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  • Entre Ríos, Argentina

  • El tesoro de Salta y Lamadrid

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 26/10/2024 23:17

    Un rancho de barro y esqueleto de madera dura, probablemente quebracho colorado o blanco, se mantenía erguido hasta hace muy poco en la esquina de Salta y Lamadrid, su techo de viejas palmeras, cubierta de tejas musleras roídas por los años, rajadas por mil soles y lluvias, escarchas y granizos reflejaba el color verdoso del musgo que ganaba lentamente su lugar. La estructura de las paredes, barro y pasto, algo de bosta, encasillados entre el armazón de lapachos, vaciado por el tiempo dejaba entrar la luz al interior de la vivienda olvidada por sus antiguos dueños, rodeada de un cerco antiguo y corroído por el paso de los siglos, mostraba su mejor cara, con el herrumbre de los viejos hilos de los primeros alambrados del siglo XIX, era un escenario propicio para el respeto y el miedo. Los vecinos del sur de la ciudad de Corrientes fueron construyendo un relato siniestro del lugar, algunos afirmaban que fue habitado por una añeja curandera de porte elegante, tonada española, modales finos, de trato distante con la vecindad, que sabía de todo, desde el empacho hasta maleficios y que tenía conexiones con el diablo, así sumando los dimes y diretes, corrillos y chimentos, un buen día la mujer desapareció sin dejar rastros, como si la hubiera tragado la tierra. El rancho nunca más fue ocupado, hasta los linyeras tenían miedo de meterse en el lugar, amanecían enrollados en su ropas raídas y cartones antes que refugiarse en el lugar endiablado, donde no pocas veces al amanecer, a la siesta o a la noche lúgubres sombras se movían dentro de la precaria vivienda, sombras embozadas en capuchas, capas o sotanas, unos afirmaban que eran clérigos, otros,practicantes de ritos satánicos, era más que suficiente para forjar una barrera que impedía el acceso al predio. Como ha ocurrido tantas veces, un buen día apareció en el barrio un señor muy elegante, caté como se le dice en mi ciudad, que venía de Buenos Aires, con una bufanda de seda y un bastón mango de plata, según comentaron los parroquianos en el boliche de la otra esquina a quien lo quisiera oír. El extraño exhibió un viejo título de propiedad escrito a mano a fines del siglo XIX por un escribano Rojas, que según decía, perteneció a su bisabuela, una española que huyó a las Indias rápidamente por haber sido involucrada en un asesinato, nada menos que el de su amante, con el título de Conde, al cual despojó de sus joyas y peculio consiguiendo documentos falsos. Instalado en el humilde boliche del barrio, bebía copiosamente un aguardiente ordinario, el único que tenían, que pagaba religiosamente a cada copa. Los oídos fueron multiplicándose, imagínense un hombre aristocrático, con pilchas de primer nivel, con la guayaca (entre nosotros billetera) llena y buen bebedor, llama la atención a cualquiera. Cuando la siesta se hacía sentir en la taberna, nadie se movía, menos el bolichero que se estaba haciendo su agosto, pues el parlanchín invitaba rondas a sus contertulios, colocando billetes de gran valor sobre el mostrador ante la vista codiciosa del comerciante y presentes. Todo iba bien, beber gratis y abundante no es muy común, hasta que uno de los presentes, borrachín malo, lanzó un insultó soez contra el visitante, al mismo tiempo pelaba su cuchillo de rústica fabricación casera, se levantó amenazante; el extraño inmediatamente se puso de pie como un torero, de su bastón mango de plata labrada extrajo una hoja toledana recta, espadín de acero que brillaba reflejando la resolana, hamacándolo con tranquilidad en su otro brazo fue enrollando la bufanda de seda natural roja, a manera de guante y protector del brazo, se abrió el espacio territorial, el silencio atronador espantó hasta las moscas. El provocador al ver a su contrincante presto al desafío, se rio estruendosamente, guardando su cuchillo y saludó con respeto al invitado pidiéndole disculpas, como si hubiera sido una broma. El sujeto contestó con igual gentileza, diciéndole con grave voz, tú me acompañarás esta noche al rancho de mi propiedad, al igual que el que quiera sumarse, sólo pueden ser siete. Un silencio sepulcral invadió el bodegón, continuó diciendo, de lo que encontremos allí les daré el treinta por ciento. El silencio se rompió con la aceptación de siete, número raro al fin. Después de un rato se levantó, advirtió a los demás clavándoles una mirada que lanzaba rayos fulgurantes, nadie habla porque lo maldigo, les aseguro que no se salvan; como al descuido dejó entrever en su cuerpo, al abrirse el saco, dos revólveres relucientes, uno a cada lado de la sobaquera, de gran calibre, 38 al menos. Pagó otra ronda a los presentes observándolos con mirada penetrante, tomó nota de los que formaron su equipo, saludó al bolichero que era uno de ellos, tomó su sombrero negro de ala ancha, como su abrigo de julio y expresó: -alas 8 de la noche los espero, con picos y palas, ni una palabra a nadie, entendieron? Preguntó y todos los presentes asintieron. Las horas pasaban pesadas como el plomo mismo, a las 8 de la noche el piquete llegó al portón desvencijado que daba acceso al rancho maldito, los vecinos espiaban por las ventanas y otros se aventuraron a las veredas. El extraño ingresó primero rezando una oración desconocida por estos lugares, hablaba en un idioma extraño, sacó de su faltriquera un líquido verde, con el que fue regando el lugar, a cada uno de los presentes le colocó en la frente un punto del aceitoso contenido a manera de unción. Asumiendo el rol de sacerdote, hundió su estoque en la tierra como hiriéndola, se escuchó un quejido lastimoso, del pequeño hoyo salieron sombras que emitían gemidos raros, que se diluyeron en el espacio infinitivo. Les expresó que podían cavar debajo del tronco, que sostenía el tirante del techo; ante el temor demostrado por sus contratados les dijo que estaban protegidos, que lo hicieran, reiterando la orden. Puestos a la obra poco a poco desenterraron un cofre de madera carcomida por el tiempo, herrajes herrumbrados y un candado de tiempos acullá. Sin apuro rompió el candado, ante la vista de todos apareció un hermoso tesoro, compuesto de joyas variadas, monedas de oro y plata, serenamente fue colocando sobre el pañuelo de seda un poco de lo obtenido divido en siete partes, la mayor le pertenecía, nunca les dio la espalda a sus acompañantes, se encontraba sin saco, los revólveres reflejaban la luz de la luna, que se colaba en ese julio frío por las fisuras del techo. Realizado el reparto, invitó serenamente a sus compañeros de aventura a retirar cualquiera de los montículos formados, el suyo fue a su bolsa de cuero. No hubo ningún inconveniente, con lo recibido muchos cambiaron su suerte según creían. Antes de partir extrajo el antiguo título, con una nueva escritura hecha a mano ya en pleno siglo XX, en la que cedía según escribía en presencia de sus socios, el nombre y documento de cada uno de ellos, ahora eran propietarios de la finca que se las obsequiaba el elegante visitante, ya no tiene moradores molestos, expresó, se han marchado, el lugar está limpio. Para evitar inconvenientes, de pronto apareció un vehículo que llegaba exactamente a las diez de la noche, de él salieron dos hombres munidos de sendas escopetas recortadas, con cara de poco amigos. El hombre caté se despidió de cada uno de sus socios estrechándole las manos, sin antes dejar de recomendarles que con un poco del tesoro ayudaran a sus semejantes, para estar a salvo de los espíritus que volaron cuando hendieron la tierra. Partió sin dejar rastros como su bisabuela, la condesa concubina de artes extrañas. Al día siguiente el barrio era un hervidero, las lenguas se secaban de tanto chimento, que es así, que no, que era el demonio, etc., etc. De los siete, sólo dos cumplieron la recomendación, el borracho malo que ayudó a sus hermanos poriahú (pobres) a hacer sus casas y el bolichero canceló las deudas de muchas familias de igual condición. Los otros cinco avaros por naturaleza, peor aún, desmemoriados, pasado un tiempo de siete meses, vaya con el siete, recibieron la visita muchas veces de una mujer con cara de bruja que les reclamaba su tesoro, unos enfermaron, otros enloquecieron. Uno de los que perdieron la razón, gritaba en el San Francisco de Asís, Psiquiátrico, el hombre de negro me amenaza, el hombre de negro me amenaza, está con la bruja. La finca al no ponerse acuerdo los socios, fue vendida, obtuvieron buen precio ya que la ciudad crecía. Los que hoy habitan la construcción nueva juran por sus creencias religiosas que ven ingresar a una mujer, algunos días, con un cajón arrastrando pesadamente, riéndose a carcajadas.

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