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  • Un encuentro con Francisco: fe, humor y compromiso social

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 24/11/2024 04:31

    El papa Francisco La amistad del Santo Padre es uno de los mejores regalos que me hizo la vida, de los que más valoro. Me había invitado a visitarlo el jueves a las tres de la tarde. Yo he perdido mucho la vista, así que concurrí acompañado por mi hija Carmela. El Vaticano siempre conmueve. Caminando entre la paz y el arte de tantos siglos, llegamos a Santa Marta donde nos hicieron ingresar y puntualmente, subimos al segundo piso. En la entrada, Carmela me aporta un comentario: “Si somos creyentes vamos a visitar al más cercano a Dios; para los ateos, al hombre más importante de la humanidad.” Francisco nos recibió de pie, vital y sonriente como siempre, y empezamos a conversar. “Hace demasiado tiempo que no me viene a ver”, me dijo afectuosamente. Yo inicié el diálogo con la pulseada entre el humanismo y el consumismo y le dije: “Santidad, la Iglesia es el eje del humanismo, pero hay toda una corriente atea tan vital como los creyentes en esa causa, en ese enfrentamiento con el consumismo, con esa concepción degradada de la vida donde el hombre transita su devenir cabalgando sobre una tarjeta de crédito”. El consumismo a veces a uno lo lleva puesto, y le comenté que un día en que salí a buscar una camisa y volví a mi casa con un velador, tomé conciencia de la fractura entre la necesidad de consumir y la de los objetos: esa escisión lastima al ser humano y le impone una visión de la vida que lo empequeñece. “Usted llegó a la sabiduría por la fe” mientras que el Pepe Mujica es la otra cara, alguien que arribó a ese lugar desde el ateísmo. “Ayer lo llamé”, me contestó. Yo sé de sobra de la amistad entre ellos. Son dos hombres que iluminan los sueños de una sociedad capitalista con distribución, sin concentración ni esclavitud ni humillación. Aclaro que no pondría jamás mis palabras en su boca. Él escucha. Sin embargo, cuando le dije que la religión es el eje del humanismo, pero no su única visión, señaló que además hay muchas iglesias protestantes positivas, dignas de ser rescatadas y respetadas. Seguimos charlando, nombré a algunos personajes de turno, como Javier Milei, que a mi entender, puede terminar haciéndole más daño al liberalismo que el que el kirchnerismo le hizo al peronismo. Reflexionamos acerca del mundo y sus guerras, del dolor de la humanidad ante tanta incertidumbre. Francisco habla poco. Le gusta que la charla discurra por senderos agradables de la vida. Entonces, le comenté que había ido con mi hija porque Dios me quitó la vista, aunque todavía no la maldad, a lo que me respondió con humor y mucho afecto. Le hablé de la revitalización de la Iglesia en nuestra patria, de la multitud en las peregrinaciones de Salta y de Luján. La fe, hasta el momento, no ha sido derrotada a pesar del intento de degradación del ser humano, ese intento de quitarnos valores esenciales, creencias profundas, pero insistí en la importancia de que los divorciados, como es mi caso, podamos volver a la Iglesia, que la Iglesia no sea sólo un patrimonio de los matrimonios bien avenidos. En ese momento, respondió inmediatamente a lo que percibió como un reclamo injustificado: “¿Acaso lo está recibiendo un monaguillo?”. Confieso que me hizo reír mucho con su salida hilarante. Recordé que la primera vez que una mujer me dio la comunión, sentí que los cambios que Francisco estaba generando eran profundos, como todos los que tienen que ver con la inclusión amplia y sin discriminaciones que plantean los nuevos vínculos, los avances científicos en fertilización, entre otros. Le había llevado un libro de una amiga, se lo entregué comentándole que según esta joven católica militante, la Iglesia argentina es menos abierta que la de algunos otros países del continente. Mencioné también el hecho de que le asignen ser peronista. Se rió, y como nos conocemos desde hace tanto tiempo, desde la época de la Universidad de El Salvador, pude decirle que ante la pregunta de un periodista sobre su filiación política, le había respondido que la del Papa era ser cura, abarcando la diversidad del pensamiento de su grey. Elogió mi definición, que consideró justa. En relación con los sacerdotes en nuestro país, celebré la designación de García Cuerva y le nombré a tres curas con los que suelo dialogar y a quienes valoro por su capacidad para concitar en sus misas el interés de las clases medias y de los jóvenes, en particular, del mismo modo que los Curas villeros y los de Opción por los pobres realizan su obra entre los más humildes. Fue una charla larga, con generosidad ante mi interés por saber cuánto tiempo teníamos por delante. Sonriendo, me respondió: “Todo”, en un acto de confianza en mi sentido común. Sabe que yo sé retirarme a tiempo, a veces, antes de lo que él desearía porque a uno le cuesta entender que para un hombre que carga con la complejidad de su tarea, los viejos amigos debemos jugar el rol de la desconexión con lo cotidiano. Cuando incurrí en el lugar común de preguntarle si iba a volver a la Argentina, me respondió: “No por ahora”. Quedé deslumbrado por su vitalidad y su talento. Un toque de color futbolero: le comenté que una conocida quería enviarle una bombonera vinculada con el pasado de su familia y me contestó: “No soy de la bombonera, soy de San Lorenzo”. Y uno de infancia, previa contextualización: yo fui educado en una sociedad integrada y en la actual los ingresos económicos establecen fracturas. Le conté que algunos que se hicieron ricos dejaron de invitarme a sus cumpleaños, es decir que el enriquecimiento separa a las personas, estamos en una sociedad donde la riqueza divide, como los barrios privados, y agregué que esa división se extiende hasta la relación de la gente con la naturaleza. Le conté entonces, la anécdota de la hijita de una amiga de Carmela que en un campo, al ver a su tía sacando fruta de un limonero, le dijo a su madre: “Mamá, vení a ver dónde cuelga la tía los limones”. Nunca había visto ni imaginado un árbol frutal. El Papa sonrío y celebró ese dato que le aportaba la inocencia a la deshumanización de la sociedad. Es más, me preguntó si podía contarla a su vez. Me referí luego a la generación de los que tienen entre 40 y 50 años, al hecho de que había fracasado igual que la nuestra, pero que yo tenía la suerte de dialogar con jóvenes de alrededor de veinte, apasionados por la política, y que quince de ellos quieren ir a verlo. Algunos son católicos, otros judíos, otros ateos, pero todos lo respetan y les interesaría visitarlo. Me respondió diciéndome: “Usted acuerde porque esos son a los que más me gusta recibir y yo, con gusto, dialogo con ellos.” Y si otras veces hablamos de Marechal o de Borges, en esta ocasión me recordó nuestras lecturas de Liddell Hart, un militar inglés que pensaba sobre la guerra, que en realidad había escrito un libro sobre la aproximación indirecta. Él me había probado una vez cuando Néstor Kirchner se negaba a recibirlo. Me dijo: “¿Su jefe leyó a Liddell Hart?”, y yo le respondí que eran una generación de pragmáticos, que ninguno de ellos había leído nada. “Yo sí leí a Liddel Hart, Cardenal”, fue mi respuesta. En ese momento quería marcar que quizá fuera la última generación de la lectura: “Usted se leyó todo, Julio, recuerdo aquella charla que tuvimos sobre Liddell”. Finalmente, el domingo concurrimos a la Plaza San Pedro a recibir su bendición y nos asombró como siempre la multitud, el silencio, el recogimiento, la relación profunda entre aquella ventanita desde donde nos bendecía y esa enorme cantidad de gente que era como un muestrario de la fe de todas las naciones.

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