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Concordia » 7paginas
Fecha: 23/11/2024 20:21
Los tres nuevos habitantes de la cárcel, presos por delitos de corrupción. Sergio Urribarri comenzó a construir buena parte de su poder político en la última gestión de Jorge Busti, quien lo inventó en la carrera. Siempre tuvo a su lado a su cuñado Juan Pablo Aguilera y desde 2005 es acompañado por Pedro Báez. O sea, los tres habitantes de la cárcel especial asignada en la Unidad Penal número 1 de Paraná, presos por delitos de corrupción. Aquí, parte de esa historia de los inicios. El día que Jorge Busti le ordenó al entonces ministro de Gobierno, Sergio Urribarri, que tomara licencia en el amplio cargo del Poder Ejecutivo no lo hizo por una cuestión antojadiza. En la mano tenía algunas encuestas que indicaban que el candidato oficialista podía crecer en la provincia y el escenario era particularmente favorable con la figura de Néstor Kirchner ya instalado en el poder central. Los vaivenes del concordiense, que primero puso a consideración a su esposa, Cristina Cremer y luego de varios cabildeos optó por la figura de su ministro y una de las cinco personas de mayor confianza de su vida política, de alguna manera conspiraron con el candidato y generaron mucha bronca en el peronismo. Una cosa era ubicarla a Cristina Cremer; otra, muy diferente, nominarlo a Urribarri, a quien casi nadie quería en el justicialismo entrerriano y en particular en Paraná. No le perdonaban varias cosas; entre otras, haber sido el jefe de campaña del puntano Adolfo Rodríguez Saá en las elecciones de 2003 y de un día para el otro haberse transformado en kirchnerista. Fue en febrero de 2006 que Busti llegó hasta el despacho del Ministerio de Gobierno -después de un acto oficial que se hizo en el patio de la Casa gris, bajo la lluvia- y le dijo que se preparara porque iba a ser el candidato del oficialismo. Busti consideró que se había terminado el tiempo para sacar la reforma de la Constitución Provincial y por ende estaba apagado el sueño reeleccionista. La negativa del radicalismo y del Bloque Integración para aprobar la necesidad de la modificación a la Carta Magna entrerriana hizo añicos el deseo oficialista de concretar el cuarto mandato de Busti. Nadie se percató que Urribarri también puso su granito de arena para que no avanzara la reforma, porque entendía que era su tiempo y no estaba dispuesto a desaprovecharlo. No obstante, hasta el último día, trató de demostrar que era el más interesado en lograr esa exigencia del concordiense. Hasta ese momento, Urribarri era considerado “un incondicional” de Busti. Era su mano derecha, su edecán; el que llegaba antes al lugar para hacerle los asados o la buseca, de lo que siempre se jactó; el que no pensaba demasiado, pero ejecutaba como se ordenaba. Había optado por el bajo perfil -pese a que ocupó la presidencia del bloque del PJ en la gestión montielista y era el eslabón clave de todo movimiento bustista de oposición o acercamiento al oficialismo de entonces- y por ende nunca se caracterizó por ser muy carismático. De pocas palabras y escasa formación política, siempre se lo consideró un audaz, un buen “olfateador” y práctico, pero también impiadoso con quienes lo contradecían o cuestionaban. Los más conocedores no dudan en señalar que no debe haber leído más de dos libros en su vida, sencillamente porque no le interesa. Por eso fue que nunca participó de debates profundos. “Habla de la izquierda o la derecha en la política, pero lo hace sin entenderlo. Porque no lo sabe ni le interesó”, acotan. En sus inicios de ministro de Gobierno, en escasos días tildó al diputado provincial Antonio Mainez (Nuevo Espacio-Concordia) de “discapacitado” y que solamente “un aborto de la naturaleza” lo había transformado en legislador; al diputado Fabián Rogel (UCR-Paraná) lo calificó de “muñeco parlante”; sostuvo que el dirigente Juan Carlos Lucio Godoy (Nuevo Espacio-Entre Ríos) era “irresponsable, mentiroso y oportunista” y consideró “un desfachatado” al también legislador Eduardo Solari (UCR-Paraná). Tampoco se privó de fustigarlo al exintendente Sergio Varisco, por su responsabilidad en el accidente donde falleciera la exconcejal Mercedes Lescano. “No puede mirar de frente a nadie. Le ha quedado un trauma amnésico que se le va a pasar cuando lo justicia lo mande preso”, acotó. En el único tema donde siempre se explayó fue cuando hablaba de fútbol, una de sus pasiones. Uno de sus hijos, Bruno, en esos días de 2006 ya era suplente de la primera de Boca Juniors y mucho había tenido que ver su padre. Durante toda la gestión de Urribarri como ministro de Gobierno y a la vez presidente de la Casfeg (la Comisión Administradora para el Fondo Especial de Salto Grande), manejaba una caja importante de dinero sin control, como así también un cupo millonario de gastos reservados de los que nunca rindió cuentas, pese a los planteos de la oposición. Siempre fue una caja negra, con nombramientos, ñoquis y dineros públicos sin rendición de cuentas. Mensualmente iba una partida importante de pesos a las arcas de la Casa Amarilla de Boca Juniors, en tiempos en que Mauricio Macri era presidente de los xeneizes, en concepto de publicidad oficial. Era una forma de “apostar” al hijo pródigo. Pero, a la vez, Urribarri ya había empezado a dar los primeros pasos en el negocio grande del fútbol argentino, a través de algunos representantes amigos que poco a poco se fueron posicionando a su alrededor. Urribarri tenía como principal rival a un ex centrodelantero como Julio Rodolfo Solanas, quien había sumado a Enrique Tomás Cresto -nieto del exgobernador entrerriano del mismo nombre destituido por la dictadura en marzo del ’76- como su compañero de fórmula. El joven abogado fue tentado después del rechazo del exdiputado nacional José Eduardo Laurito, quien prefirió seguir enrolado en el bustismo y como contrapartida logró la oferta para estar en la dupla electoral con Urribarri. Laurito había sido el tercer candidato a diputado nacional en el 2005, detrás de Blanca Osuna y Raúl Patricio Solanas. Busti y el entonces intendente paranaense habían viajado a China acompañando a Néstor Kirchner y allí definieron la lista, con el aval presidencial. Desde la asunción como legislador, Laurito comenzó a trazar un rol muy cercano al Poder Ejecutivo entrerriano: Busti lo hacía participar, cada lunes, de las reuniones de gabinete del gobierno, donde casi siempre había un mismo ausente: Urribarri. En el 2002, había sido uno de los 14 intendentes de la provincia que se enrolaron detrás de Néstor Kirchner. Solanas y Cresto eran la cabeza de la denominada Lista 100, todos dirigentes del peronismo disidente entrerriano, los que habían optado por reivindicar al kirchnerismo pero dieron un paso al costado, molestos con la decisión unilateral de Busti de ponerlo a Urribarri como candidato a gobernador. El elegido oficialista estaba algo preocupado pero no lo demostraba en los hechos. Solanas tenía training de candidato populista y barrial –consecuencia de su trabajo palmo a palmo en los sectores de Paraná que lo hicieron intendente por dos veces- y fue un ídolo futbolístico en la década del ’70, en especial en Patronato. Claro que el techo de Solanas era el propio Solanas. El techo de Urribarri era Busti y el concordiense no había demostrado demasiado énfasis en mostrarlo en toda la provincia, tal vez confiado en su consenso. Pero también era por la actitud personal de Urribarri, de armar su equipo de campaña sin casi nadie del bustismo, lo que era una señal. Busti nunca midió ese plan de distanciamiento. Los elegidos para ello habían sido el publicista Rosario Ignacio Labarba (quien había acompañado a Busti en la campaña del ’86 y fue luego funcionario de su gobierno); el periodista Sergio Fabían Gómez -que provenía de la revista Análisis de Paraná y desde ese momento dejó de ejercer la profesión- y el dirigente Pedro Angel Báez, oriundo de Reconquista (Santa Fe), ex colaborador de Hernán Darío Orduna, técnico de Alimentación y empleado del Senado provincial, después de su paso por el Instituto de la Vivienda. Gómez también había pasado por el IAPV. De hecho, las primeras viviendas que tuvieron ambos fue por otorgamiento de tal organismo y en barrios humildes de Paraná. Labarba y Gómez ya habían trabajado en la campaña de Héctor Maya en el ’99. Los tres cráneos de campaña fueron los que le armaron la estrategia y el discurso a Urribarri para que nadie se diera cuenta del plan de distanciamiento de Busti. “No vengo a desplazar a Busti; es el líder, el dirigente más importante de la historia del peronismo entrerriano y lo será por décadas”, repetía Urribarri. En realidad, los antecedentes en que Busti llevó colgado del saco a un candidato para sucederlo, nunca tuvieron mayor profundidad. No lo hizo con Mario Moine, a quien, si bien lo propuso Busti, la oleada empresarial y “exitosa” instalada por Domingo Cavallo en 1991, apoyada además con figuras como la Carlos Reutemann en Santa Fe, como ejemplo de candidatos, fue preponderante para la llegada al poder del exsupermercadista. Siempre se recuerda que el mismo día en que Moine asumió, Busti le marcó distancia y a la semana ya estaban peleados. Algo parecido sucedió con Héctor Maya, con quien Busti siempre tuvo amores y desamores. Avaló su candidatura en el ‘99, lo ubicó a Faustino Schiavoni de compañero de fórmula, acordó con Augusto Alasino para que fuera el presidente del Consejo Provincial del PJ, pero nada más. A fines del ’99 Maya siguió como senador nacional al igual que Alasino -que en el 2000 quedó pegado y escrachado con las coimas del Senado- y Busti con la banca de diputado nacional, pero casi sin contacto con uno y otro por mucho tiempo. Julio Solanas estaba convencido de que él iba a ser el candidato del kirchnerismo en la provincia, pero el análisis era erróneo. De alguna manera, se dejó llevar por los dichos de algunos hombres de la Casa Rosada, pero no tuvo en cuenta que había otros -quizás demasiados- que no estaban dispuestos a darle el aval, más aún después del esfuerzo de no pocos dirigentes entrerrianos que le recordaron al santacruceño de su pasado como funcionario menemista en ámbitos del Ministerio del Interior. Eso fue determinante para Kirchner. Busti logró insertarse de la mano de su vicegobernador Pedro Guillermo Guastavino, quien se conocía con el ex gobernador sureño y su esposa Cristina Kirchner de tiempos de la militancia en plena dictadura, en La Plata. Pero a poco de iniciado el gobierno kirchnerista, Busti hizo una especie de alianza con los gobernadores José Manuel de la Sota (Córdoba) y Jorge Obeid (Santa Fe), por el acto del 24 de marzo de 2004 y ello provocó un cortocircuito que costó reacomodar. Lo logró con el secuestro y desaparición de la adolescente Fernanda Aguirre, el 25 de julio de 2004, en San Benito, que tuvo una importante repercusión nacional. Kirchner se involucró directamente y a Busti le sirvió. El denominado Caso Fernanda ocupó buena parte del 2004 y algo del 2005 para el gobierno bustista. La opinión pública estaba pendiente de las novedades que podían aparecer y hasta se inventaron estrategias de desvío de la atención, plantando, un determinado sector policial liderado por un conocido comisario, mensajes truchos en otras provincias, con pedidos de SOS que nunca existieron o haciendo aparecer supuestos testigos en cada aniversario mensual del hecho, para mantener en vilo a la población. Fernanda nunca apareció; nunca fue colocada en una red de trata de personas como se quiso imponer desde la Policía y al único testigo del caso, Miguel Angel Lencina, lo llevaron a la muerte, apareciendo colgado de una celda de la Comisaría Quinta de Paraná, después de haber sido torturado sistemáticamente cada madrugada que estuvo detenido. Marcó también la primera desaparición de Sergio Urribarri de la gestión, pese a que era el ministro de Gobierno. O sea, el jefe político directo de la Policía de Entre Ríos. Un poco en broma, un poco en serio, por esos días había una frase concreta en la Casa Gris: “Hay patrullas que la buscan a Fernanda y otras que también están tratando de ver dónde está Urribarri”. El entonces ministro tenía una relación directa con el entonces jefe, comisario general Ernesto Geuna. Le usaba los vehículos oficiales nuevos que se compraban -para asignárselo a sus hijos o al manejo de su esposa, Ana Lía Aguilera- o también utilizaba un importante número de oficiales para hacer política a su manera. Urribarri dio un paso al costado con el tema Fernanda Aguirre para no sufrir ningún tipo de desgaste y toda la tarea de conducción política se la encomendaron al secretario de Seguridad, Justicia y Derechos Humanos, José Carlos Halle, quien había sido ministro de Bienestar Social en el primer gobierno de Busti y optó por renunciar al cargo de juez Correccional de Paraná tras el retorno al poder del concordiense. Desde la asunción de Halle, Urribarri nunca se metió en temas de justicia ni derechos humanos -porque jamás estuvo vinculado a su defensa-, aunque años después, con Cristina Fernández de Presidenta, buscó todo el tiempo aparecer casi a la izquierda de Hebe de Bonafini. Tampoco sabía de su historia de dolor y tragedia durante la dictadura, hasta que se lo aprendió de memoria. Fue tan patética la farsa Urribarri con el tema derechos humanos que una vez participó de un acto en Entre Ríos y habló loas del militante y ex detenido político durante la dictadura, Eduardo Chancho Ayala. Era un encuentro en el marco de la presentación del libro sobre anécdotas en las cárceles de los expresos entrerrianos. Un conocido dirigente se le acercó, lo abrazó y le dijo: “Me alegra lo que dijiste de la Chancha. Es un justo reconocimiento el que le hiciste públicamente”. Urribarri lo miró y le respondió, con una sonrisa algo socarrona: “Te juro que ni lo conozco al vago. Los datos me los pasó Pedro (Báez) y los repetí, boludo”. La única preocupación de Urribarri como ministro era el manejo absoluto de la Policía, de la obra pública y la Casfeg, por lo cual tenía justificativo para viajar casi todo el tiempo a Concordia. Estaba sentado sobre la caja negra del organismo, como así también en los fondos reservados sin control alguno que disponía como ministro. “Tiene obsesión por la plata y por gastar. Tanto él como su mujer”, repetía una de sus colaboradores. Pero desde ese lugar tenía también el control de los movimientos de los opositores y los fustigaba con dureza. Nunca le importó la relación inicial del intendente de Gualeguaychú, Emilio Martínez Garbino o de su sucesor Daniel Irigoyen, con el desconocido Kirchner de los primeros años del 2000 con el que habían entablado relación los referentes de Gualeguaychú, cuando nadie lo había hecho bajar a Entre Ríos. Ni siquiera Guastavino había recuperado esa vinculación setentista por esos tiempos del poder en caída libre del montielismo. Y ello recrudeció cuando los referentes de Concertación Entrerriana marcaron clara distancia del bustismo. Urribarri fue uno de los que orquestó un operativo desgaste de la figura de Irigoyen -fundamentalmente-, cuando se conoció el desvío de tres millones de pesos de la comuna de Gualeguaychú, que el propio intendente acudió a denunciar a la justicia y desplazó al funcionario responsable de Tesorería. Un joven abogado oriundo de Diamante, como Juan Canosa, que luego ocuparía cargos de importancia en las administraciones de Urribarri, prácticamente se instaló por varios días en Gualeguaychú para hacer el trabajo sucio encomendado. Era como que tenía que demostrar que podía hacer lo que se le ordenara, como fiel servidor y el tiempo le daría reconocimiento, dinero y buena vida. El bustiurribarrismo estaba dispuesto al todo o nada para continuar en el poder de la provincia. Y eso incluía destruir a los opositores. Ese polo de contrapoder que se había conformado en Gualeguaychú se fue desgranando poco a poco, al punto de romperse en varios pedazos. El efecto confrontación impuesto por Néstor Kirchner y profundizado luego por Cristina Fernández, también había pasado a ser un arma para Urribarri. No estaba dispuesto a desprovecharlo y quizás era consciente que ese progresismo de centroizquierda del kirchnerismo -que ya empezó a tener su desarrollo en la provincia, aglutinando a fuerzas de izquierda como el PC o del Frente Grande-, iba a terminar jugando a favor del urribarrismo con el correr de los días. Urribarri estaba convencido de ganar las elecciones desdobladas del 18 de marzo de 2007, diez meses antes del cambio de mandato -por una ley de 1934-, lo que nunca había existido en la provincia. Casi no hizo campaña. Desapareció buena parte de ella. Pero cada vez que le ponían un micrófono hablaba de los miles de kilómetros que venía recorriendo. Le alcanzaba con la imagen de Busti, como primer candidato a diputado provincial y la reivindicación a Kirchner. Estaba tranquilo, con demasiado dinero en los bolsillos y pensando cuánto le iba a cambiar la vida transformarse en gobernador de la provincia. “Salud. Por nosotros”, dijo esa noche de domingo, levantando la copa triunfalista. A su alrededor solamente estaba cada uno de los integrantes de su familia. El mensaje era claro. Cada uno de los Urribarri y los Aguilera comenzaban otra vida. Sin límites. Sin importar demasiado. Y con la caja y los bienes del Estado. Y nunca pensaron en un final entre rejas. Por Daniel Enz
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