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Parana » ER 24
Fecha: 22/11/2024 04:30
El proceso penal como sofisticación de las guillotinas En la historia de la humanidad, la guillotina fue un símbolo de poder, control y miedo. Era un instrumento que no solo cortaba cabezas, sino que también establecía un ejemplo para los demás. Hoy, aunque vivimos en sociedades que se autoproclaman civilizadas, el proceso penal ha evolucionado para cumplir esa misma función, pero con una apariencia de legitimidad y justicia. Sin embargo, bajo esa fachada, las garantías constitucionales se han convertido en letra muerta, y el proceso penal se ha transformado en una sofisticada versión de la guillotina, destinada a someter a la sociedad bajo el yugo del miedo y la ejemplificación. Un proceso sin verdad ni justicia En teoría, el proceso penal está diseñado para buscar la verdad, garantizar los derechos de los acusados y brindar justicia a las víctimas. Pero en la práctica, especialmente en contextos politizados como el de Entre Ríos, el sistema judicial parece tener un objetivo más oscuro: el castigo por el castigo mismo. No importa si se llega a la verdad; lo que importa es tener un condenado. El «espectáculo» de un proceso penal ejemplificador no busca justicia, sino el control social a través del miedo. El caso de Sergio Urribarri, exgobernador de Entre Ríos, ilustra este fenómeno. Acusado en múltiples causas de corrupción, su figura se ha convertido en un campo de batalla entre quienes claman por justicia y aquellos que buscan proteger los intereses de los poderosos que aún sostienen el sistema corrupto que lo benefició durante años. Sin embargo, lo irónico es que las causas más fuertes —las que podrían desentrañar décadas de prácticas corruptas— no avanzan, porque tocan intereses profundamente enraizados en la «patria contratista» y en figuras como Rodríguez Signes, actual fiscal de Estado. Las causas que sí prosperan suelen ser las de menor impacto estructural, pero son las suficientes para ofrecer una «cabeza» al público. El miedo como herramienta de control Los procesos penales se han convertido en herramientas de control político y social. Los fallos no buscan resolver conflictos ni sentar precedentes justos; buscan ejemplificar. Este mecanismo utiliza el miedo —el miedo a ser acusado, juzgado y condenado— para disciplinar a la sociedad. El ciudadano común, frente al espectáculo de un juicio público, aprende que nadie está a salvo, que el poder del Estado puede ser implacable y que las garantías constitucionales son un ideal vacío. La lógica es clara: si se pueden fabricar culpables o mantener a figuras como Urribarri bajo un sistema que los exhibe como trofeos, ¿qué esperanza tienen los ciudadanos comunes? ¿Cómo confiar en un sistema que parece más interesado en alimentar su propia maquinaria que en respetar los derechos básicos? La guillotina moderna: condenar, no investigar La metáfora de la guillotina moderna cobra especial sentido en este contexto. Como en la Revolución Francesa, no interesa tanto la verdad de los actos ni las circunstancias que los rodean; lo importante es la ejecución, el acto público que demuestra que el poder sigue vigente. En este sistema, no se busca justicia, sino resultados inmediatos: un condenado que simbolice el triunfo del sistema judicial, aunque ese triunfo sea solo aparente. En Entre Ríos, el proceso penal no avanza en los grandes casos de corrupción que involucrarían a redes enteras de poder político y económico. Las causas se fragmentan, se diluyen o se archivan, y las garantías constitucionales quedan relegadas a un segundo plano. Mientras tanto, el ciudadano es testigo de procesos que se sienten más como espectáculos que como herramientas de justicia, donde las condenas parecen responder más a necesidades políticas que a verdades comprobadas. Un sistema que perpetúa el ciclo La guillotina sofisticada del proceso penal no solo corta cabezas; también perpetúa un sistema de impunidad estructural. Al concentrarse en figuras visibles pero dejando intactas las estructuras de poder, el sistema judicial refuerza el statu quo. Esto explica por qué las causas verdaderamente relevantes —aquellas que podrían desmantelar redes de corrupción sistémicas— no prosperan. La verdad y la justicia no son el objetivo; lo son la ejemplificación y la perpetuación del poder. En definitiva, el proceso penal, tal como se aplica en casos politizados y de alto perfil, es una herramienta que combina la apariencia de justicia con la brutalidad del control social. Se ha convertido en una guillotina moderna, que no persigue la verdad, sino el poder. Y, como en el pasado, quienes manejan la guillotina lo hacen para proteger sus propios intereses, mientras que los ciudadanos quedan atrapados en un sistema que se sostiene en el miedo y la desigualdad.
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