, como le dijeron los leguleyos de la Cofradía. María y Pedro concurrían frecuentemente a las reuniones de la Institución de San Baltasar en el Cambá Cuá, tanto en la de los Cossio como en la de los Rivero, ambos se ocupaban de ayudar a sus hermanos en desgracia, sin mirar colores ni credos. Muchos blancos en secreto, para no revelar su identidad, ayudaban a la congregación con alimentos, ropas, información, asesoramientos. Algunos decían que tenían trato con el diablo porque eran masones, algunos sacerdotes despotricaban contra esa gente. Las familias de estos benefactores eran infaltables a las procesiones del Santo milagroso, un cofrade desfilaba en representación de San Baltasar, capa bayeta roja y corona dorada de cartón, generalmente con un bastón imitando el báculo de poder de clérigos y funcionarios. En ese año de 1851 le designaron a Pedro ser el Rey milagroso, por su trabajo incansable junto a María ayudando a muchos. Aceptó agradecido el gran honor. Durante la función caminó con la elegancia del hombre digno, pobre e hidalgo por elección. El final de la co lumna era la iglesia de la Merced, donde las campanas comenzaron a repicar, siendo imitadas en toda la ciudad, religiosas y laicas, incluyendo algunos que vestían la capa roja del Santo Negro, agradeciendo el milagro que los ayudó. Pedro ayudado por María se ubicó en el lugar preferencial, lo acompañaba la niña de ojos claros, ya crecidita. Estaba orgulloso y agradecido, la vida le dio revancha como pocas veces lo hace. Entre el repique de campanas y gritos de ¡viva San Baltasar!, el representante se movía con el ritmo que llevan en la sangre. De pronto entre la multitud se disparó un grito que rompió hasta el repique del campanear, -¡Pedro!- Escuchó vociferar a una mujer sin el brazo izquierdo, de pobre vestimenta, acompañada de dos jóvenes guardianes morenos de igual prestancia que se fueron acercando, un silencio atronador reinó en el ambiente, todos miraban azorados. Pedro lleno de lágrimas se arrodilló ante la multitud multicolor en ese atardecer inolvidable, vio venir a su esposa e hijos hacia él, no podía creerlo. La Cofradía había ubicado a los suyos y los habían comprado, el dueño no era bellaco, un ser humano. Fue una escena maravillosa, el Rey arrodillado junto a su familia, regaban el suelo con lágrimas sagradas que sólo un Rey puede derramar. ¡Milagro! gritó la multitud, ¡milagro! gritó el eco de cada rincón y sendero de la ciudad vieja, de boca en boca el rumor corrió hacia los cuatro vientos, ¡milagro! gritó María la salvadora de Pedro, arrojándose a los brazos de los recién llegados, era la madre de Estela, la mujer de Pedro, los destinos se cruzaron en un triángulo de amor. El estupor llenó la plaza de gritos, alabanzas, gente que rezaba al Santo Candombero, al ritmo de tambores que sonaban hermosos esa tarde noche. Entretanto un hombre desde el fondo, ayudado por muletas, cubierta la cara con trapos y una campanilla, abrió de pronto un surco ancho, -¡un leproso!- gritó al- guien, el silencio se apoderó de la multitud, abrieron can- cha como se dice, los guardianes mantenían la distancia entre el enfermo y la gente. El enfermo de pronto vociferó: -¡Piedad Pedro, piedad Pedro!- gritaba lastimosamente, hería la sensibilidad de todos, en un momento así de profunda felicidad aparece el extraño solicitando piedad.Pedro lo observó bien, no lo distinguía entre los trapos mugrientos que lo hacían irreconocible, sumado a las huellas del infortunio. -Soy Domingo tu antiguo dueño- dijo, al ver amenazada su presencia en el lugar por los policianos y baterianos (policías y milicias) -perdóname-, gimió, -he sido malo, muy malo, si me perdonas al menos moriré menos infeliz-. Pedro observándolo dejó salir de sí todo el rencor acumulado, lo tiró al viento, invocó a la bondad humana queél recibió. Se irguió solemne como un verdadero Rey dotado de poderes magníficos, mirando a la multitud expectante con voz estentórea proclamó: -estás perdonado por el Santo Baltasar, no vuelvas nunca a pecar-. Gritos, aplausos, rezos, cánticos atronaron en la antigua plaza, se metieron en la iglesia, fueron derramándose por el lugar hacia el edificio de la iglesia Matriz, inesperadamente sonaron las campanas de la Merced sin que nadie la tañera, las demás iglesias sin comprender el motivo acompañaron el festejo no previsto en el repertorio, el leproso se fue retirando custodiado de lejos por los guardianes del orden, destino al leprosario de la ciudad en las afueras. Pasaron aproximadamente dos años, María, Estela, Pedro y sus hijos registraron el título de propiedad de la primera. Los muchachos estudiaron, uno fue carpintero reconocido por los Durán, otro militar destacado en las guerras en varios combates, Pedro y Estela no se separaban en su felicidad inmensa, anciana pero dichosa. María languidecía en su vejez sencilla honrosa rodeada de cariño y amor. Una mañana de 1857 cruzando el Salamanca, searrimó a la casa de María un carruaje de alta alcurnia por la calidad del coche y caballos, de él bajó un hombre vestido elegantemente pero sin exageraciones, el cochero era negro, bien vestido. El hombre se dirigió a su empleado con respeto indicando: -Por favor José puedes ayudarme con las cajas-. Estela y Pedro observaban al intruso frente a la portada de su casa. El hombre se sacó el sombrero, respetuoso golpeó las manos, Pedro se adelantó a atenderlo cojeando, su sorpresa fue mayúscula, era su antiguo dueño. Con ele gancia Pedro lo hizo pasar, el otro le extendió la mano y se arrodilló ante él, sorprendido Pedro lo hizo levantar. El visitante lloraba, se había curado, era el antiguo patrón, ahora pertenecía a la Cofradía. Traía en las cajas ropas, alimentos, utensilios, lámparas, además unas monedas de oro. Pedro delicadamente se negó a recibir esa fortuna. -El otro le expresó: acéptalo es para ti y la cofradía San Baltasar, sé que tú ayudas y yo me curé por tu intermedio, soy devoto y siempre lo seré hasta mi muerte, puedes citarme de ejemplo de sus milagros. Sin esperar nada abrazó a su antiguo esclavo el que sorprendido le correspondió. La vida se fue llevando a los protagonistas de la narración, quedaron sus hijos, mantienen amistad prolongada y devoción por San Baltasar, continúan los hijos a su vez, nunca faltan hasta hoy al festejo del 6 de enero. Dicen las malas lenguas y la mía que repite, que en las procesiones del Santo Negro ven a una pareja de an- cianos uno blanco y otro negro, conversar en el trayecto vestidos con ropas del tiempo de Ñaupa, son los espíritus del esclavista y el esclavo que tienen permiso para asistir desde el más allá al festejo del candombe, sonar de tambores y cánticos en idiomas irreconocibles como los espectros ambulantes.
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