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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/11/2024 00:52
"Las obreras que voltearon al zar", una historia poco conocida del levantamiento que abrió el camino de la revolución rusa. Me encontré con esta historia en diagonal porque todas las historias de la revolución Rusa hablan de la Revolución de Octubre. Cuanto más, la de febrero es apenas una hermana menor, un ensayo un poco desprolijo. Aunque haya terminado con siglos de zarismo. Pero empecemos por el principio. Para el pueblo ruso el zarismo era tan inmemorial y eterno como las cúpulas acebolladas de las iglesias ortodoxas, como la interminable estepa, como los frágiles abedules que resisten las tormentas de nieve, como la obediencia a los caprichos de los popes. Como el amor al padrecito Zar. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial hizo temblar esas certezas que parecían inmutables. El 8 de marzo de 1917 (febrero para el calendario gregoriano), las obreras textiles que participaban del acto por el Día de la Mujer Trabajadora en Viborg, la barriada de las grandes fábricas y la clase obrera de Petrogrado, reclamaron una huelga general. Hartas de la guerra que se había llevado a sus hombres, hartas del hambre, hartas de las jornadas interminables de trabajo. La máxima autoridad de la jornada, el metalúrgico bolchevique Vasily Kaiurov, trató de disuadirlas. Era prematuro, había que preparar la huelga general para el 1° de Mayo, una derrota sería difícil de revertir. El murmullo impacientó a Kaiurov, que con cierto fastidio, como él mismo contaría después, les pidió más disciplina. Eran emocionales, impulsivas… y despolitizadas, les dijo. Mujeres rusas, armadas. Hace años me crucé con un libro, Midwives of the Revolution, en el que las feministas inglesas Jane McDermid y Anna Hillyar, se dedicaban por entero a esos días ardientes. Ellas me enteraron de que las chicas no contestaron nada. Pero que cuando volvieron a las fábricas votaron la huelga general y salieron a buscar a las trabajadoras y los trabajadores de las otras fábricas para que se sumaran. Horas después, decenas de miles avanzaban al grito de “pan y arenques”, la comida de los pobres. En esa Revolución de Febrero, a la que muchos reputan de espontánea, las mujeres fueron labrando una articulación exquisita, probablemente planeada con las bolcheviques que desde el comienzo de la guerra las buscaban en las puertas de fábrica, decididas a sumarlas a las filas revolucionarias. Es una historia maravillosa que se ha contado poco, que debe ser rearmada por crónicas y testimonios dispersos. Aunque las obreras textiles en febrero no solo se impusieron a las vacilaciones dela jefatura bolchevique de Petrogrado. También tenían armados destacamentos de muchachas capaces ir fábrica por fábrica hasta levantar a sus pares. Olga Viglieca en la presentación de "Las obreras que voltearon al zar" en la Feria del Libro de Buenos Aires. Ellas pudieron controlar el transporte público: desde que los hombres habían sido enviados al frente, las mujeres estaban autorizadas a manejar los tranvías. Entonces las conductoras pudieron reordenar los recorridos para que solo fuera posible dirigirse al centro del poder político y no a la inversa. Lo más apabullante fue que en los meses previos se habían ganado la confianza de los soldados de los regimientos que debían proteger a Nicolás Romanov. Al punto que cuando el zar ordenó a las guarniciones acantonadas en Petrogrado que reprimieran las movilizaciones, ellos bajaron las armas. Ni siquiera los cosacos, conocidos por su crueldad, aceptaron disparar contra las que les decían: mi hijo está en el frente, mi padre está en el frente, únete a nosotras. Para entonces, al pan y arenques se había sumado la exigencia de la Paz. Y al día siguiente, la multitud vibró con el grito más osado: “Abajo la autocracia”. "Las obreras que voltearon al zar", un libro electrónico. Abandonado por el ejército, Nicolás, emperador y autócrata, el vigésimo Romanov que ocupaba el trono de todas las Rusias, abdicó. Lo más improbable había ocurrido: una revolución impulsada por mujeres había derrocado al zarismo, y amanecía en el país más atrasado de Asia. Cuando los hombres fueron movilizados por la guerra, las prohibiciones que excluían a las mujeres de muchos oficios debieron ser anuladas para que pudieran reemplazarlos. Muchas aprendieron a leer y escribir. Hacia 1917, eran la mitad de la clase obrera pero seguían siendo mujeres: después de trabajar mil horas tenían que ir de cola en cola tratando de conseguir comida para los viejos y para los niños. Fue allí, en esas colas interminables a 15 grado bajo cero, dice un cronista de la época, que las mujeres “comenzaron a insultar a dios y al zar, pero más al zar”. Y la evolución fue meteórica hasta lograr la extraordinaria síntesis: “Abajo la guerra: paz, pan y tierra”. Creo que escribí Las obreras que voltearon al zar para compartir un asombro. El de que todas las revoluciones contemporáneas empiezan por la furia y el hastío de las mujeres ante lo más intolerable: el hambre de los hijos. Ese hilo conductor une a las eslavas analfabetas con la docente que, trepada a un colectivo, calcula si podrá pagar el alquiler. Sentimientos oscuros que iluminan cuando estalla.
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