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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 29/12/2024 02:43
En la esquina de Gaona y Bahía Blanca, se recuerda a los fusilados el 29 de diciembre de 2001 (Lihue Althabe) Corre la madrugada del 29 de diciembre de 2001 y los diarios que acaban de llegar a los kioscos muestran en sus tapas imágenes de la represión en Plaza de Mayo, donde una multitud se movilizó para protestar por la situación económica, y también informan que la Corte Suprema sostenía la vigencia del “corralito” que aprisionaba los ahorros – y los sueldos – de los argentinos. Hace nueve días que renunció el radical Fernando De la Rúa y en el país los presidentes se reemplazan como si fueran cambios de jugadores en un partido de fútbol. Ahora gobierna el peronista Adolfo Rodríguez Saá, pero sus días también están contados. Recién empieza ese último sábado del diciembre más vertiginoso y caliente del que se tiene memoria cuando los cuatro pibes se sientan a tomar algo – una cerveza, una gaseosa – alrededor de una de las mesas del shop de la estación de servicio de Gaona y Bahía Blanca, en el barrio porteño de Floresta. Tienen entre 23 y 25 años, se llaman Maximiliano Tasca, Cristian Gómez, Adrián Matassa y Enrique Díaz y los une la amistad y la coincidencia de ser hinchas de All Boys, el equipo que está en el corazón del barrio. El playero de la estación de servicio, Pablo, despacha en los surtidores, y dentro del local, Sandra Bravo, atiende a los escasos clientes noctámbulos. En otra mesa está sentado un policía con uniforme de la Federal. Se llama Juan de Dios Velaztiqui, cumple funciones en la Comisaría 43 y está encargado de la seguridad del lugar. La estación de servicio en la que fueron asesinados los tres jóvenes, tiempo después de la Masacre de Floresta Los pibes miran las escenas de las protestas que muestra el televisor, donde el zócalo dice que ya suman 36 los muertos por la sangrienta represión policial de esos días. De pronto, una de las imágenes en la pantalla le arranca un comentario en voz alta a Maximiliano Tasca. Es la de un manifestante que golpea a un policía. El pibe, que ese año se ha recibido de licenciado en Relaciones Internacionales, dice sin dirigirse a nadie en particular: -¡Por fin! Una vez que les toca a ellos… El policía Velaztiqui se levanta de asiento como si en su traste se hubiera activado un resorte, desenfunda la pistola reglamentaria – una Browning 9 milímetros – y grita: -¡Basta! No se conforma con el grito que sale de su boca, sino que también hace vomitar fuego a la de su arma. Primero le dispara a Maximiliano por la espalda; es un tiro a quemarropa, a apenas 40 centímetros del cuerpo, que le entra por la nuca: una ejecución. El pibe muere antes de que su cuerpo quede desparramado en el piso, apoyado sobre su hombro derecho. Otro de los pibes se levanta y se cubre la cara con la mano en un gesto inútil: la bala de punta hueca – una bala ilegal en un arma reglamentaria – le entra por la axila. Es Gómez, que también muere al instante. Matassa es la tercera víctima de la furia de Velaztiqui, que le dispara cuando trata de escapar. Con varias balas en el cuerpo, queda agonizando y morirá horas después en el Hospital Álvarez. Enrique Díaz es el último de los pibes y el único que tiene suerte: corre y alcanza a salir del shop mientras el policía le dispara tratando de matarlo por la espalda hasta vaciar el cargador; las balas rompen los vidrios del lugar, pero no dan en el blanco. Con los tres pibes desparramados en el piso del local, los muertos de diciembre de 2001 suman ahora 39. La Masacre de Floresta acaba de consumarse. El asesinato de los tres vecinos del barrio motivó la construcción de una obra colectiva en la Plaza del Corralón (Lihue Althabe) Montar una escena El suboficial Juan de Dios Velaztiqui no se conforma con matar a sangre fría; también quiere quedar impune. A los 61 años, es un tipo curtido en esas cosas, que después de jubilarse se había reincorporado a la fuerza dieciocho meses antes de aquella noche infame. Su experiencia se remonta a los años de la dictadura cuando, entre otras cosas, condujo la violenta represión durante un partido de fútbol entre Defensores de Belgrano y Nueva Chicago, cuando los hinchas del equipo de Mataderos cantaron la marcha peronista en las tribunas. Hubo decenas de detenidos y Velaztiqui, que por entonces tenía el grado de sargento primero de Caballería se ensañó con ellos. Quedó tan en evidencia que, en el relato de esos hechos, el diario Crónica lo apodó “El Trotador”, porque los obligó a correr con las manos en la nuca hasta la comisaría mientras los hacía golpear con bastones por los hombres a su mando. Juzgado por eso en 1985, terminó absuelto. Ahora, esa madrugada del 29 de diciembre de 2001, pretende nuevamente eludir el castigo por su crimen. Sin vacilar, arrastra, uno tras otro, los cuerpos desde el piso del shop hasta la playa de la estación de servicio. Después consigue un cuchillo Tramontina y lo deja cerca de uno de ellos. No le importan los testigos, ni la mirada entre atónita y aterrada del playero. Tampoco que la encargada del local, Sandra Bravo, le gritara: “¡Hijo de puta! ¡Por qué los mataste si no te hicieron nada!”. Las fotos de los tres asesinados en la esquina del crimen (Lihue Althabe) Nada de eso le importa al asesino Velaztiqui que, con los viejos métodos aprendidos durante la dictadura, pretende hacer pasar su triple crimen como un enfrentamiento. Dirá que, con ese cuchillo Tramontina, los pibes intentaron asaltar la estación de servicio y que lo suyo fue simplemente tratar de evitarlo para cumplir con su deber. Por eso, él mismo se ocupa de llamar a la comisaría y esa es la historia que les cuenta a los policías que llegan al lugar. También la que repetirá, una y otra vez, hasta el cansancio. Mientras tanto, el relato verdadero sobre los asesinatos que perpetró en la estación de servicio corre como un reguero de pólvora por el barrio de Floresta, que amanece en llamas. Los vecinos protestan masivamente frente a la comisaría y como única respuesta reciben una brutal represión. Perpetua para un asesino El juicio contra Velaztiqui comenzó el 25 de febrero de 2003, con los testimonios de los testigos, que fueron desbaratando en sus declaraciones la escena que el policía había pretendido montar para justificar los asesinatos. La primera en contar los hechos fue la cajera del shop, Sandra Bravo, que describió a los chicos como clientes habituales del local de la estación de servicio, donde siempre se habían comportado de manera tranquila y respetuosa. Contó también, en un relato estremecedor, la muerte de Maximiliano. Dijo que cuando recibió el disparo en la nuca “se le movieron los pelitos así (utilizó las manos para graficar la escena) y los ojos parecía que se le estaban saliendo”. Enrique Díaz, el pibe que pudo escapar y fue el único sobreviviente de aquella masacre señaló con el dedo a Velaztiqui cuando el presidente del Tribunal le preguntó si el autor estaba en la sala: “Ese señor”, dijo. También contó que Maximiliano había hecho el comentario en voz alta que provocó la reacción criminal del policía, pero que de ninguna manera había sido una provocación. “Ninguno de nosotros le dirigió la palabra (a Velaztiqui). No lo teníamos presente”, explicó. En el barrio se recuerda a los asesinados en la Masacre de Floresta (Lihue Althabe) Otro testigo, Roberto Rochaix, un aviador e instructor de vuelo que estaba ocasionalmente en la estación de servicio, también desbarató el montaje del policía. “No vi a estos muchachos ni con cuchillos, ni con revólveres, ni con pistolas, ni con ningún elemento contundente”, declaró. Y confirmó el testimonio de la cajera diciendo que Velaztiqui disparó “a quemarropa”. Sentado en el banquillo de los acusados, el policía asesino ocultaba sus emociones detrás de un par de anteojos oscuros. La defensa lo justificó diciendo que había sido operado de cataratas en el 2000 y que sufría de fotofobia. Sin embargo, su cinismo y falta de arrepentimiento quedaron en evidencia cuando se lo escuchó decirle a su defensor, en un tono que sonó amenazante: “Mejor que me saques de ésta”. Con los hechos demostrados, la defensa intentó atenuar la condena del policía – que se negó a declarar durante el juicio - con el argumento que había actuado “bajo una emoción violenta”. Todos los testigos lo desmintieron: “Estaba normal, tranquilo” antes, durante y después de disparar, dijo uno de ellos. Juan de Dios Velaztiqui durante el juicio, detrás de anteojos negros El juicio fue corto y el 10 de marzo el Tribunal Oral en lo Criminal 13 condenó a Velaztiqui a prisión perpetua al considerar probado que el suboficial de la Policía Federal había cometido el triple homicidio con “alevosía”. El defensor oficial Mariano Maciel apeló la sentencia insistiendo en que el condenado había actuado bajo emoción violenta, pero en junio de ese mismo año la Sala IV de Casación -integrada por Amelia Berraz de Vidal, Gustavo Hornos y Ana María de Durañona y Vedia- rechazó los argumentos y confirmó la condena. Los tres jóvenes asesinados en la Masacre de Floresta fueron las tres últimas víctimas fatales del sangriento diciembre argentino de 2001. Su memoria sigue viva en el barrio, donde se los recuerda con murales en Plaza Ciudad de Udine y la Plaza del Corralón, donde los rostros de Maximiliano Tasca, Cristian Gómez y Adrián Matassa están rodeados con los colores de All Boys, el equipo de sus amores.
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