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» El Ciudadano
Fecha: 12/11/2024 23:02
Juan Aguzzi Un epígrafe del cocinero mediático y escritor norteamericano Anthony Bourdain abre la novela corta Lucía en la puerta vaivén (UNR editora, 2023), de Verónica Laurino. Dice que entrar en una cocina es como entrar al ejército, hay que estar dispuesto a dar órdenes o a cumplirlas, de lo contrario, hay que quitarse del medio. Es la cocinera Lucía quien, justamente, estará en el medio de todo lo que en una cocina ocurra, y no se tratará solamente de hacer visible los recursos o herramientas de ese arte, del cuadro vivo de un plato, de la luz nueva surgida de una mezcla de especias, de las invocaciones para encontrar el punto irrevocable, sino de algo más terrible, invasivo, penetrante que va a subvertir emocionalmente a la protagonista. Ya no la sangre derramada de los animales para luego consumir como piezas culinarias esplendorosas, sino la humana, esa que deambula y se extravía sobre la superficie de un piso salpicado de otras sangres, de aroma tan peculiar y soltada por alguien al que se conoce bien, y provocada por otro al que se conoce más y se quiere. Así Lucía, apenas iniciada la novela, ensayará los gestos de la estupefacción ante el crimen que ha tenido lugar ante sus ojos para luego contar de Gastón, el chef que empuñó el cuchillo y fue su maestro en la cocina; de su habilidad en despellejar vertebrados adquirida en una escuela francesa, de sus sugerencias y advertencias, aunque ahora esa experticia se haga explícita en el cuerpo apuñalado de Braulio, dueño del restaurant donde tiene lugar esa escena inaugural. Dividida en pequeños capítulos perfectamente construidos, casi como viñetas de frases cinceladas con precisión, hay en esta novela un ir y venir de la protagonista, Lucía, desde su presente en algún punto desgarrador –fue testigo involuntaria de un crimen, deberá ayudar al asesino, que es su amigo– a su pasado en un pueblo de provincia: su relación con su madre y hermana, su llegada a la gran ciudad, su aprendizaje culinario, su obstinación por comulgar con las bondades del arte del sabor según predicaba Gastón. Al mismo tiempo, irá enhebrando pensamientos sobre mutaciones existenciales, sobre la dimensión que adquieren las relaciones en el universo de la gastronomía, sobre el encierro y la soledad, sobre los conjuros que se intentan para sufrir menos, sobre qué cara poner cuando se siente que el destino jugó una mala pasada y el pequeño dios que puede dar una mano está solo dentro de uno, es decir, hay en Lucía en la puerta vaivén reflexión y acontecimiento sobre ese campo de batalla que es su relación con la cocina –podría leerse “vida” y a nadie asombraría–, con todo su potencial de ingenio y habilidad, pero también de proyección temible: cuchillos de todo tipo y tamaño, palos, fuego, todo lo necesario para luego servir en bandeja, ¿qué, un cadáver?, justamente eso es lo que ha venido a perjudicarla cuando en ese ámbito ella comenzaba a vivenciar sus formidables artificios. Para Lucía la realidad es polimorfa, tanto como aromas y olores hay en cualquier cocina, tanto como una combinación de ingredientes contiene un poder transformador; esa realidad tiene peso y dureza en un presente intenso de mucha zozobra, donde no es el porqué del crimen consumado lo que la tiene en vilo, sino todo lo que ese disparador ha despertado en ella, donde conviven el clima seductor de su trabajo y la nostalgia de aquel pasado junto a su familia, en un presente donde se van abriendo puertas a ocultas sensibilidades. En su cuidado armado de cada capítulo, Laurino cede a la tentación de una escritura casi ceremonial, donde se exaltan las correspondencias múltiples de ingredientes o de recetas acabadas –“Dulce de cayote”, “Finas hierbas”, “Frutos secos” se llaman algunos de esos capítulos– para entender el sentido –también su misterio, ¿por qué no?– en ese recinto al que se ofrenda y que pasó a ser parte de su identidad. ¿Es Lucía en la puerta vaivén una novela de sesgo policial?, tranquilamente puede afirmarse que ni por asomo; sin embargo, tiene en su proceso de conformación cierto suspenso que se desplaza en virtud de los factores –humanos y de circunstancias– que están en juego, porque, aunque hay un asesino, una condena –el abogado que se mastica las “s”, los oprobios del penal, la impotencia de Lucía para que Gastón no sufra tanto definen el contexto posterior al crimen–, quién es cada uno de los que merodean por su vida, es sobre todo la identificación con las operaciones de pensamiento de la protagonista lo que define la necesidad de ir hasta el final, porque siempre hay una intriga que subyace –qué pasará con el condenado, qué pasará con ella frente a esa condena–, que persiste en la experiencia de Lucía, en su memoria y balance de los hechos en los que está envuelta, en las fuerzas en pugna mientras ella va percibiendo quién es. Y el lector también querrá saberlo. Con un estilo sobrio y casi escénico y preocupada por la reverberancia de la palabra, Laurino abona en Lucía en la puerta vaivén una de las características de toda experiencia literaria, sino una de las principales, el deseo de expresar la vida a partir del valor simbólico de una parte, de la jerarquía que establece para esa experiencia reflejada y de qué lugar ocupa en ella, que en su deriva será siempre más amplia que esa misma realidad. Es, se diría, la vida misma. LA DATA Verónica Laurino es narradora y poeta. Publicó los libros de poesía 25 malestares y algunos placeres (Ciudad Gótica, 2006); Ruta 11 (Vox, 2007); Comida china en coautoría con Carlos Descarga (Alción, 2009); las novelas Vergüenza, en coautoría con Tomás Boasso (Sigmar, 2011); Sanguíneo, en coautoría con Fernando Marquínez (Baltasara, 2014), y los libros para niños Paren de pisar a ese gato (Libros Silvestres, 2016); Alimañas en la casa nueva (Libros silvestres, 2019); Mula (Ciudad Gótica, 2019), y El círculo naranja (Editorial Mburucuyá).
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