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» Diario Cordoba
Fecha: 29/12/2024 06:07
El 31 de diciembre de 2019 -ahora están a punto de cumplirse cinco años-, las autoridades chinas notificaron a la OMS un brote de neumonía en la ciudad de Wuhan que acabó convirtiéndose en la pandemia del covid-19. El covid forma parte ya de las enfermedades respiratorias que tienen picos estacionales año tras año, y para las que hay respuesta en forma de vacuna: covid y gripe ya han quedado emparejadas en el calendario vacunal y en la definición de cuáles son los colectivos prioritarios a la hora de inmunizarse. Las sucesivas mutaciones, que han incremento la capacidad de contagio pero no la virulencia de la infección, y los efectos de las sucesivas vacunaciones han normalizado su presencia entre nosotros. Normalización que no debe llevar a la distracción: tanto covid como gripe son y serán enfermedades que año tras año tendrán dimensiones epidémicas y efectos letales en los grupos de población más susceptibles. En estos cinco años, no obstante, hay algo que no ha cambiado para miles de personas que se infectaron en la primera ola de la pandemia, cuando su sistema inmune aún no había sido preparado por las sucesivas vacunaciones. Entre el 10% y el 20% de la población (y esto significaría cerca de dos millones en el conjunto de la población española) mantenía síntomas de covid que perduraban 12 semanas después de que se manifestase la enfermedad. Una parte de ellos, muy difícil de calcular, sigue sufriendo de covid persistente. Una condición, que puede haber sido realimentada por las sucesivas reinfecciones -motivo de más para recordar la conveniencia de las revacunaciones- que agrupa hasta 200 síntomas diferentes. Los pacientes que sufren las consecuencias de un covid persistente pueden manifestar desde síntomas claramente vinculados a la afección respiratoria que sufrieron a problemas de concentración o cansancio que podrían ser atribuidos, y a menudo lo son por los propios enfermos o los profesionales sanitarios que los atienden, a causas muy distintas. El covid persistente, pues, se suma a la nebulosa de males que, careciendo de un diagnóstico clínico claro, reciben a menudo una atención tardía, si es que esta llega. Además, ante la falta de identificación de unos factores evidentes que la causa, solo tiene un posible tratamiento sintomático. Eso sucedió durante años con enfermedades como la fibromialgia o la fatiga crónica. Y como con ellas, ha de insistirse en el reconocimiento de su existencia, algo sin lo que es imposible siquiera plantearse la detección de los casos existentes y su tratamiento, y en la necesidad de seguir investigando sobre cuáles son las causas específicas. Este problema, relativamente extendido, nada tiene que ver con la administración de las vacunas, como sí sucede con los profesionales esenciales que recibieron las primeras dosis de la vacuna de AstraZeneca y desarrollaron distintas formas de trombosis. Ni el irracional movimiento antivacunas puede buscar argumentos en la existencia del covid persistente atribuyéndolo no a la infección sino a la vacunación, ni tampoco puede aferrarse a estos casos, minoritarios entre el vasto colectivo de vacunados. Incluso los efectos secundarios de esta vacuna que fue ya retirada son menores a los de haber podido contar con ella. Poner este problema en su proporción real no puede significar en ningún caso minusvalorar lo que implica para los afectados que siguen requiriendo de atención.
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