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Concordia » El Heraldo
Fecha: 16/11/2024 20:42
En 1997 el cineasta y director de ópera Werner Herzog fue convocado a Tokio para dirigir la ópera “Chusingura” del compositor Saegusa Shigeaki. Esta es una obra, basada en la historia real de venganza de cuarenta y siete ronin que, en 1702, asesinaron al que había matado a un señor feudal masacrando también a veintiocho de sus vasallos, suicidándose con posterioridad. En esa oportunidad, Herzog desatiende una invitación a una audiencia privada del emperador para conocer a Hiroo Onoda, incorrección que sorprendió a los atildados y ceremoniosos nipones. Hiroo Onoda era un teniente japonés que a fines del año 1944 recibe la misión precisa y secreta de quedarse a defender la isla de Lubang (que en esos años estaba ocupado por Japón y actualmente pertenece a Filipinas). La isla de Lúbang es la mayor de un archipiélago conformado por siete islas al Oeste de la isla de Mindoro, a 150 kilómetros al Oeste de Manila, la capital de Filipinas. La ocupación de esa isla como de otros territorios por parte del imperio japonés se había producido a partir de la década de 1930, con una política estatal de fortalecimiento de la militarización y prerrogativas del emperador. El gobierno retomaba la idea imperial de consolidar los valores tradicionales de la cultura japonesa con un concepto de superioridad cultural y una impronta expansionista, en resguardo de su integridad nacional frente a lo que se consideraba como progresivo avance de ideas occidentales. Esa política imprimía a los miembros de las fuerzas armadas, en particular, un espíritu de obediencia ciega y absoluta que, en caso de desconocimiento era reprimida con severidad. La misión que le fuera encomendada a Onoda era proteger la isla hasta que retornasen las huestes del ejército japonés y evitar, por lo tanto, que sea ocupada por el enemigo. Inicialmente el teniente tenía a cargo a cuatro soldados con preparación en estrategia de guerrillas que comprendía mimetizarse con el ambiente y ser lo más invisible posible al enemigo. Pero ninguno de los cinco había vivido en la selva. A partir de esa directiva Onoda tuvo que mantenerse en condiciones absolutamente inhóspitas, con abundantes municiones, pero sin garantía de alimentos en una comisión extremadamente difícil, lo que se transforma en una lucha indómita por sobrevivir. Recorre la naturaleza de una isla con cerros rocosos, llanuras extensas, cuevas donde podían resguardarse de las persistentes lluvias, playas de abundante arena, pero donde se evidenciaban expuestos al enemigo. Una naturaleza que con el tiempo se entiende inhospitalaria. El tiempo va pasando, las dificultades se suceden, deben hervir el agua antes de consumirla para matar las bacterias, soportar el calor y la humedad constante. Todo es un permanente desafío en medio de la incomunicación. En ese transcurrir, que en realidad llega hasta 1974, el teniente Onoda queda solo por la muerte de sus compañeros y los intentos de los ejércitos estadounidense y filipinos por comunicarse con él son infructuosos. Onoda desconfía de todo, encontrando emboscadas detrás de cualquier intento de comunicación y los parlantes y los comunicados que se le arrojan desde los aviones para informarle del fin de la guerra son ignorados por él. Cuando finalmente Onoda es convencido y rescatado, su retorno a la civilización después de treinta años no solo es un problema para las autoridades que no le encuentran una ubicación para reinsertarlo en la sociedad, sino también para el propio Onoda al que se le revela luego de esos largos años de lucha absurda, pero épica –para él-, dando la vida por la patria, que “la nación ha perdido el alma” al ver el consumismo desenfrenado como estilo de vida; descubre que inopinadamente la selva más que un castigo ha sido un refugio. Onoda desoye el pedido del emperador de recibirlo y opta por encontrarse con los familiares de sus camaradas caídos y luego se traslada a Brasil, adonde había emigrado su hermano Tadao. Allí se puso a talar el Pau brasilero en el Mato Grosso. Algunos meses del año reside en Japón donde dicta cursos de supervivencia a escolares durante los campamentos de verano en una academia privada que crea a tal fin, la Onoda´s Nature School. Herzog conoce a Onoda y se establece a partir de allí una relación que se perfecciona en una serie de reuniones, en las cuales Herzog va tomando nota de la historia del teniente japonés para finalmente basarse en esos relatos y elaborar una ficción, “El crepúsculo del mundo”. En el libro relatado con la misma intensidad y admiración por los hombres que desafían la inmensidad, naturaleza, la adversidad y la historia, Herzog aborda el valor del honor y el compromiso. La novela es muy humana y profunda. La prosa es atrapante y no le va en saga a ninguna de las películas de Herzog. El autor narra de a ratos, con un sutil lenguaje poético, no solo la soledad de Onoda frente a la naturaleza indisciplinada y el transcurrir del tiempo, sino también su retorno y su posición frente a la sociedad. Cuenta, la decisión de Onoda de donar el salario de los veintiocho años que estuvo en la isla al Santuario de Yasukuni, donde se encuentran, desde mediados del siglo XIX, los restos de los dos millones y medio de personas que han dado la vida por la patria. Y como el Carlo Zuccotti del cuento de Montalbano, su nombre figuraba en el Santuario desde 1959, cuando lo habían declarado oficialmente muerto después de un tiempo sin dar señales de vida. En 2021, Arthur Harari, guionista y actor de “Anatomía de una caída” (2023) de Justine Triet llevó a la pantalla la historia de Onoda en una película homónima en una transcripción muy respetuosa de los hechos históricos. Hiroo Onoda murió a los noventa y un años pensando como lo afirma Herzog en la novela que atendiendo en lo que se ha ido transformando el mundo en los últimos años, “la verdad es que la guerra no ha terminado, lo que pasa es que ha cambiado el escenario”.
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