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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 29/12/2024 14:33
Un cocinero del Cártel de Sinaloa trabajando en un pedido de fentanilo en Culiacán, México, el 19 de diciembre (Meridith Kohut/The New York Times) Acábabamos de ingresar al laboratorio de fentanilo cuando el cocinero vertió un polvo blanco en una olla llena de líquido. Empezó a mezclarlo con una batidora de inmersión y de la olla surgieron vapores que inundaron la diminuta cocina. Vestíamos trajes de protección tipo hazmat y máscaras de gas, pero el cocinero solo llevaba un cubrebocas quirúrgico. Él y su ayudante habían llegado hasta aquí con prisa para atender un pedido de 10 kilogramos de fentanilo. Si bien a nosotras una sola inhalación de los químicos tóxicos podía matarnos, nos explicaron, ellos ya tenían tolerancia a la droga letal. Sin embargo, el cocinero se dio vuelta. “Ahora sí me pegó”, dijo, con aspecto aturdido. “Necesito salir a que me dé el aire tantito”. El joven salió del lugar rápidamente. En septiembre se desató una guerra al interior del cártel de Sinaloa en México. En los meses subsiguientes, los enfrentamientos entre las facciones rivales han aterrorizado al estado noroeste de Sinaloa, lo que ha dejado a cientos de muertos y causado daños por miles de millones de dólares, según afirman líderes empresariales. El gobierno mexicano ha respondido enviando a un contingente de militares y realizando una serie de detenciones. Después de que el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, amenazara con imponer aranceles si el país no detenía el cruce de drogas por la frontera, las fuerzas de seguridad de México anunciaron este mes su mayor incautación de fentanilo en la historia: 20 millones de dosis de la droga. Los grupos delictivos han tenido que ajustarse a las nuevas condiciones en el terreno. Temiendo redadas de las fuerzas del orden o ataques de sus rivales, dicen que están moviendo sus laboratorios con más frecuencia de lo habitual y produciendo drogas en nuevos lugares. Y aún así, incluso en medio de la guerra total y una intensa presión gubernamental, los cárteles de México están experimentando un boyante negocio con el fentanilo. Nosotras —dos periodistas de The New York Times y una fotógrafa—llevábamos meses intentando acceder a un laboratorio de fentanilo operado por el Cártel de Sinaloa, el cual según el gobierno estadounidense es responsable en gran parte del producto que inunda Estados Unidos. Pero cada vez que estábamos cerca de lograrlo, algún estallido inesperado de violencia desbarataba nuestros planes. Cuando llegamos a Culiacán, la ciudad capital, en septiembre, una furgoneta apareció junto a una avenida con al menos cinco cadáveres dentro. Nadie en el lugar sabía a qué facción del cártel habían pertenecido los hombres ni quién los había matado. Esa noche, escuchamos disparos justo fuera de nuestro hotel; el descubrimiento de los cadáveres al parecer había desatado enfrentamientos entre grupos rivales. La situación era demasiado insegura como para poder ir al laboratorio. El segundo intento se frustró por los enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los pistoleros de los cárteles; el tercero, por una incursión de un grupo que dejó varias casas incendiadas. Vimos una demostración de cómo se fabricaba fentanilo en una casa de seguridad del cártel, pero no pudimos entrar en el lugar donde los cocineros producían lotes más grandes. Militares mexicanos patrullan las calles de Culiacán (REUTERS/Jesus Bustamante) Luego, en el cuarto intento, finalmente logramos entrar. El laboratorio estaba oculto en una casa en pleno centro de la ciudad de Culiacán, en una calle bulliciosa llena de peatones, automóviles y puestos de comida. No había olores ni humo en el exterior que pudieran alertar a un transeúnte de las grandes cantidades de fentanilo que se estaban cocinando detrás de la puerta. Todo el interior estaba oscuro, excepto por una habitación al fondo, que se encendió con llamas al rojo vivo apenas llegamos. Dos hombres se apuraron para apagar el fuego que salía de una olla en la estufa, rodeada de un humo que tenía un tinte rojizo. Después de unos minutos salieron triunfantes y disculpándose: una reacción química había causado una pequeña explosión, explicó el cocinero principal, un joven de 26 años vestido con una camisa azul marino y pantalones. Logramos acceso gracias a uno de nuestros contactos, que conocía un narcotraficante que hacía negocios con los cocineros. El contacto convenció a los hombres de que no revelaríamos sus identidades ni la ubicación del laboratorio. Ellos dijeron que al hablar con periodistas se arriesgaban a represalias mortales, y hablaron bajo la condición de mantener el anonimato. El cocinero principal y su socio nos dieron la mano y su jefe, un hombre de mediana edad que merodeaba cerca, nos permitió ingresar un teléfono y una cámara. Nos advirtieron que estuviéramos preparadas para que aparecieran las fuerzas del orden en cualquier momento. “Nos reventaron uno en la mañana”, dijo el jefe. Ese día, más temprano, explicó, el ejército mexicano había allanado uno de los laboratorios de su equipo, lo que los había obligado a llevar sus materiales a este lugar improvisado. “Si llegan y nos revientan, ustedes se pueden quedar, nomás se tiran al piso”, nos dijo el cocinero principal. “Nosotros nos tenemos que pelar corriendo”. Luego de ponernos mascarillas de gas, trajes de protección y guantes, entramos a la cocina. En una mesa lateral redonda cerca de la puerta, iluminada por una lámpara fluorescente, había un montón de polvo blanco que, según los hombres, era fentanilo terminado. El montón parecía pesar más de medio kilo, una cantidad probablemente suficiente para más de 200.000 dosis. En la encimera había una variedad de botellas de cerveza Corona a medio tomar y contenedores de metal con químicos. En una bandeja había una pequeña montaña de láminas de cristal que, según nos dijo el cocinero principal, era hidróxido de sodio, ingrediente del fentanilo. Los cárteles mexicanos preparan contenedores con pastillas de fentanilo para enviarlos a EEUU a través de la frontera (Guardia Nacional) Los hombres se inclinaban sobre dos grandes ollas que estaban en quemadores a fuego medio bajo. Dijeron que se encontraban en el primer paso del proceso, activando el principal ingrediente químico que se usa para hacer fentanilo. Solo había una pequeña ventana y un pequeño extractor de plástico para ventilar. Por lo general, los cocineros usan máscaras de gas cuando hacen fentanilo, para protegerse de la exposición tóxica a los químicos. Pero en su prisa por restablecer el proceso luego del operativo militar, solo habían tenido tiempo de conseguir cubrebocas quirúrgicos o de tela, dijeron. Esa fue la razón por la cual el ayudante del cocinero principal había tenido que salir corriendo de la cocina cuando los humos empezaron a impregnar el aire. Volvió, cigarrillo en mano, y le pasó acetona al cocinero principal, otro ingrediente químico para el fentanilo, el cual estaba en la alacena junto a una botella de salsa picante. En una pared cercana colgaba una impresión de La última cena, de Leonardo da Vinci. El cocinero principal había empezado a trabajar para el cártel con 16 años, dijo, cocinando metanfetaminas y luego fentanilo. Mientras aprendía por sí mismo a operar un laboratorio de drogas, permaneció en el colegio y luego estudió medicina oral. El aspirante a dentista nunca llegó a ejercer el oficio. Desde que el fentanilo despegó en Estados Unidos hace unos años, dijo, ha ganado millones de dólares operando varios laboratorios. Dos funcionarios de la embajada de Estados Unidos que monitorean la producción de fentanilo dijeron que estos ingresos concordaban con alguien del nivel del cocinero principal en la organización delictiva. Dijo que se había comprado coches deportivos, casas y ranchos. Su equipo, dijo, adquirió un helicóptero y un avión pequeño. Culpó a los estadounidenses de la epidemia de sobredosis, afirmando que eran los consumidores quienes decidían tomar una droga tan letal. Cuando se le preguntó si la presión de Estados Unidos o de su propio gobierno de México pondría fin al complejo industrial de fentanilo, resopló con escepticismo. “Esto es lo que nos tiene con dinero”, dijo. “El narcotráfico es la principal economía aquí”. Temiendo las redadas de las fuerzas de seguridad, los cárteles mexicanos dicen que están moviendo sus laboratorios con más frecuencia de lo habitual (REUTERS/Jesús Bustamante) Tras ponerse guantes, metió la mano en una cubeta llena de polvo de fentanilo y empezó a masajear tinta azul allí. Dijo que mezclaba el colorante porque este material pronto sería convertido en píldoras y eventualmente puesto a la venta para los consumidores estadounidenses. Su equipo recibe órdenes de traficantes en México, que luego empaquetan la mercancía y la envían al otro lado de la frontera. Tiene el equipo para estampar cada tableta con el diseño que pida el cliente y nos enseñó una pastilla impresa con una corona al estilo del logotipo de Rolex. Movió los dedos con pericia por la cubeta, que ahora tenía drogas azul neón, desprendiendo terrones con la consistencia de masa de hojaldre. El cocinero lo comparó con preparar tortillas de harina. Entonces, su socio apareció en la puerta y le hizo señas, con un ademán de cortar el cuello, para que clausurara la cocina. Integrantes de su equipo habían recibido información de un vigía de que una patrulla del ejército mexicano estaba muy cerca, y tenían que irse. “Nos tenemos que ir”, dijo el cocinero principal, apagando la estufa y dirigiéndose a la salida. “Tenemos que irnos corriendo”. Luego de quitarnos el equipo protector y coger nuestros teléfonos, nosotras también salimos corriendo de la casa. Meridith Kohutcolaboró con reportería desde Culiacán, México. © The New York Times 2024.
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