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  • Charly y la fábrica de hacer enanos

    Gualeguaychu » El Dia

    Fecha: 16/11/2024 23:37

    Algo que quizás muchos desconozcan es que enano no se nace, se hace. No es azaroso ni casual, sino más bien sistemático y elaborado. El cómo y para qué, es algo que intentaremos dilucidar en este texto. Fue un inglés, Jonathan Swift, quien nos hizo vislumbrar la posibilidad de que todo sea una cuestión de perspectiva a través de los dos más famosos viajes de su creación literaria llamada Los viajes de Gulliver. Como se recordará, el accidentado navegante llegó en un primer momento a Lilliput, un país en el que todos eran diminutos seres desde la óptica del recién llegado. Enanos que se asombraban ante el poderío y la inteligencia de este semidiós arrojado a sus plácidas playas por el destino; Gulliver era aquello que les permitiría vencer a sus eternos enemigos, aun a costa de recordarles lo atrasados que estaban: casi medievales ante un ejemplar salido de la modernidad naciente. Sin pensarlo, asumieron su condición de enanos y se sometieron voluntariamente a los designios del gigante; aunque más tarde quisieran arrancarle los ojos. Pero esa es otra historia. En su segundo viaje, Gulliver se encontró de repente en otro país (Brobdingnag), un sitio poblado por gigantes, en donde –vaya paradoja– el enano podría haber sido él. Lo que, sabemos, no sucedió; es decir, no actuó como el enano que se supondría era debido a la diferencia de tamaño, sino que, una vez más, su inteligencia y vivencias previas le permitieron sobreponerse a la desdicha. Esta historia, un verdadero éxito editorial desde su nacimiento allá por 1726, no es ingenua, ni mucho menos inocente como se intentó desvirtuar si no, como aseguran algunos entendidos, una crítica implacable a la sociedad inglesa de ese entonces, quizás con ambiciones no muy distintas de las sociedades capitalistas que dominaron el siglo XX. Y el XXI, claro. Para ser gigante, entonces, solo hace falta fabricar enanos. Eso lo sabían –o lo intuían al menos– ya los conquistadores romanos cuyo accionar se dividía en dos tiempos; uno de sangre y muerte y un segundo de sometimiento. Este último, el más importante, consistía en el reemplazo gradual de la cultura de los pueblos conquistados por la suya propia. Imponían las leyes, los dioses y, fundamentalmente, la lengua. Los españoles que diezmaron nuestra América traían en sus barcos, junto a las espadas y los arcabuces, la Biblia y la lengua de Castilla. Traían su bagaje de dioses y de letras, de costumbres “civilizatorias” y de ritos. Alguien dijo alguna vez que un dialecto es solo una lengua que no tuvo suerte; esa quizás fuera la mala suerte del quichua y el mapuche, el guaraní y el mataco. Hoy, la conquista continúa. El eufemismo que lo identifica es el de globalización. La aldea global. El sitio que es todos los sitios, como una siniestra deformación del Aleph que relatara Borges. Una lengua única, una cultura única. La cultura del gigante, naturalmente. Esa que hace vestir de jeans a los paisanos de Atamisqui y festejar Halloween en las polvorientas callejas de Tilcara, nos muestra las miserias del mundo online y revisar nuestra historia en e-books. Sin embargo, pudo ser una gran victoria –minimizada hasta el olvido por los “derrotados”– que reapareciera la letra “ñ” en los teclados de las computadoras; una simple letra que es la identificación de la que hoy es nuestra lengua. Nada menos. Pero no fue una gran derrota sino más bien una negociación económica que permitió vender millones de teclados para los hispanohablantes que de ese modo accedían a un mundo virtual dominado por el inglés. Hay quienes ven como una pequeña venganza la gran inmigración latina al gigante del norte (residencia oficial de Charly) pero olvidan que esos inmigrantes a cambio de comprar el sueño americano vendieron su lengua y su pasado. Hablan “Spanglish”, un híbrido que, como el minotauro de Creta nació, al decir de Julio Cortázar, del amor y del deseo. Una victoria a lo Pirro, diría yo. Custodiar nuestra lengua es velar por nuestra esencia; somos habitantes de una lengua, perderla es condenarnos al destierro. Somos lo que hablamos, y en nuestro hablar se encuentra nuestra historia, nuestro pasado, costumbres, tradiciones, mitos y certezas; al hablar exhibimos, como una huella digital, nuestra genealogía y nuestro origen, aunque también los ocultos anhelos de sellar el mefistofélico pacto que pueda convertirnos –a sabiendas o no– en enanos.

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