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» Diario Cordoba
Fecha: 02/11/2024 07:13
Sin techo ni esperanza en el Balcón del Guadalquivir Según los últimos datos de la Red Cohabita, en Córdoba hay más de 300 personas sin techo, de las cuales más de un centenar no cuentan con la posibilidad de dormir resguardadas. La llegada del otoño y con él las lluvias, y con unas temperaturas cada vez más bajas, hacen aún más difícil la situación de quienes carecen de ayudas tanto familiares como institucionales. Para ellos, cada día es una auténtica batalla mental. En improvisados refugios, dos personas tratan de subsistir en el Balcón del Guadalquivir, concretamente junto al puente de El Arenal. Sus testimonios son los de dos hombres que hace no tanto tiempo tenían una vida como la de cualquier otro ciudadano y a las que la crisis y el infortunio han colocado en una posición de extrema vulnerabilidad. Sus ojos reflejan soledad e incertidumbre frente a un futuro en el que han perdido buena parte de la esperanza. Sin embargo, se resisten a rendirse, haciendo de cada día una batalla más que ganar. «Llevo trabajando en España más de 20 años, es duro estar así». Son las 14.00 horas y Abdelali Alami aparece al fondo del Balcón del Guadalquivir. Viene del refugio de Prolibertas, donde ha pasado la mañana resguardándose de la lluvia. Lleva una bolsa con algo de comida y rechaza con amabilidad cualquier ayuda con un leve gesto de mano. Al llegar a la puerta, se lleva las manos al bolsillo y saca unas llaves con las que abre la casa en la que vive: una jaula situada bajo el puente de El Arenal. Alami vive, literalmente, debajo de un puente. Con la hospitalidad propia de los marroquíes nos invita a pasar. Camina con gesto sereno y antes de la primera pregunta afirma: «Solo quiero trabajar y estar tranquilo». Se desliza entre los cartones y cacerolas que pueblan el suelo y que evitan que todo esté encharcado por las goteras. Su refugio no cuenta con más de dos metros de ancho entre las vallas que serpentean uno de los pilares de la construcción. En el extremo izquierdo cuenta con una improvisada cama, un par de mesas y dos sillas de plástico. Algunas de las pertenencias de Alami, en su refugio. / Víctor Castro Alami, de 57 años, fue gendarme en Ifrane, una localidad del Atlas. «Ganaba muy poco, así que en 1999 me mudé a Francia», dice. Un año más tarde llegó a España, donde ha trabajado «de todo». Es en ese momento en el que echa mano por primera vez a su carpeta, que localiza con habilidad entre las latas de comida y bolsas que pueblan una de las mesas. Muestra su currículum orgulloso: mozo de almacén en Bilbao, operario en Tolosa, guardia de seguridad en Marbella… «Llevo 20 años trabajando y he acabado así», resume. «Me he mudado muchas veces, pero siempre buscando empleo, pagaba mi habitación y era una persona normal», cuenta. Sin embargo, todo se torció en 2020. Durante la pandemia fue despedido de su empleo en Bilbao, «luego llegó la crisis, la guerra… ha sido imposible todo», resume. Subsistía con el Ingreso Mínimo Vital (IMV) pero, consciente de su situación, en septiembre de este año decidió viajar al sur «para estar más cerca de mi familia», explica. A Córdoba llegó sin trabajo. Ahogado por las deudas, le bloquearon las tarjetas y un error en el proceso le impidió empadronarse en su nueva ciudad. «Ahora no tengo ningún ingreso», resume con la mirada vacía. «Me he mudado muchas veces, siempre buscando empleo; antes pagaba mi habitación y era una persona normal» Alami se levanta y vuelve a su carpeta. Enseña las solicitudes de ayudas y el certificado de residencia, entre otros documentos. «Tengo cita el 11 de noviembre y mi abogado me está ayudando para que esta vez me empadronen correctamente y no tenga los problemas que tuve hace unos meses», afirma. Su gesto, siempre serio, deja entrever una cautela que le lleva a afirmar por enésima vez que no sabe «qué va a pasar, solo quiero estar tranquilo y trabajar». Una jaula bajo el puente Tras llegar a Córdoba, encontró su acomodo en una seudo jaula. «No está del todo mal», afirma. «Aquí tengo mi espacio y sé que no me van a robar», prosigue. Mientras, se oyen los coches pasar sobre su cabeza pero, ante la obvia pregunta, asegura poder dormir «sin problemas». Respecto a las goteras, presentes en todo el espacio, explica que ha puesto «cubos y así lo he solucionado, mientras no haya agua en mi cama, me basta». Para Alami, lo peor es «cuando los chicos hacen botellón; hacen mucho ruido», subraya. Su día a día se basa en ir al albergue de Prolibertas por las mañanas, donde se ducha y come. Después, regresa a su refugio para pasar la tarde completamente solo. Mientras incide en señalar que se encuentra bien y no echa de menos la compañía, busca cualquier excusa para charlar unos minutos más. Enseña con orgullo las fotos de su nieta, nacida hace un año, «qué guapa es», dice mientras se dibuja por primera vez una sonrisa en su rostro. También admite sufrir problemas de salud, especialmente en el estómago. «Me operaron hace unos años, pero necesito seguir cuidándome», asegura. Tantas horas sin compañía le hacen «pensar, pensar, pensar», por lo que su viejo transistor es su mejor amigo. Antes de irnos admite estar «física y mentalmente a cero» y nos invita a vernos cuando tenga un empleo y «no viva aquí». Le damos la mano. Trato hecho, Alami. Suscríbete para seguir leyendo
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