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» El litoral Corrientes
Fecha: 24/11/2024 14:35
Poética Creo que lo que me lleva a escribir es la necesidad de poner palabras a la experiencia, brutal y hermosa, de estar viva. De atreverse a abrir los párpados un poco más sin deslumbrarse. Me resulta casi imposible escindir la escritura de mi propia vida: se ha convertido en una vivencia orgánica que ha configurado mi manera de estar en el mundo, de respirar. Tomando prestadas las palabras del poeta español Antonio Gamoneda, la poesía es un modo de “intensificar la conciencia” y añadiría, de compartir ese fulgor con otros. La escritura poética ha sido mi íntima forma de resistencia. Una forma de viajar hasta aquella niña de ocho años que camino de la escuela encontró un pájaro derribado a pedradas y decirle: “no me acostumbré, su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó. Me siguen doliendo esos pájaros” El proceso creativo continúa siendo un misterio para mí. He intentado establecer rutinas escriturales; pero en lo que se refiere a poesía, cada intento de hacer maderable el bosque ha naufragado. Será porque la escritura poética surge de un exceso, como el ámbar que brota del tronco de algunos árboles y cuya aparición es imposible predecir, y mucho menos, controlar. Un desborde que ha debido resquebrajarnos previamente para poder asomar. Hay gestos cotidianos que pueden ayudar a sintonizar esa música que fermenta en el interior, pero, al menos en mi experiencia, esa disciplina se asemeja a una especie de ofrecimiento, de dejarse decir por otra voz inaudible la mayor parte del tiempo. Nunca escribimos solos, quizás así lo creemos para sostener esa superstición del “artista singular”. Si miramos a los costados y sobre todo abajo, vemos que, a medida que nos acercamos a esa palabra que alumbra, nos acompañan todos los insectos que aplastamos, el perro moribundo en la cuneta, la infancia llorando todavía los pájaros derribados, nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro. El lenguaje poético nos hace desobedientes ante una forma de mirar y nombrar el mundo. Esa desobediencia no tiene que ver necesariamente con la elección de ciertos temas, sino más bien con el lugar en el que nos situamos, desde qué posición hablamos. Y da igual si lo hacemos sobre una taza rota, un diente de leche o un acontecimiento ínfimo. La medida en que un poema nos invite a respirar de otra manera en un sistema que nos asfixia, a resistir para que nuestros párpados no caigan definitivamente de resignación. La poesía es crecientemente incómoda en nuestras sociedades uterinas: requiere detenimiento y este sistema tiene pánico a la lentitud y al silencio; su nota clave es el vértigo, la cultura del zapping y la evanescencia. No queremos saber que la vida es frágil y existe la muerte. A la poesía le pasa lo que a los bosques: cada vez más escasos y por ello, más necesarios para respirar. Una cuestión de resistencia del espíritu humano ante el arrase. Una creciente cuestión de supervivencia. Laura Giordani MUESTRARIO MÍNIMO El rastro de los caracoles subiendo por los pies después de la lluvia no pueden apagar la cruz del sur yerra celeste quemando aún la frente el paso austral de la noche el clamor de las chicharras reverberando en el cráneo como voces de niños en una ciudad abandonada aunque los caracoles hoy avancen sobre cristales rotos no pueden apagarlo. ** A dónde van a morir los pájaros, sus pulmones calcinados de vuelo por qué sumidero celeste o anti-nido se fugan, desde dónde esa caída de estrella discreta como la muerte. Cielo y tierra se tocan porque existen ellos trazando esas líneas invisibles que unen la sangre al relámpago, la garganta a la lluvia, las plegarias de la madre al desastre inminente. Qué ciudad de hormigas reclama su sombra, qué viento se lleva sus huesitos blancos, naufragados en la altura hasta hacerlos transparentes. En qué momento de nuestra ceguera se desploman. ** La savia del poema circula por nervaduras invisibles: en lo sumergido, su fuerza. Enterrar palabras, sepultura sin tregua para decir lo que nunca puede decirse del todo. Luego desenterrarlas, profanar esas tumbas, ver qué hizo el barro con ellas. ** A mi padre El sobretodo azul que pusiste sobre los hombros de la muchacha aquella volvía empapada del interrogatorio temblando la mojaban la picaneaban cada noche la dejaban junto a tu colchón con un llanto parecido al de un cachorro ese gesto a pesar del miedo a pesar del miedo te sacaste el sobretodo azul para abrigarla no poder dejar de darle ese casi todo en medio del sobretodo espanto la dignidad puede resistir azul en apenas dos metros de tela y en esos centímetros que tu mano sorteó en la oscuridad hasta sus hombros sobre todo ** ANAHATA Inclinarse niña adentro [23º 17’] Tu mano pajarito sin peso -ese peso insoportable de lo limpio- entre mis manos: las ahueco hasta la inclinación precisa de nuestra infancia. Mira cuánta sal en los dedos por no haber dicho a tiempo lágrima. Me miro en tus ojos-míos mis ojos-tuyos: agüita de charco recién llovido menta arrancada del corazón. Espacio y tiempo colapsan en nuestro abrazo - trapito tibio para tanta pérdida desde que dejé este patio. Vengo desde nuestro futuro a ahuyentar la nostalgia: malsana arboleda floreciendo adentro jilguero reseco que todavía canta [Verás cómo respiran los eucaliptos del monte sin miedo. Niña que se quedó esperando en un pliegue del miocardio: no más pájaros muertos camino a la escuela en tu garganta la extraña ave que me des-cor-rompe -molécula a molécula- y agujerea con su vuelo este falso cielo. Dame lo intacto el barro primero habla un lenguaje que no sea adquisición: palabras-lepra-de-lo-vivido ajena todavía a esta violencia adulta de nombrar. Canta la canción olvidada su rosado definitivo como cicatriz del vientre o la marca de agua en la fachada de la casa. Tiempo de cerrar los ojos tiempo de escribir con tus manos - atorada de pájaros y pétalos - decir: estoy perdida regreso con la afasia de los recién perdonados. Ya no recuerdo cómo partir el Uno en pronombres. ** La herida es el lugar por donde entra la luz Rumi Sobre agujas, goteros y relojes rotos, avanza descalza, sin herir sus pies. De tan heridos, han florecido con ese rosado escandaloso de la piel nueva cuando asoma. No escucha las advertencias de los pisamundos. Bienaventurada la que revela la belleza de la herida: restaurada —no con oro— sino con la propia saliva. La que puede caminar descalza sin sangrar, su pura indefensión. Bienaventurada la que repara lo que nuestra ceguera destroza: ese desguace sin término de la infancia.
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