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  • El vicepresidente ¿es una estatua viviente del recinto?

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 22/12/2024 11:44

    Las desaveniencias que actualmente enfrentan al presidente y su vicepresidenta, tornan conveniente recordar algunas cuestiones que hacen al rol que el sistema constitucional depara a tan encumbrado funcionario que preside el Senado de la Nación. A propósito de ello, deber quedar en claro que ese magistrado, únicamente, cumple dos mandatos institucionales —uno de las cuales es eventual— porque el vicepresidente está llamado a presidir la Cámara alta y sustituir al presidente en caso de muerte, destitución, renuncia, ausencia del país y enfermedad o inhabilidad. Da la impresión que a la hora de definir su existencia constitucional los padres fundadores, quienes nada dijeron sobre el origen del instituto, hayan copiado el modelo estadounidense en la suposición que en los gobiernos electivos y especialmente republicanos, la sucesión presidencial debe hacerse recaer en alguna persona que ya desempeñe otra alta nominación. La figura de este magistrado ha merecido diversos calificativos que sobresalen, en algunos casos, por el grado de burla que comportan. Por ejemplo, Calvin Colidge, ex vicepresidente de EE.UU., reseñó que “sus dos tareas principales consistían en escuchar los discursos de los senadores en su calidad de presidente del Senado y, desde luego, preocuparse por la salud del presidente”; el jurista Corwin lo reputó como “peón secundario del presidente”; Sarmiento, expresó en referencia a su vice “que estaba llamado a tocar la campanilla durante las sesiones del Senado”; el vicepresidente de EE.UU. Adams, sostuvo que era el cargo más insignificante que alguna vez ideara la inventiva del hombre o concibiera la imaginación”; se lo calificó, también como “funcionario gris y secundario, afín al rol de cenicienta”; se dijo que “no ejerce poder alguno dentro de nuestro sistema”, y hasta se inspiraron en el para describir la “mala suerte de los tres hermanos”, dos de los cuales vivieron de modo intrascendente y el tercero fue vicepresidente de USA, siendo tan opaco como sus hermanos. Estas descalificaciones, antes que definir su verdadero rol, lo destiñen de antemano, pues pintan la figura de un funcionario cuyo aislamiento político e institucional no puede ser mayor y hasta parece propio de un empleado de menor rango, que casi está de más en la estructura de poder. Sin embargo, es un clásico de la praxis institucional que este exponente político está instalado para responder a situaciones críticas al reemplazar al presidente o desempatar en el Senado Y es aquí, de donde los estudiosos resaltan las complejidades e incomodidades de este funcionario, pues es un hombre o mujer con relevancia propia, con hábito de vida política, de lucha por el poder, que ha participado, de un proceso electoral en el que comparte la adhesión popular con el presidente y no puede pasar sin más a un estado de latencia a la espera de la excepcionalidad de las situaciones que lo coloquen en el primer plano. En esa línea, se ha expresado que el cargo está precedido de incomodidad y, desconfianza, pues una vez instalado en las alturas de la conducción política del país, es impensable que quien reúne los antecedentes vicepresidenciales apague su condición de animal político y se conforme con la intrascendencia, lo que genera la inevitable suspicacia del presidente. Nace así lo que se dio en llamar el ‘drama de los vices. Con toda seguridad, por más que ampliemos el espectro de razones que abona la justificada independencia del vicepresidente de la nación respecto del presidente, el de por sí exacerbado hiperpresidencialismo y la política de facción que impera en cada momento de la historia nacional, seguirán abogando por la necesidad de que este funcionario exprese en sus actos, exclusivamente, la voluntad del Ejecutivo. Entre nosotros, está demostrado que en la generalidad de los casos las prescripciones jurídicas que pueden regularla suelen tropezar con las” necesidades” que advierten los hombres en función de gobierno y a aquéllos, poco o nada suele importarles saltear el derecho. No puede concebirse que, por hallarse en un sitio especial, el vicepresidente no pueda opinar sobre la suerte que le merecen iniciativas que conozca por su calidad política de presidente del Senado, ya que precisamente es la ocupación de esa poltrona la que justifica, sobradamente, que la sociedad sepa cuál es el pensamiento del prominente magistrado. Si lo que se pretende es un cometido maquinal por parte del vicepresidente, limitado al automatismo de dirigir la sesión, antes que un ser humano debiéramos elegir una computadora que cumpliría siempre, de manera menos traumática, esa misión. Por esa razón, se ha expresado que una cosa es que, en los usos constitucionales que se estilan, nuestros vicepresidentes elijan el silencio, pero otra muy distinta, que ese mutismo sea la resultante de una norma que, extraviada en su rumbo, contradice el espíritu de la institución vicepresidencial. Al fin y al cabo, el vicepresidente no es una estatua viviente del recinto senatorial. (*) Constitucionalista.

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