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  • Campesino analfabeto, consejero espiritual y monje negro de la Rusia Zarista: la vida de Grigori Rasputín y su brutal asesinato

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 01/01/2025 02:46

    Rasputin fue asesinado en las últimas horas de 1917 Si hubieran podido disolverlo, borrarlo de la nevada capital del imperio ruso, borrarlo incluso de la historia de ese imperio que estaba a punto de sucumbir; de haber podido eliminarlo incluso de la mente de los zares, Nicolás, que esa noche revistaba las tropas en guerra con Alemania, y Alejandra, que daba cobijo y amparo a ese ser despreciable que iba a morir; de haber podido volver la historia atrás, lo hubieran hecho. Los conspiradores no podían hacer sino lo que hicieron: asesinar a Grigori Rasputín, el sacerdote, clarividente, adivino, brujo, astrólogo, borracho, hombre santo, libertino, obsceno, corrupto y todopoderoso monje negro del imperio, convertido en el poder detrás del trono. Usaron para matarlo lo que tenían a mano: veneno, golpes, balas; y con la intención de borrar todo rastro de lo que había sido su vida, acabaron por deshacerse del cadáver en las aguas heladas del río Neva que besa la opulenta San Petersburgo. Ellos, los conspiradores, eran la flor de la nobleza rusa y de la elite militar. Y Rasputín era un pedazo de escoria, un campesino analfabeto incrustado en la corona, que había desnudado la fragilidad de la familia reinante y de su reino, estancado en el pasado, en un mundo que cambiaba por horas. El drama, con el sello antiguo de la Rusia violenta que dos siglos antes se había acercado a Europa de la mano de Pedro El Grande, no alcanzó siquiera para detener la caída de los zares, cercados por una economía destruida, una inflación galopante, una aguda crisis social, una pobreza extrema a la que la monarquía parecía ajena o indiferente, y por la agitación de una inminente revolución popular; tampoco sirvió para frenar la sangría provocada por la Primera Guerra Mundial, ni para evitar la derrota rusa a manos de Alemania, ni siquiera para sembrar una semilla de paz que amenazaba, amenaza que se cumplió, con envolver a Rusia en una guerra civil. Pero matar a Rasputín se había convertido en una necesidad política. De modo que el 30 de diciembre de 1916, en casa del príncipe Félix Yusúpov, con la vaga certeza de que iban a matarlo, Rasputín desafió a su propio destino acaso confiado en que, como tantas otras veces, podía salir indemne de la muerte que, al fin y al cabo, lo había acechado toda su vida. Tenía cuarenta y siete años. La monarquía rusa cayó en febrero de 1917, dos meses después de su asesinato. ¿Quién era Rasputín? ¿Cómo había llegado desde la humilde choza siberiana donde había nacido hasta urdir decisiones de gobierno susurradas al oído de la zarina Alejandra? Había nacido el 21 de enero de 1869, (esta nota va a signar todas las fechas de acuerdo con el calendario gregoriano y no con las del antiguo calendario juliano que usaba Rusia hasta ya entrado el siglo XX) en un pueblo de Siberia Occidental, en la región de Tobolsk. Fue el quinto de nueve hijos y uno de los dos que sobrevivieron junto a su hermana Feodosia. Nunca fue a la escuela. Según un censo de 1897, todo su pueblo, Pokróvskoye, era analfabeto. Según se determinó en la autopsia el monje negro había recibido tres impactos de bala, uno frontal en el estómago e hígado, otro posterior en el riñón derecho y el último, en la frente, a quemarropa (Creative commons) Fue un chico extraño, aquejado por tics nerviosos, que a los catorce años dijo: “El reino de Dios está en nosotros, y corrió a esconderse en el bosque por temor a que la gente descubriera que era poseedor de una revelación”, según contó años después su hija María. Era delgado, en apariencia débil, disperso y complicado. Empezó a beber y formó parte de una banda de ladrones de caballos: lo detuvieron, pero la asamblea rural lo absolvió; en cambio, sus compinches fueron desterrados a Siberia Oriental. A los dieciocho años, el 2 de febrero de 1887, casó con Praskovia Fiodorovna Dubróvina, tres años mayor que él. Tuvieron tres hijos, Dmitri, Varvara y María pero cinco años después, en 1892, Rasputín dejó todo, aldea, esposa e hijos y a sus padres, para pasar varios meses en el monasterio de Verjoturie. Enseguida entró en una secta cristiana, no admitida y condenada por la Iglesia Ortodoxa Rusa, conocida como “Jlystý”, flagelantes. Sus miembros estaban convencidos de que, para alcanzar la verdadera fe, era imprescindible pasar por el dolor. Las reuniones sectarias incluían castigos corporales, grandes fiestas y habituales orgías que lo marcaron de por vida: su desenfreno sexual llegaría a la corte de los Romanov. Rasputín regresó a su aldea, a su familia y a sus padres convertido en un hombre místico. Encaraba los oficios religiosos, rezaba con fervor, reunió a un grupo de adeptos fieles que se reunía en una especie de capilla ubicada bajo el establo de su casa; allí cantaban y leían el Evangelio al que Rasputín, ya casi un “hombre santo”, daba su propia interpretación. Los “Jlystý” creían que Cristo podía encarnarse en cualquier hombre, letrado o semianalfabeto como Rasputín. Se lo llamaba Cristo, se unía a una mujer, y dirigían la vida espiritual de su comunidad. Mantenían intacto el dogma de la secta: bailaban, se flagelaban hasta alcanzar un éxtasis ritual con el que decían expiar los pecados y expresar su arrepentimiento, y se enzarzaban luego en sesiones orgiásticas con la que celebraban, acaso, la salvación. Admisión de pecados, arrepentimiento y salvación no salvaron a Rasputín de los escándalos sexuales que su mujer toleraba, ni de que la comunidad pusiera en duda su supuesta condición de hombre santo, por lo que el monje se marchó a la ciudad de Kazán, que era un importante centro religioso. Allí, su fe ardiente sacudió los cimientos de una iglesia rutinaria, sometida al zar, burocratizada y casi inactiva. Los jerarcas ortodoxos lo valoraron mucho, o dijeron valorarlo mucho, pero se lo sacaron de encima con rapidez: lo recomendaron a la jerarquía eclesiástica de San Petersburgo, adonde Rasputín llegó en tren en la Pascua de 1903. Era el seno de la Corte del zar Nicolás y la zarina Alejandra. Al año de la llegada de Rasputín a San Petersburgo, un nuevo habitante llegó al palacio de los zares: Alejandra dio a luz un varón, al que llamaron Alekséi, que se sumó a las cuatro hijas de la pareja: Olga, Tatiana, María y Anastasia. Por fin había llegado el ansiado heredero del trono. La alegría duró nada: el ombligo del bebé sangró durante dos días y fue el primero de los síntomas de hemofilia, un mal que los zares decidieron mantener en secreto. La hemofilia, una enfermedad hereditaria que transmiten las madres, se caracteriza por abundantes hemorragias internas y externas que ponen en peligro la vida del paciente. La de Alekséi iba a transcurrir entre algodones. La zarina Alejandra era alemana, había nacido como Alix de Hesse-Darmstadt y había cambiado su nombre por el de Alejandra Fiódorovna luego de ser aceptada por la iglesia ortodoxa rusa para casarse con el zar, un matrimonio pergeñado, como tantos otros de la nobleza europea, por la casamentera reina Victoria de Inglaterra, abuela de Alejandra, que había reinado durante sesenta y tres años y doscientos dieciséis días, había muerto en 1901 y era portadora de hemofilia. En aquellos años, la esperanza de vida de un chico hemofílico era de catorce años: si el chico, además, era heredero del trono de Rusia, su aspiración podía verse invalidada ya como aspirante a suceder a su padre. La enfermedad del zarevich se mantuvo en secreto. Como cruel paradoja, Alekséi vivió catorce años, pero no murió por hemofilia, sino junto a toda su familia, padres, hermanas y asistentes, fusilados y apuñalados por los bolcheviques el 17 de julio de 1918. (Creative commons) En San Petersburgo, la fe apasionada e impetuosa de Grigori Rasputín conmovió al archimandrita Feofan, archimandrita es un cargo religioso de la iglesia ortodoxa rusa, y también impresionó al obispo Hermógenes Dolganyov y a un monje llamado Iliodor. En 1905 Hermógenes se alió a Rasputín, estaba sorprendido por la perspicacia psicológica del monje, en una especie de lucha contra el libre pensamiento y el “modernismo”. Pero la conducta de Rasputín era tan singular, su desenfreno sexual tan exhibido y sus borracheras tan escandalosas, que en menos de tres años los tres religiosos se convirtieron en sus más feroces enemigos. Si hubo algún daño, ya estaba hecho: Feofán era el confesor de los zares y fue el aval que abrió las puertas de la corte a Rasputín. La aristocracia rusa le abrió el corazón a aquel extraño monje que hacía del misticismo su mejor herramienta publicitaria. Entre sus seguidoras figuraban las grandes duquesas Militsa y Anastasia de Montenegro, hijas del rey de ese país y esposas de dos miembros de la familia Romanov. Ellas fueron las que, en 1905, presentaron a Rasputín a la zarina Alejandra. Aquel fue un año de crisis para los zares. El 22 de enero, una gigantesca y pacífica manifestación frente al Palacio de Invierno, liderada por el sacerdote Gueorgui Gapón que era también un líder de la clase obrera, terminó en una matanza desatada por la Guardia Imperial: murieron más de mil manifestantes, entre ellos mujeres y chicos, y otros ochocientos quedaron heridos. En agosto, la guerra ruso japonesa terminó con la victoria de Japón, una sorpresa decepcionante para la sociedad que comandaba un zar cada vez más débil. Decidido a modificar el Estado, acaso con la idea de cambiar para que nada cambiara, Nicolás concedió entonces una Constitución y una Duma o Parlamento, con atribuciones mínimas: jamás aceptó ser un monarca constitucional porque juzgaba que era una afrenta a su autoridad, y una violación a sus derechos de ser gobernante absoluto por la Gracia de Dios. El origen divino de la monarquía había sido anulado por la Revolución Francesa en 1789. Los zares vivían casi aislados en el palacio de Tsárskoye Tseló, cercano a San Petersburgo, donde Alejandra se sentía libre de enfrentar a una corte que la juzgaba fría, parca y remota. La zarina no hablaba ruso, se comunicaba en inglés con el zar a quien, según el historiador Robert Massie, estaba unida por un intenso lazo sexual. Las princesas montenegrinas Militsa y Anastasia eran dos de sus damas de honor. Le habían acercado en 1902 a un médico francés, Nizier Anthelme Philippe, devoto de la “medicina astral”, significara eso lo que fuere, en quien los zares confiaban para que obrara el milagro de engendrar un hijo varón. Cuando el médico astral francés regresó a Francia, dejó una vaticinio en los oídos de la zarina: “Algún día tendrá otro amigo como yo, que le hablará de Dios”. El 1 de noviembre de 1905 el zar anotó en su diario que él y la emperatriz Alejandra habían conocido “a un hombre de Dios, Grigori, de la provincia de Tobolsk”. Era Rasputín. Los zares quedaron impresionados por la personalidad de aquel hombre de Dios. Estrecharon sus lazos de amistad, por alguna razón las princesas montenegrinas fueron apartadas de la corte, lo que las llenó de furia y empezaron a llamar “demonio” a Rasputín. Pero la influencia del monje sobre los monarcas era cada vez mayor y estaba sostenida en un hecho que parecía incontrovertible: Rasputín aliviaba las penurias del zarevich Alekséi. En 1907 el chico de tres años sufrió una grave hemorragia que puso en peligro su vida. Llamado de urgencia a palacio, Rasputín impuso sus manos sobre la cabeza del heredero y rezó: la hemorragia remitió y el milagro fue atribuido a los poderes del monje. Nunca fue revelado cómo era que Rasputín “sanaba” a Alekséi. Pero aislado por sus padres, el zarevich tenía ahora un nuevo amigo que era, además, su “médico” personal. Las milagrosas curaciones hicieron que la zarina uniera parte de su destino al del curandero siberiano que también empezó a hacer vaticinios sobre el futuro de Rusia y a dar consejos a la zarina para una mejor administración del Estado. En 1912, Alekséi de ocho años sufrió otra crisis gravísima provocada por su hemofilia. Tan grave fue que en palacio se preparó un boletín que informaba sobre la lamentable muerte del heredero del trono. Rasputín estaba en Siberia y, al tener noticias de la crisis, envió un telegrama, acaso más de uno, en el que aseguraba que el chico se iba a salvar. Y Alekséi sanó. Alejandra vio en Rasputín a un hombre más que santo, vio a la única persona en la que ella, el zar y el zarevich podían confiar. En 1911, Nicolás y Alejandra negaron y bautizaron como una calumnia la supuesta conducta libidinosa de Rasputín. Pero sus aventuras sexuales, sus borracheras, sus relaciones con las mujeres de la aristocracia rusa eran imposibles de ocultar. El escándalo, sin embargo, estalló por otra cosa: Alejandra se enfrentó a su suegra, la madre del zar, que acusó a Rasputín de haber influido en los nombramientos de altos cargos eclesiásticos. Los antiguos amigos de Rasputín, Feofán, Hermógenes e Iliodor se vengaron de las andanzas del monje: Iliodor dio a publicidad unas cartas que la zarina había enviado a su protector en las que se leían frases como: “Sólo deseo una cosa: dormir durante siglos sobre tu hombro mientras me abrazas”. Crecieron los rumores sobre relaciones sexuales entre ambos, una falacia, pero la corona cayó en desgracia, sacudida como estaba por la crisis social y económica. Por su parte, los partidarios de la monarquía empezaron a ver a Rasputín como un enemigo del imperio. En 1914, la Primera Guerra Mundial lo complicó todo más. Rasputín arañó la cima del poder y la dinastía Romanov inició su caída final. Rusia estaba en guerra con Alemania y tenía como emperatriz a una alemana. Un trago difícil de beber par los rusos. Era el mundo que iba a cambiar para siempre: el káiser Guillermo era primo del zar Nicolás. Y sus cartas previas al conflicto estaban encabezadas: “Querido Willy”, o Querido Nicky”. Ahora, Willy y Nicky se mataban en las trincheras de una Europa en llamas. El zar partió en 1915 hacia el frente y asumió la jefatura del ejército ante las derrotas frente a los alemanes. Alejandra quedó, si no de manera oficial al menos en los hechos, a cargo de los asuntos de Estado. La emperatriz tenía una nueva amiga y confidente: Anna Vyrubova, devota de Rasputín. Los tres conformaron un triángulo de hierro que fue visto por la corte como un gobierno en las sombras. Rasputín aconsejaba y la emperatriz tomaba sus consejos como dictados por la Providencia. Escribió al zar: “No es mi sabiduría, sino un cierto instinto proporcionado por Dios más allá de mí misma, para que pueda serte de ayuda”. La zarina se rodeó de ministros fieles pero ineptos, eso siempre pasa, lo que alteró el humor de la Duma y también hizo crecer los rumores sobre una connivencia del triángulo de hierro con los alemanes. Tal vez los tres eran en verdad espías al servicio del káiser Guillermo; tal vez los tres impulsaban una paz por separado. La corte entera se volvió contra ellos. El malhumor social, la crisis económica, la guerra en derrota y las intrigas de palacio abonaron los proyectos revolucionarios de Vladimir Lenin y sus bolcheviques. El káiser había facilitado, sino pagado, el viaje de Lenin desde el exilio hacia Moscú. En 1916 hacía ya dos años que Rasputín vivía desquiciado. En 1914 había sobrevivido a un grave atentado, su hijo había sido reclutado y enviado a la guerra, tuvo tal vez conciencia de los enemigos que se había ganado y de lo que serían capaces de hacer con él, tal vez vio su fin muy cerca; se entregó aún más a la bebida, empezó a negociar con el poder que usurpaba: podía conseguir empleos, evitar que alguien fuese llamado a filas o que otro fuese deportado: ganaba fortunas que gastaba en bebidas y orgías. La nobleza entonces se impuso una misión: para salvar a la monarquía, Rasputín debía morir. Rasputín nació el 21 de enero de 1869, en Pokróvskoye un pueblo de Siberia Occidental, en la región de Tobolsk. Jamás fue a la escuela: era analfabeto La conjura nació en el entorno más íntimo del zar. El líder de la conspiración fue el príncipe Félix Yusúpov. Tenía 29 años, era heredero de la mayor fortuna de Rusia, estaba recién casado con la gran duquesa Irina, que era sobrina del zar: una mujer bellísima a la que Rasputín quería conocer y enamorar. Yusúpov reclutó al gran duque Dimitri Pávlovich, primo de Nicolás y a quien el zar quería como a un hijo. Ambos llamaron al diputado ultraderechista de la Duma, Vladimir Purishkevich, que había alertado en el Parlamento sobre la temible influencia de Rasputín en la monarquía. Hubo más complotados, anónimos, militares todos que dieron el visto bueno al asesinato, entre ellos un oficial. Iván Sujotin y Stanislav Lazovert, médico del ejército del zar. Decidieron matar a Rasputín el 29 de diciembre de 1916. Yusúpov ofreció a su joven esposa como cebo. Invitó a Rasputín a su palacio Moika, sabedor del interés del monje por conocerla. Para entonces, Irina no estaba en palacio, no estaba siquiera en San Petersburgo: había viajado a Crimea. A Rasputín le avisaron de su muerte inminente. Según relató muchos años después su hija María, el ministro del interior ruso, Alexander Protopopov le había advertido de la existencia de un complot para asesinarlo. Le aconsejó que evitara socializar durante varios días. El monje contestó: “Es muy tarde”. La excusa que dio Yusúpov para invitarlo, presentarle a su joven esposa, parece difícil de creer aún para un tipo sin educación como Rasputín, pero que no era estúpido. Los rumores que iban y venían de palacio a la calle y de la calle a palacio hablaban de un plan de Alejandra y Protopopov para disolver la Duma, declarar el estado de emergencia y exigir la paz con Alemania. Tal vez ese fue el interés que movió a Rasputín a ir al palacio de Yusúpov Días antes había escrito una carta a la zarina en la que le decía que esperaba una muerte violenta, probablemente a manos de la nobleza. Y que, si eso sucedía, los zares morirían en menos de dos años, vaticinio que se cumplió. Las versiones sobre la muerte de Rasputín varían. Yusúpov escribió la suya en el exilio: huyó a París cuando el triunfo de la Revolución Rusa, en octubre de 1917 y murió en la capital francesa el 27 de septiembre de 1967. Según Yusúpov, a Rasputín le esperaba en el sótano del palacio un enorme banquete con abundante vino y pasteles. El vino, o los pasteles, o los dos estaban envenenados con cianuro en dosis suficientes para matar a un regimiento. Rasputín preguntó por Irina y Yusúpov le dijo que su mujer estaba maquillándose para asistir a la fiesta en su honor. Rasputín bebió y comió. Su hija daría por tierra luego con la versión de los pasteles envenenados, porque dijo que su padre no gustaba comer dulces: pensaba que dañaban sus poderes especiales. En todo caso, según su costumbre, Rasputín bebió mucho durante una larga hora de espera. Hizo más, tomó una guitarra, ya ebrio, y cantó algunas canciones del folklore ruso. Yusúpov hizo lo mismo para disimular. Dijo a Rasputín que la “demora ” de su esposa era muy extraña y que subía a buscarla. Subió, pero a hablar con Purishkevich: el príncipe estaba desesperado, Rasputín no moría. ¿Era en realidad inmortal como decían la mitología callejera de San Petersburgo? ¿No sería mejor abortar el plan? Purishkevich era consciente de que no iba a existir una oportunidad como la de esa noche. Pidió a Yusúpov que usara su pistola y que le disparara a Rasputín por la espalda. En 1914 Rasputín había sobrevivido a un atentado (Creative commons) Yusúpov bajó al sótano con su pistola Browning y baleó a Rasputín mientras el monje contemplaba un crucifijo de plata. Cuando vio el cuerpo del monje tendido en el suelo, volvió al piso superior para decidir con Purishkevich qué hacer con el cadáver. Decidieron llevarlo a su casa para dar la idea de que el asesinato había sucedido allí. Yusúpov volvió a bajar al sótano para examinar el cadáver. Mientras lo hacía, una mano muy fuerte le aferró el hombro y oyó una voz quebrada que lo maldecía. Era Rasputín. Yusúpov llamó a gritos a Purishkevich en busca de auxilio, mientras golpeaba al monje herido que se puso de pie e intentó huir al exterior. En la puerta del sótano, bajo la nieve, lo esperaba Purishkevich con su arma cargada para acribillarlo. Pero Rasputín escapó por otra puerta que daba al patio de la mansión, y corrió sobre el hielo para salvar su vida. Purishkevich le disparó tres veces. Dos tiros fallaron y el tercero le dio a Rasputín en el hombro: dio un giro y cayó de espaldas, la boca abierta hacia la noche. Purishkevich entonces se acercó y lo remató de un balazo en la frente. Ya en las primeras horas del 30 de diciembre, los complotados velaron el cadáver hasta las cinco de la mañana, incluso para convencerse de que Rasputín había muerto. Luego, decidieron arrojarlo al helado río Neva, vecino al palacio. Lo arrojaron desde el puente Bolshoy Petrovsky; al caer, el cuerpo hizo un agujero en el hielo y las aguas lo tragaron. El cadáver fue hallado el 1 de enero, otras fuentes aseguran que fue el 3, preservado por el hielo. Hay una mueca de horror en la cara que parece golpeada; el balazo en la frente es fácilmente identificable. La autopsia fue hecha por el doctor Dimitri Kosorotov. El informe oficial desapareció, pero el resultado del estudio fue revelado por el propio forense en una entrevista dada en 1917: Rasputín recibió tres impactos de bala, uno frontal en el estómago e hígado, otro posterior en el riñón derecho y, finalmente, el último, en la frente, a quemarropa. De inmediato, las versiones sobre la resistencia de Rasputín ganaron San Petersburgo: el monje había muerto ahogado o por hipotermia, lo que implicaba que había sido arrojado al agua con vida. Pero el relato que hizo el forense sobre la autopsia no registra ahogamiento. Tampoco habla de envenenamiento. Las investigaciones más recientes sobre el asesinato colocan al Servicio Secreto Británico en la escena del crimen y a uno de sus agentes John Scale, que habría contado con la participación de un espía legendario, Oswald Rayner, que operó en Rusia durante la Primera Guerra Mundial. El escritor ruso Edvard Radzinsky, tiene ochenta y ocho años y es autor de las biografías de Nicolás II y de Rasputín, el relato de Yusúpov tuvo como finalidad ocultar al verdadero autor del crimen, el gran duque Dimitri Pávlovich, primo del zar, imposibilitado de haber sido el criminal, de convertirse en recambio del zar en caso de un golpe de Estado. El cuerpo de Rasputín luego de haber sido hallado en las aguas del río Neva (Creative commons) El zarismo cayó en Rusia el febrero de 1917, dos meses después del asesinato de Rasputín. Nicolás II abdicó de todos sus derechos y los de su hijo el 15 de marzo de 1917. Lo hizo en favor de su hermano Miguel, que no aceptó hasta no ser ratificado por una asamblea electa. Eso nunca sucedió y la dinastía Romanov llegó a su fin. Le sucedió un gobierno provisional que llevaría como presidente a Alexander Kerenski, del Partido Social Revolucionario que fue derrocado por los bolcheviques de Lenin en la llamada Revolución de Octubre. Antes de su caída, Kerenski envió al zar y a su familia a Tobolsk, Siberia, no lejos del lugar de nacimiento de Rasputín. Los bolcheviques, en plena guerra civil que también desangró a Rusia, los enviaron a Ekaterimburgo en abril de 1918. Todos fueron asesinados en la medianoche del 17 de julio. Una de las profecías de Rasputín, se había cumplido.

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