Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • Un águila guerrera

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 01/01/2025 16:41

    Un águila guerrera Los problemas de alcoba no son nada nuevo. Y parece ser que don Miguel Jerónimo de Cabrera, el padre del fundador de mi amada ciudad de Córdoba, estaba enamorado. Más que de su esposa -doña Elena de Figueroa-, de su amante, doña María de Toledo, quien terminó siendo la que parió a Jerónimo. Aún cuando ya viudo se casó con doña María, el rey Carlos V lo mantuvo unos años desterrado en Portugal, hasta que pudo volver a su Sevilla natal. Varios historiadores serios, esos que van más allá de las historias de trampas (como el recordado Efraín U. Bischoff), sostienen que la razón verdadera del exilio se hallaba en las sospechas de “judaizante” que se posaban sobre la tan mentada María. Y de hecho, es bastante probable que esa identidad oculta la haya heredado su hijo ilegítimo –el conquistador–, quien curiosamente le dio el nombre de “Córdoba de la Nueva Andalucía” a la ciudad que fundó hace más de 450 años, sin adosarle ningún santo o santa a cuestas, tal como era la costumbre típica de la época. La inquisición aparece sin dudas merodeando toda la escena, y el verdugo de nuestro querido Jerónimo, su sucesor en la gobernación de Tucumán –don Gonzalo Abreu de Figueroa–, le sumaba a eso una inquina particular, ya que era el sobrino dilecto de la cornúpeta Elena. El fundador le había escrito a Felipe II, el 4 de noviembre de 1571, que por orden del virrey Toledo iba a “… llevar doscientos hombres o más, con los cuales, y mi persona, espero en Nuestro Señor haré a Vuestra Majestad gran servicio en poblar aquellas provincias, y reformarlas…”. Esa misma actitud valiente y reformista hizo que miles y miles de judíos ocultos, llamados “marranos” desde la época de la expulsión de España en 1492, se aventuraran a nuevos desafíos, en nuevas geografías, para volver a encontrar un sitio que pudiera ser percibido como una nueva tierra prometida. A veces, esa identidad original se perdió con la suma de los siglos y de las distancias. Otras tantas, resurgió por algún que otro extraño vericueto del destino. Es más, todavía hay quienes dicen que las siete banderas del escudo cordobés son una alusión encubierta al candelabro de siete brazos que iluminaba el tabernáculo desde donde Moisés conversaba con el Eterno, el mismo candelabro que siglos más tarde daría origen a la festividad de Janucá. Y que, después de más de dos milenios, sería reencendido este jueves 26 de diciembre en el Hotel Edén de La Falda. Entre los valientes exploradores que acompañaban a Jerónimo Luis de Cabrera en la fundación de Córdoba el 6 de julio de 1573 se hallaba el joven Juan de Burgos, quien terminó siendo Teniente Gobernador de Córdoba. Como era de esperar, por sus arriesgados servicios a la Corona, Juan recibió en propiedad enormes solares de tierra, y ya como gobernador a cargo le concedió en el año 1584 -el 8 de febrero y por merced real- unas cuantas leguas de terreno fértil en lo que hoy conocemos como La Falda al capitán Antonio Pereira (también parte de la misma expedición fundacional). De la sospecha de que tanto Antonio como Juan fueran marranos no tenemos pruebas, pero no era nada extraño en esos tiempos que los conquistadores armaran sus escuadras con unos cuantos camaradas. De la inquisición al nazismo en pocas escalas Las tierras fueron pasando de generación en generación y de mano en mano hasta que en 1821 las adquirió la familia Bialet Massé, que le cambió el nombre a la estancia. “La Falda de la Higuera” pasaría a denominarse “La Zulema”. Allá por 1890 el terrateniente alemán Roberto Bahlcke adquirió 900 hectáreas de la estancia con un préstamo de Ernesto Tornquist para realizar un proyecto hotelero. Bahlcke, un ex oficial del ejército alemán, construyó el hotel junto a varios socios y lo inauguró a finales de 1898. Las crónicas cuentan que no les fue muy bien y que tuvieron que venderlo. La administración posterior, a cargo de María Herbert de Kreautner, una vieja socia del proyecto, acabó por ser muy exitosa, y el hotel Edén se promocionó muchísimo, tanto en Buenos Aires como en Europa. Finalmente, en 1912 María decide vender la propiedad a los hermanos Walter y Bruno Eichhorn, quienes, junto a sus respectivas esposas, Ida y Grete, reciclan por completo el hotel, lo cual hizo que se convirtiera de inmediato en el ícono del turismo de alta alcurnia en Sudamérica. Era tal la fama del Edén que allí se alojaron, entre otros, los presidentes Roca y Figueroa Alcorta, las familias Anchorena, Blaquier, Bunge, Lynch, Pueyrredón, Tornquist, Montes de Oca y aledañas; grandes figuras como Hugo Del Carril, Zully Moreno, Arturo Toscanini, los príncipes de Windsor y de Saboya, y hasta los mismísimos Rubén Darío y Albert Einstein. Un lujo… Sin embargo, bajo un nuevo y curioso formato, los ecos inquisitoriales volverían a colarse en la historia. El punto fue que los Eichhorn habían conocido en una cervecería de Munich a un joven impetuoso llamado Adolf Hitler quien los sedujo por completo con sus alocadas ideas acerca del Tercer Reich, y lentamente se fueron convirtiendo en sus principales financistas. Entre 1931 y 1932 sus suculentos aportes se utilizaron para pagar el alquiler de un avión para la campaña política del futuro führer y para comprar el Mercedes Benz con el que Hitler recorrió todo el territorio alemán. Alcanza sólo con leer parte de una carta que les escribió el 13 de febrero de 1933: “Gracias por sus felicitaciones con motivo de mi elección como Canciller. Los viejos amigos son tan responsables como yo de esta victoria. Con saludo alemán, Adolf Hitler”. Aquel vínculo se hizo cada vez más fuerte, a punto tal que no era infrecuente escuchar a los Eichhorn y sus numerosos secuaces cantando marchas nazis y saludando con la mano derecha en alto, honrando la figura de su líder. Según cuenta Mario Markic en una interesante nota, el legendario jefe del FBI, Edgar Hoover, había dado instrucciones a la embajada norteamericana en 1945 para que se investigara a los Eichhorn, porque sus espías le habían informado que, en una fiesta íntima en el Hotel, Ida había dicho que “si el führer tuviera en algún momento dificultades, siempre encontraría un refugio seguro en La Falda, donde ya hemos hecho los preparativos necesarios”. Todavía quedan relatos de varios lugareños que afirman haber visto a Hitler en los alrededores. Un águila guerrera Los que portamos algunos años encima tenemos en la memoria auditiva cada una de las palabras de “Aurora”, esa preciosa canción patria con la que día tras día izábamos orgullosos la bandera de nuestro país, “azul un ala del color del cielo, azul un ala del color del mar”. Probablemente su compositor, Héctor Panizza, un genial músico argentino formado en Italia, tomó la idea del águila romana como signo de las legiones imperiales, para darle un matiz de poderío a la musa de su preciosa creación. Los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico y la heráldica alemana jamás dejaron de lado aquella imagen, y por supuesto, Hitler la llevó a la cima de su iconografía, adosándole una cruz esvástica en sus garras. Su figura alada en lo más alto del Hotel Edén siempre fue una señal netamente germánica, y aunque su diseño de origen nada tenía que ver con el nazismo (inexistente en 1898), cuando Hitler y los Eichhorn se hicieron del poder, aquella águila cobró -sin quererlo- otro sentido, y no había quien no la asociara a la maquinaria nazi. No es casual que cuando el ejército ruso tomó Berlín, el momento en el que el mundo entero comprobó que Alemania había sido derrotada fue cuando el 3 de mayo de 1945 el águila que coronaba el edificio de la Cancillería nazi cayó estrepitosamente al suelo, entre los descomunales graznidos de los disparos soviéticos. Ocurrió lo mismo en esta parte del mundo. Unos pocos días después de los sucesos berlineses, el águila del Hotel Edén misteriosamente desaparecía del paisaje serrano. Con la guerra perdida y la mayoría de los bienes alemanes confiscados, en el año 1947 los hermanos Eichhorn ponen a la venta el hotel y desaparecen de la vida pública de la Falda. Compradores y deudas se alternan hasta que en 1953 el Edén se remata judicialmente, y en 1965 queda totalmente abandonado, a merced de saqueadores y fantasmas. Recién en 1998 la Municipalidad de la Falda lo compra y en el año 2005 se le da la concesión a una empresa para su restauración y puesta en valor, que hasta hoy continúa. En ese contexto, en marzo de 2024 el escultor Fabián Villani instala nuevamente un águila. Ya no era de bronce como la original, sino de soldadura de alambres, pero sus imponentes 370 kilos y su belleza de fina orfebrería dominan nuevamente la fachada del coloso. De milagros y candelabros Era de siete brazos. Así está escrito en la Torá en el capítulo 25 del libro del Éxodo. Y de oro macizo. Sus lámparas se encendían diariamente con un aceite consagrado por los cohanim, los sacerdotes. Desde Aarón en adelante -el hermano mayor de Moisés y el primer sumo sacerdote- esta práctica se continuó por siglos. Varios textos así lo certifican, e incluso la destrucción del primer templo de Jerusalén por manos babilonias, el que había construido el rey Salomón, no detuvo la sana costumbre. El segundo templo revivió la práctica hasta que un malvado rey sirio -parte del imperio helénico que dominaba la zona de Judea allá por el año 170 antes de la era común-, la puso en pausa. Antíoco Epifanes buscaba terminar con la cultura de sus súbditos judíos, implantando por la fuerza la cultura griega. En ese marco, desecró el templo de Jerusalén y lo transformó en una especie de gimnasio. Lo llenó de ídolos helénicos y de porcinos, puso a cargo a un sumo sacerdote corrupto y emitió varios decretos reales que prohibían una larga serie de costumbres hebreas. El enfrentamiento iba a darse sin falta, y así sucedió. Lo encabezó un tal Matatías, sacerdote de un poblado rural (Modiín) junto a sus cinco hijos, denominados los “macabeos”. El libro bíblico del mismo nombre testimonia en detalle esa lucha desigual que culminó con la victoria y la recuperación del templo en el año 164 a.e.c. El Talmud relata que después de reacondicionar el sagrado recinto quisieron volver a encender la menorá, el candelabro, pero sólo hallaron una pequeña vasija de aceite puro con el sello sacerdotal que alcanzaba para un solo día de encendido. Conseguir una nueva partida llevaría una semana, pero aún así decidieron retomar la añeja práctica. El Talmud sostiene que se produjo un milagro, y que el candelabro ardió durante ocho días, permitiendo así que no se volviera a discontinuar la luz perpetua del templo. Es claro y evidente que esa pequeña maravilla dio a luz (la metáfora es aquí más que necesaria) a la festividad de Janucá, y desde aquellos días hasta hoy, a partir del 25 del mes hebreo de Kislev, en cada hogar judío se enciende un candelabro por ocho noches consecutivas. Lo del “25” no es casual, pero es materia para otro artículo. Para complicar aún más las cosas, el candelabro que encendemos no es el de siete brazos, el que se había construido en la época de Moisés, el mismo que efectivamente se hallaba en el templo. Es uno especial llamado “januquiá” que cuenta con nueve brazos, uno por cada uno de los ocho días del milagro, más la lámpara “piloto” que enciende a las demás. ¿Y qué fue de la menorá original? Aquí es donde el águila metió la cola, o mejor dicho las garras. Las legiones romanas al mando de Tito destruyeron el templo en el año 70 de la era común, y arrasaron con todo, candelabro incluido. Los que tuvimos la dicha de pasear por Roma lo pudimos verificar con nuestros propios ojos en los relieves del Arco de Tito, un monumento espléndido que fue modelo para el Arco del Triunfo de París. Allí se percibe claramente a un grupo de soldados romanos llevándose el candelabro de siete brazos a un destino incierto, o a su fundición. Se perdía la lámpara, es cierto, pero su luz sobrevivía. Volviendo al edén 26 de diciembre de 2024, segunda noche de Janucá. Llegamos a La Falda al atardecer y comenzamos a ubicar las sillas, el teclado, el sonido y la Januquiá, todo dispuesto en la base de las escalinatas centrales del Hotel Edén. Me detengo por un instante a ver semejante escena. Hago unos cuantos pasos hacia atrás y veo ese candelabro de caños plateados, gigante y hermoso que, con sus propias manos, construyó Gustavo Serrano Peker, nuestro jazán, nuestro cantante litúrgico, y cuento sus brazos. No porque no supiera cuántos son, sino por otra causa. Veo la simetría perfecta de sus cuatro soportes por lado y la lámpara central más prominente en el medio, y cuando elevo la vista hacia el frente del hotel, se me dibuja una sonrisa en el rostro. Admiro la increíble fachada y veo en el techo la figura clara de ocho jarrones, cuatro por lado, y en su centro, igual de prominente, el águila. Y la letra E y la letra H que susurran -en un orden ajeno al castellano- “Edén Hotel”. Todo se me hacía atemporal, y todo se poblaba de signos, de metáforas, de símbolos. De pronto, el hotel cobraba vida y adquiría el formato de una enorme januquiá. De súbito, advertía que su nombre -reflejado en esas letras tan iluminadas- era la cuna de la luz más primigenia, la luz que surcaba el Edén de la Torá, la que Dios había creado el primer día y que nada tenía que ver con la luz del sol que recién haría su aparición en la cuarta jornada de aquel acto creativo inicial. “Or haganuz” la llaman los cabalistas, la luz oculta. La que está reservada para los justos, o para un tiempo especial. La que se asoma cada vez que somos fraternos y podemos volver por un ratito al Edén, de donde por supuesto fuimos expulsados por no escuchar la palabra divina matando a nuestro hermano. El rostro era uno, el de Caín, pero los ropajes se entremezclaban, y lo veía a Caín vestido de Nabucodonosor, de Tito, de los inquisidores, de Hitler y hasta de los hermanos Eichhorn. El águila y la luz Lo recordé un poco más tarde, mientras Fernando Israilevich se posaba suave sobre las teclas de su piano y con Gustavo comenzábamos a tararear una bella canción israelí que describe el fenómeno del nido vacío, cuando los hijos dejan el hogar y “vuelan como pichones” (“Uf gozal” es el título y significa eso). En el estribillo los padres le advierten a sus “pichones” de la existencia de águilas en el cielo como para que se cuiden. Lo dije en voz alta, y sé por sus propias palabras que a algunos de los visitantes locales que se acercaron a la celebración les sirvió de consuelo enterarse de cómo aparece la idea del águila en el texto bíblico. También es del Éxodo, del capítulo 19, y seguramente ese concepto divino resonaba en los oídos de los esclavos hebreos recién liberados mientras construían el candelabro de oro. Su cuarto versículo reza: “Han visto lo que he hecho con Egipto, y cómo los he tomado a ustedes y los he traído hasta Mí sobre alas de águila”. Los sabios talmúdicos explican la figura de manera magistral. La mayoría de las aves transportan a sus crías en las garras o en sus picos y, por ende, otras aves -rapaces- pueden volar hacia ellas y atraparlas. Pero no sucede así con el águila, ya que es la que más alto vuela, y cuando coloca a sus pichones sobre sus alas para enseñarles a volar a través de su propio aleteo, ninguna otra ave puede alcanzar a sus crías. Es sencillamente imposible. ¡Difícil encontrar una parábola que indique con mayor precisión el valor del cuidado extremo, la idea de la protección por antonomasia! Lo afirmé sin tapujos, con autoridad rabínica: el águila del Edén es la del Éxodo, no la nazi. Y aquella pesada estructura alada, con el pico hacia el costado, parecía entrar en movimiento y decir que sí con la cabeza. Y también veía cómo asentían a la par Abel, Moisés y Aarón, y los macabeos, y Jerónimo Luis de Cabrera y Antonio Pereira, y Rubén Darío y Zully Moreno y Arturo Toscanini. Y hasta Caín, arrepentido, estaba de acuerdo. Y más atrás, escondido entre las nocturnas sombras de las sierras, veía al oficial alemán Roberto Bahlcke sonriente y misterioso, inaugurando el hotel ese mismo día, un 26 de diciembre, pero en el año 1898. A su lado, con su mirada pícara, Albert Einstein lo felicitaba por la elección del nombre, porque si había algo claro en el Edén era que lo único que une tiempo y espacio es lo luminoso. ¡Jag haurim sameaj! ¡Feliz fiesta de las luminarias!!

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por